El mentiroso – Mikel Santiago

—¡Claro que me recuerdas! —dijo ella—. ¡Sabía que no te podías haber olvidado de mí!

—Es cierto…, te recuerdo —dije.

—Yo solía jugar mucho contigo en la playa, cuando eras un niño. Aunque supongo que ya no me parezco demasiado a ese recuerdo, ¿verdad?

Lo dijo con coquetería. Lo cierto es que era una mujer despampanante. Un cutis de diosa, una melena pelirroja que parecía pintada por Botticelli y un cuerpo bonito y bien esculpido en el gimnasio.

—¿Y Erin? —dijo entonces—. ¿No ha podido venir?

—No… Ella… Bueno, estaba ocupada.

Me costó un poco explicar esto.

—Es una chica fantástica —dijo Ane como si pudiera leer esa turbación en mis ojos—. Y guapísima, por cierto. Tenéis los dos mucha suerte.

Di las gracias, un poco amargamente.

—Me resulta todo tan extraño… —siguió diciendo Ane—. Entonces… ¿no recuerdas nada de nuestra conversación del otro día? Estuvimos hablando durante al menos veinte minutos. Sobre tu madre. Sobre ti…

Yo negué con la cabeza.

—Creo que tendremos que volver a empezar.

Cinco minutos más tarde estábamos sentados en un sofá en el centro del salón, mientras Carlos preparaba unos combinados en el pequeño bar. Yo había dicho que sí a un Long Island Tea. Ane, un margarita. Sonaba música, pero no era Chet Baker, sino un viejo disco de Simon & Garfunkel. Le pregunté a Ane por los cuadros. Esa fiesta de los animales, le dije, era una de las primeras cosas que había recordado.

—Se titula AniBall. Es de Luca Makarashvilli, uno de los pintores de nuestra galería.

—¿Tienes una galería?

—¡Oh, no! Solo me dedico al negocio. El dinero pertenece a una familia suiza absurdamente rica. Yo dirijo una de las sedes.

—Son bonitos. Y extraños. —Miré en torno a mí, con detenimiento—. El del hombre con el pene gigante también se me quedó grabado.

—Los hombres y los penes. —Sonrió mirándome—. Cada uno con sus obsesiones.

Llegó Carlos con los cócteles en una bandejita de plata. Yo recogí mi Long Island Tea. Le di un sorbo. Estaba exquisito. Carlos podía tener sus partes oscuras, pero desde luego sabía preparar un cóctel.

—Antes de empezar con el interrogatorio, nos gustaría compensarte por cualquier objeto que pudiera habérsete dañado en el agua. ¿Un teléfono móvil, tal vez? Te compraremos uno nuevo. ¿O algún documento quizá?

—Gracias —dije—, pero no hace falta. Estaba todo en una chaqueta y me la había olvidado en el coche.

—Bueno, eso es afortunado. —Carlos ya se había sentado y Ane hizo un gesto que los abarcaba a ambos—: En fin, pregúntanos lo que quieras sobre la fiesta del viernes. Nos encantaría poder ayudarte a recordar. ¿Hasta dónde llega tu amnesia?

—Bueno, ahora ya sé cómo vine. Txemi me lo ha explicado. Lo de tu llamada…

—Así es —me interrumpió Ane—. Hace un mes estuvimos en su casa, cenando y tomando algunas copas. No es un peloteo barato, pero admiré su jardín. ¿A que es verdad, Carlos?

Carlos asintió.

—Así que el viernes, cuando Dolores me dijo que nuestro jardinero estaba de baja, entré en pánico. Por suerte, enseguida me acordé del jardinero de Txemi. Por eso le llamé. Y, ¡qué casualidad!, resultó que era el hijo de mi querida amiga Begoña.

—¿Me reconociste mientras cortaba la hierba?

—No fue exactamente así —dijo Ane—. Yo estaba en mi despacho mientras tú estabas trabajando. Entonces llegó la hora de la fiesta. Me preparé. Uno de mis amigos, que suele venir muy puntual, estaba fuera en la terraza, fumando. Entró y me dijo: «¿Sabes qué? Creo que tu jardinero es el hijo de Begoña Garaikoa?».

—¿Quién fue? —preguntó entonces Carlos—. ¿Don Cotilla?

—No seas así —rio Ane—. Sí, fue Félix.

Aquello me pilló bebiendo mi Long Island Tea y gracias a ello pude disimular la sorpresa.

—¿Félix Arkarazo? ¿El escritor?

—Siempre llega el primero para comerse los mejores canapés —bromeó Carlos.

—No digas eso, Carlos —le reprendió Ane—, Félix es un viejo amigo. También lo era de tu madre, por cierto. Por eso te reconoció. De hecho, estuvisteis hablando un buen rato.

—Espero que no le contases nada demasiado personal —añadió Carlos con una sonrisilla—. Le encantan los asuntos personales, sobre todo si son turbios.

—Algo he oído.

—Precisamente el viernes estuvo hablándonos de su segunda novela —contó Ane—. Dice que va a ser todavía más explosiva que la primera. Nos contó que muy pronto haría un anuncio importante.

—Solo por eso le invita a todas sus fiestas —bromeó Carlos—, quiere asegurarse de llevarse bien con él.

—Qué idiota. Lo digo por si estuvisteis hablando de ello. Félix es de esos escritores a los que les encanta relamerse en su oficio.

Se rio, aunque de manera un poco forzada.

—No recuerdo mucho, la verdad. Pero sí me dijo que era escritor. Esta misma semana he comenzado a leer su libro. Es bueno.

—¡¡Oh!! Esa cosa tan horrible. Pero hizo una fortuna con ello.

—¿Salís vosotros? —dije, e inmediatamente noté una especie de rubor en sus cuatro mejillas—. Quiero decir, como sale tanta gente de Ilumbe…

—No —resolvió Ane—, a nosotros decidió perdonarnos la vida. Bueno, es que éramos amigos desde niños. A tu madre la adoraba.

—Sí… Mi abuelo me lo contó. Aunque no sé si es verdad.

—¿El qué?

—Que Félix estuvo enamorado de mi madre.

—Es cierto. —Ane sonrió al decirlo—. Félix besaba el suelo que tu madre pisaba, desde que tenía trece años. Bueno, siempre llevaba una foto de ella en la cartera, no te digo más. Y tu madre siempre fue amable con él. Éramos todos chavales de un pueblo muy pequeño. En el fondo, siempre le hemos tenido un poco de lástima, ¿entiendes? Un chico raro, solitario… En cambio ahora, en fin, todo el mundo le teme. Pero bueno, quizá todo esto te aburra.

«No, al contrario…»

—¿Qué más quieres saber? Te vi hablando con Félix, con Carlos… Estabas bastante integrado, la verdad.

—También estaba Denis Sanz. Aunque no acabo de comprender por qué. ¿Sois amigos?

—Denis y yo tenemos algunos proyectos en común —explicó Carlos—, también se dedica al mundo inmobiliario, como su padre…, que además es socio de Ane en Edoi.

—¿Edoi Etxeak? —pregunté con genuina sorpresa—. Pensaba que solo había dos socios.

—Es algo puramente nominal —aclaró Ane—. Mi primer marido fue uno de los fundadores de la empresa y tengo unas pocas acciones.

«Vaya —pensé—. Así que hubo tres socios en Edoi. Tal y como contaba el relato de Félix en su libro.»

El primer marido de Ane fue uno de los fundadores de la empresa. ¿No era ese que se había matado cuando iba borracho?

5

Dolores avisó de que el almuerzo estaba listo. El comedor era una extensión de cristal con unas vistas estupendas al océano y al faro. También podía verse una parte del jardín oculta desde la carretera. La pequeña vivienda, apartada de la casa, tenía unas luces encendidas.

Se había levantado algo de viento y el faro de Atxur recibía el embate de un mar muy musculoso y rugiente, pero en el interior de aquella habitación de cristal un par de estufas nos mantenían en calor. Carlos abrió una botella de Ribera del Duero y yo preparé el estómago para un envite de los buenos.

Mientras comíamos como si fuésemos diez en la mesa —revuelto de hongos, croquetas de chipirón en su tinta, cazuela de almejas, bacalao al pilpil con salsa de erizo de mar, solomillo con sal gorda y tarta de queso para rematar la faena—, hablamos de mi vida en Amsterdam. Ane solía viajar a la ciudad para visitar el Stedelijk Museum, además de algunas galerías potentes. Les hablé de mis andanzas como músico, camarero, profesor de español. Me salté los dos años como camello a domicilio. Preferí hablarles de mis tres meses cultivando tulipanes en Flevoland.

Finalmente, a la hora del café, Carlos recibió (o se inventó) una llamada telefónica y nos dejó a Ane y a mí solos. Nos sentamos en unos cómodos butacones de mimbre con vistas al mar y nos echamos una mantita sobre el regazo. Ane sacó una pequeña caja dorada y la abrió. Dentro había un canuto.

—¿Fumas?

—De vez en cuando.

Lo encendió.

—La última vez que vi a tu madre fue hace cuatro años. Estaba estupenda. Guapísima.

—Tuvo unos años gloriosos después del divorcio —dije—. De hecho, fueron sus mejores años. Después se fue todo al traste.

—Demasiado joven. —Ane exhaló una larga flecha de humo y me pasó el canuto—. El cáncer no perdona. La llamé un par de veces durante su enfermedad. Cuando fuisteis a Boston…

Fumé en silencio sintiendo las cosquillas del cannabis en los gemelos. Miré al horizonte y recordé aquella ilusión del avión a Boston, el apartamento de alquiler, la clínica. Las calles europeas. Los bares irlandeses. En uno de ellos fuimos a bebernos una cerveza el día en que nos dijeron que «habían agotado las opciones».

Le pasé el porro de vuelta.

—Nunca tuve una amiga como Begoña. Era una persona elegante, especial. Justo cuando me quedé viuda… ella estaba aquí, en Ilumbe. Le pedí que se quedara. —Fumó en silencio—. Soñaba con que volvería algún día.

—Erais tú y Mirari, ¿verdad? Las amigas de mi madre.

—Fuimos amigas íntimas, sí —dijo Ane—; entre los catorce y los dieciséis fuimos inseparables. Nos lo contábamos todo. Todo lo que se puede contar a los catorce años. Fuimos un apoyo fundamental la una para la otra, hasta que un día… se fastidió todo… Y tengo que decir que fue culpa mía. Tu madre nunca nos perdonó que rompiéramos aquella amistad.

—Pero ¿qué os pasó? ¿Por qué os separasteis?

—Por la razón más idiota del mundo: un lío de chicos. ¿Nunca te lo contó?

—Mi madre era bastante hermética.

—Todo empieza por Floren, supongo —dijo Ane—. Por aquel entonces era el novio de Mirari, que estaba enamorada de él. Era, sin exagerar, el chico más guapo de todo el pueblo. Remero, futbolista. Tenía unos ojos como dos botones negros.

—Floren, ¿el que después fue tu marido?

—Sí.

«Y el socio fundador de Edoi, junto a Joseba», añadí mentalmente.

Una ola muy grande golpeó el faro a lo lejos. Las nubes estaban tan bajas en ese momento que toda la luz de la tarde parecía haberse apagado.

—Es una historia complicada. Floren y Joseba estudiaban juntos en el instituto. Los dos eran brillantes e iban de cabeza a convertirse en arquitectos. De hecho, Mirari conoció a Joseba a través de Floren, como amigo en aquel entonces. Teníamos dieciséis y salíamos juntos todos los fines de semana… y yo, lo confieso, empecé a enamorarme de él. Supongo que comprenderás que no tengo ninguna razón para mentir a estas alturas. Lo pasé muy mal. No quería estar enamorada del novio de mi amiga e hice lo imposible por quitármelo de la cabeza. Pero cada vez que aparecía Floren… a mí se me congelaba la sangre. Y él comenzó a mirarme y a sonreírme cada vez más. Y una noche de verano, volviendo de unas fiestas, quiso acompañarme a casa. En fin, ya te imaginas el resto.

—Os liasteis.

—Fue más que eso. Floren me confesó que él también estaba enamorado, desde hacía tiempo. Así que decidimos que debíamos hacer algo.

Ane fumó una larga calada y el porro se quemó hasta convertirse en una brasa entre sus dedos. Después soltó el humo lentamente.

—Fue un golpe terrible para Mirari. Ella estaba coladita por él. Begoña, tu madre, intentó mediar entre nosotras, pero salió trasquilada. Ellas también se enfadaron entre sí. Fue algo horrible. Yo había ganado un amor, pero había perdido a mis dos hermanas. Jamás me perdonaré eso… pero lo que hice, Álex, lo hice por amor. ¡Y por amor uno debe estar dispuesto a irse al infierno, si hace falta!

Esa frase, Ane se la dijo a sí misma. Tenía dos estrellas en los ojos y me pareció que estaba a punto de derramar una lágrima. Me sorprendió saber que Mirari también se había distanciado de mi madre a raíz de esa discusión. Era algo que nunca antes había mencionado. Aunque era comprensible.

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