El mentiroso – Mikel Santiago

—Sí. Vaya, es verdad que no recuerda nada. —Sonrió.

—Nada, así es. Otra cosa, ¿vio salir a Félix…, el escritor? Tengo un recuerdo borroso de verle a él y no estoy seguro de si coincidimos aquí abajo.

—Eso es imposible —dijo Dolores—. Félix se había marchado unos diez minutos antes que usted.

—¿Segura?

—¡Y tan segura! Tuvo una pequeña discusión. Ay, pequeña se queda corto. Tuvo una bronca muy grande aquí mismo, donde estamos ahora. Yo pensé que era por algo de los coches. A veces la gente aparca donde le da la gana. Ya sabe… Pero no… Según me acercaba, pude escucharlos y hablaban de otras cosas.

—¿Con quién discutía?

—Pues con ese chico tan joven, el pelirrojo. Creo que es socio del señor.

—¿Uno alto y espigado?

Dolores asintió. Denis.

—Verá, Dolores, esta pregunta igual le parece un poco metomentodo, pero ¿podría decirme por qué estaban discutiendo exactamente?

—Creo que hablaban de un vídeo… o algo así…

En ese instante vi que el rostro de la doméstica palidecía. Sus ojos se agrandaron de pronto y me di cuenta de que había alguien a mi espalda, alguien cuya visión había conseguido cortarle el aliento a la chica. Me di la vuelta y allí estaba Roberto, a unos cinco metros de nosotros, sujetando sus dos perros, que babeaban por mis huesos igual que hacía un par de días.

—¿Necesita algo más?

—No… Ya me iba —le respondí—. Gracias, Dolores. Gracias por todo.

Entonces, al pasar junto a ella, me susurró algo al oído.

—Ese chico, el pelirrojo —dijo—. Le estaba amenazando… de muerte.

Salí conduciendo por aquellas curvas, medio mareado, medio alucinado…, con la sangre bullendo en las sienes. ¡Así que Denis amenazaba a Félix! ¿Por qué?

Erin seguía sin responder a mi mensaje del día anterior, pero ahora tenía una razón poderosa para hablar con ella. Quería el número de Denis para aclarar algunas cosas. Cogí el teléfono y la llamé. Basta ya de mensajitos. Pero su teléfono móvil estaba «apagado o fuera de cobertura», así que probé el fijo de la casa familiar.

—¿Álex? —Mirari parecía sorprendida cuando le pregunté por Erin—. Pero ¿no te ha dicho lo de su viaje?

—¿Viaje?

—Se ha marchado con Leire, a pasar el fin de semana.

—¿Qué? —Mi voz sonó como si me estrujaran la garganta.

—La familia de Leire tiene una casa en Biarritz. Se han llevado las tablas y todo eso… No me digas que os habéis peleado…

—Bueno, no fue exactamente una pelea. Creo que se enfadó conmigo porque no le conté algunas cosas… Todo ese asunto de Gure Ametsa.

—Vale… Eso encaja.

—¿Con qué?

—Con la cara que tenía ayer. Bueno, espero que lo arregléis, de corazón.

—Gracias, yo también. Si hablas con ella, dile que la he llamado, por favor.

—Lo haré.

Colgamos y me quedé hundido en el asiento. ¿A Francia? ¿En serio? ¿En el finde de nuestro primer aniversario? No sabía exactamente lo que significaba eso, pero tenía una intuición terrible. Biarritz era un cónclave de amigas para decidir si tenía que romper conmigo. ¿Habría ido también Denis?

La lluvia se había tomado un descanso y comenzaba a anochecer, pero todavía no era lo bastante tarde para hacer lo que había planeado esa noche, así que conduje hasta Bermeo para realizar unos recados de última hora. Era sábado pero había una tienda regentada por chinos que seguía abierta. Compré botellas de amoniaco, cepillos, lejía y trapos. Todo nuevo. Todo aséptico.

Después conduje en silencio, sin radio, pensando. Tenía un montón de problemas que resolver: un hombre muerto, un montón de huellas… pero sobre todo tenía un dolor terrible en el estómago. «Erin.» Al pasar por Ilumbe me desvié hasta una ermita llamada Santa Catalina. La rodeaba un pequeño murete. Lo salté y me lie un cigarrillo mientras observaba aquellas nubes negras en el horizonte. Recordé que, un año atrás exactamente, Erin y yo nos habíamos besado allí por primera vez.

Tras mi salvamento del mar, mi abuelo insistió en organizar un almuerzo en Villa Margúa, en agradecimiento por el rescate y posterior avituallamiento de su vástago. Fue una velada excelente y volví a tener esa agradable sensación sobre Erin, y también sobre sus padres. Mirari habló mucho de mi madre. De lo amigas que habían sido de niñas, jugando en la playa de Ilumbe, y de la cantidad de tardes que habían pasado en el jardín trasero de Villa Margúa, haciendo tiendas de campaña y meriendas con otras amigas.

Al atardecer, mientras mi abuelo deleitaba a Joseba y Mirari con un buen café, Erin y yo dimos un paseo por el acantilado. Ella, me dijo, había estado reflexionando sobre el hecho de haberme salvado la vida.

«Creo que tengo una idea sobre cómo puedes compensarme. ¿Te gusta el cine?»

Y así salimos juntos por primera vez. Fuimos a ver una película y después volvimos dando un largo paseo por la costa. Yo iba con gran cuidado, lo recuerdo. Erin me cortaba el aliento y no me salía ninguno de los chistes ni trucos baratos que solía utilizar con otras chicas.

Entonces llegamos hasta esa pequeña ermita llamada Santa Catalina, que se alza frente al océano. Había niños por allí, jugando al escondite entre las ruinas, y Erin empezó a jugar con ellos, a perseguirlos, mientras se carcajeaba como una bruja. Me hizo muchísima gracia ver que tenía esa vena tan niñera. La manada de chavalillos entró en éxtasis y ya no nos dejaron en paz el resto de la tarde. Yo terminé uniéndome a hacer de monstruo con Erin. Los niños tenían mucha energía, demasiada, y nosotros apenas podíamos seguirles el ritmo. «Vamos a descansar un poco de estas fieras», bromeó Erin al rato. Saltamos un muro y nos escondimos allí, de cara al océano, viendo lo que posiblemente era uno de los atardeceres más bonitos que haya visto en mi vida. Unas estrellas titilaban en lo alto, y unas nubes rojas, naranjas y violetas sobrevolaban el mar. Erin se quedó mirándome en silencio, sin decir nada, con la barbilla ligeramente metida hacia dentro, como si esperara algo de mí. Entonces me acerqué y le di un beso muy corto. Nuestro primer beso. Y fue perfecto.

6

Después de dos cigarrillos y un montón de recuerdos, la noche por fin había caído. Era hora de ponerse en marcha.

Conduje hasta el polígono y di un par de rodeos antes de aparcar en mi sitio de siempre. Exceptuando un taller que todavía tenía luz, el resto estaba desierto y oscuro. Aparqué en la zona más apartada del aparcamiento. Me quité la ropa y me vestí mi modelito de trekking. Además de eso, llevaba en la mochila un completo equipo «anti-ADN» compuesto por un gorro, una mascarilla de pintor, unas gafas protectoras y guantes. Pero todo eso me lo pondría solo para el final. No era cuestión de cruzar el bosque con pinta de alienígena.

Cogí la mochila y me encaminé hacia el sendero del robledal. Iba con los cinco sentidos puestos en escuchar algo o ver una luz ahí arriba. Félix llevaba una semana muerto en la vieja fábrica y no sería extraño que alguien lo hubiera encontrado ya. Había una antigua carretera que unía la fábrica con la general y que ahora estaba cortada, pero si la policía había encontrado a Félix, los coches patrulla y las ambulancias estarían por allí.

Llegué a lo alto y me quedé parapetado entre los árboles. Observando. Nada. Solo grillos, oscuridad y el ruido de las ramas mecidas por la suave brisa. Vale. Se puede decir que la suerte seguía de mi lado en ese aspecto. Sin moverme de los árboles, me coloqué el resto del equipo: la linterna frontal, las gafas protectoras, la mascarilla de pintor, el gorro y los guantes… Habían pasado cuatro días desde mi anterior visita y me imaginaba que el espectáculo sería dantesco y que el olor estaría a la altura. Tenía que ir preparado.

Sin embargo, mi tercer encuentro con Félix Arkarazo no fue tan impactante. En esta ocasión, quizá porque iba perfectamente enmascarado, aguanté bien las náuseas. Además, Félix no tenía tan mal aspecto. El rostro un tanto deformado, un color amarillento en la piel y los labios ennegrecidos. Por lo demás, seguía en la misma postura: tumbado sobre el brazo derecho, la cabeza mirando de lado y las piernas dando un paso infinito.

Me arrodillé a su lado y fui sacando todos los materiales de limpieza. Mi plan era sencillo. Había decidido que no podía controlar todas las variables, pero tampoco quería inyectar más caos a la situación. Quemar el cadáver o moverlo era exponerme demasiado, así que apostaría por limpiar todo lo que pudiera en una noche. En tres metros a la redonda de ese muerto no debía hallarse ni una pestaña, ni un cabello, ni un trozo de uña que pudiera apuntar en mi dirección.

Empecé cubriendo de amoniaco todos los alrededores del cuerpo, incluyendo mi vomitona de la última visita. El problema es que formé una nube de gas tóxico a mi alrededor y casi me asfixio dentro de ella.

Cuando se hubo disuelto y pude regresar junto al cadáver, me puse manos a la obra con ello. Comencé por cepillar su traje e ir recogiendo cada partícula de polvo, cabello, etcétera, y metiéndola en una bolsa de plástico. Tardé una media hora en repasar la parte delantera, lo cual incluyó espantar a unos cuantos bichos que rondaban por allí. Después pasé a limpiarle las manos (si nos habíamos peleado, quizá habría quedado algún rastro en sus uñas). Félix tenía un brazo a la vista y el otro enterrado bajo su cuerpo, así que primero le repasé bien las uñas de la mano izquierda con un cepillo de dientes impregnado en amoniaco. Después, con mucho cuidado le di la vuelta al cuerpo para limpiar su otra mano y la parte trasera de su cuerpo.

Había algunas alimañas ahí debajo. No entraré en detalles, pero algunas de ellas no mostraban el menor signo de timidez ante la luz de mi linterna. Bueno. Dejé a Félix boca abajo y comencé a limpiar lo que podía de su chaqueta. Fue entonces cuando empezaron a aparecer cosas extrañas. Lo primero fueron aquellas pequeñas hojas secas adheridas a la tela de su chaqueta. Hierbajos, hojas, como si hubiera estado tumbado en un prado o algo por el estilo. Seguí observando esa suerte de suciedad por todo su pantalón, hasta que llegué a sus zapatos e hice otro descubrimiento.

El talón de sus zapatos estaba coloreado de blanco.

Me quité las gafas para observar mejor aquello. No era pintura, sino una capa de polvo que cubría la pared trasera del tacón y el zapato. Pasé la yema de un dedo por uno de los tacones y lo limpié: en efecto, era polvo, polvo gris que se había quedado impregnado en sus tacones. Era el mismo polvo que manchaba mis pantalones. El polvo que cubría el suelo de aquel pabellón.

Y eso solo podía significar una cosa.

Me puse en pie y caminé alrededor del cuerpo observando esas hojas secas pegadas a su espalda. Con mi linterna frontal apuntando al suelo, caminé hacia el portón de entrada. Pude distinguir dos pequeños raíles, un poco desdibujados pero lo bastante claros, trazados en el polvo. Dos surcos que los tacones de Félix Arkarazo habían dibujado en el suelo, entre el portón de la entrada y el lugar donde se hallaba ahora.

—Joder. Lo arrastraron aquí dentro.

Eso era lo único que podía explicar que aquella capa gruesa de polvo estuviera solamente en el talón de sus zapatos. Ni en la puntera, ni en la suela… Era muy difícil mancharse esa parte uno mismo. No. Alguien lo había cogido por debajo de las axilas y lo había arrastrado, posiblemente cuando ya estaba inconsciente o muerto.

Todavía tardé un poco en darme cuenta de lo que todo eso podía significar, pero desde ese mismo momento supe que había dado con algo importante. A Félix Arkarazo no lo habían matado dentro de la fábrica, sino fuera, en algún punto del exterior (un punto donde había hojas secas). Después lo habían arrastrado dentro y lo habían dejado caer allí.

Con el corazón a toda velocidad, volví al lugar donde yacía Félix. Me quedé observando el cadáver, la disposición de las cosas. Recordé que el sábado de madrugada, cuando desperté, había encontrado la piedra triangular cerca de mi mano… y había supuesto todo lo demás… Pero ¿y si estaba equivocado?

Hasta ese instante no me había parado a pensar en cómo había ocurrido todo. Sencillamente, imaginaba que habría sido una pelea… Él me atacó por sorpresa. Entonces yo cogí una piedra y le golpeé en la cabeza. Después, quizá, di dos pasos y me caí de bruces. Eso era más o menos lo que había pensado hasta el momento. Pero aquel nuevo descubrimiento hacía que esa teoría se tambaleara.

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