El mentiroso – Mikel Santiago

Se había levantado algo de viento y el faro de Atxur recibía el embate de un mar muy musculoso y rugiente, pero en el interior de aquella habitación de cristal un par de estufas nos mantenían en calor. Carlos abrió una botella de Ribera del Duero y yo preparé el estómago para un envite de los buenos.

Mientras comíamos como si fuésemos diez en la mesa —revuelto de hongos, croquetas de chipirón en su tinta, cazuela de almejas, bacalao al pilpil con salsa de erizo de mar, solomillo con sal gorda y tarta de queso para rematar la faena—, hablamos de mi vida en Amsterdam. Ane solía viajar a la ciudad para visitar el Stedelijk Museum, además de algunas galerías potentes. Les hablé de mis andanzas como músico, camarero, profesor de español. Me salté los dos años como camello a domicilio. Preferí hablarles de mis tres meses cultivando tulipanes en Flevoland.

Finalmente, a la hora del café, Carlos recibió (o se inventó) una llamada telefónica y nos dejó a Ane y a mí solos. Nos sentamos en unos cómodos butacones de mimbre con vistas al mar y nos echamos una mantita sobre el regazo. Ane sacó una pequeña caja dorada y la abrió. Dentro había un canuto.

—¿Fumas?

—De vez en cuando.

Lo encendió.

—La última vez que vi a tu madre fue hace cuatro años. Estaba estupenda. Guapísima.

—Tuvo unos años gloriosos después del divorcio —dije—. De hecho, fueron sus mejores años. Después se fue todo al traste.

—Demasiado joven. —Ane exhaló una larga flecha de humo y me pasó el canuto—. El cáncer no perdona. La llamé un par de veces durante su enfermedad. Cuando fuisteis a Boston…

Fumé en silencio sintiendo las cosquillas del cannabis en los gemelos. Miré al horizonte y recordé aquella ilusión del avión a Boston, el apartamento de alquiler, la clínica. Las calles europeas. Los bares irlandeses. En uno de ellos fuimos a bebernos una cerveza el día en que nos dijeron que «habían agotado las opciones».

Le pasé el porro de vuelta.

—Nunca tuve una amiga como Begoña. Era una persona elegante, especial. Justo cuando me quedé viuda… ella estaba aquí, en Ilumbe. Le pedí que se quedara. —Fumó en silencio—. Soñaba con que volvería algún día.

—Erais tú y Mirari, ¿verdad? Las amigas de mi madre.

—Fuimos amigas íntimas, sí —dijo Ane—; entre los catorce y los dieciséis fuimos inseparables. Nos lo contábamos todo. Todo lo que se puede contar a los catorce años. Fuimos un apoyo fundamental la una para la otra, hasta que un día… se fastidió todo… Y tengo que decir que fue culpa mía. Tu madre nunca nos perdonó que rompiéramos aquella amistad.

—Pero ¿qué os pasó? ¿Por qué os separasteis?

—Por la razón más idiota del mundo: un lío de chicos. ¿Nunca te lo contó?

—Mi madre era bastante hermética.

—Todo empieza por Floren, supongo —dijo Ane—. Por aquel entonces era el novio de Mirari, que estaba enamorada de él. Era, sin exagerar, el chico más guapo de todo el pueblo. Remero, futbolista. Tenía unos ojos como dos botones negros.

—Floren, ¿el que después fue tu marido?

—Sí.

«Y el socio fundador de Edoi, junto a Joseba», añadí mentalmente.

Una ola muy grande golpeó el faro a lo lejos. Las nubes estaban tan bajas en ese momento que toda la luz de la tarde parecía haberse apagado.

—Es una historia complicada. Floren y Joseba estudiaban juntos en el instituto. Los dos eran brillantes e iban de cabeza a convertirse en arquitectos. De hecho, Mirari conoció a Joseba a través de Floren, como amigo en aquel entonces. Teníamos dieciséis y salíamos juntos todos los fines de semana… y yo, lo confieso, empecé a enamorarme de él. Supongo que comprenderás que no tengo ninguna razón para mentir a estas alturas. Lo pasé muy mal. No quería estar enamorada del novio de mi amiga e hice lo imposible por quitármelo de la cabeza. Pero cada vez que aparecía Floren… a mí se me congelaba la sangre. Y él comenzó a mirarme y a sonreírme cada vez más. Y una noche de verano, volviendo de unas fiestas, quiso acompañarme a casa. En fin, ya te imaginas el resto.

—Os liasteis.

—Fue más que eso. Floren me confesó que él también estaba enamorado, desde hacía tiempo. Así que decidimos que debíamos hacer algo.

Ane fumó una larga calada y el porro se quemó hasta convertirse en una brasa entre sus dedos. Después soltó el humo lentamente.

—Fue un golpe terrible para Mirari. Ella estaba coladita por él. Begoña, tu madre, intentó mediar entre nosotras, pero salió trasquilada. Ellas también se enfadaron entre sí. Fue algo horrible. Yo había ganado un amor, pero había perdido a mis dos hermanas. Jamás me perdonaré eso… pero lo que hice, Álex, lo hice por amor. ¡Y por amor uno debe estar dispuesto a irse al infierno, si hace falta!

Esa frase, Ane se la dijo a sí misma. Tenía dos estrellas en los ojos y me pareció que estaba a punto de derramar una lágrima. Me sorprendió saber que Mirari también se había distanciado de mi madre a raíz de esa discusión. Era algo que nunca antes había mencionado. Aunque era comprensible.

—Pero después Mirari acabó con Joseba —continué.

—¿Conoces esa canción que dice «no siempre consigues lo que quieres, pero a veces consigues lo que necesitas»?

—Sí, es de los Stones.

—Pues Joseba fue eso para Mirari. El amor estable, feliz y duradero con el que muchas sueñan. Resultó que ese chico de dieciséis años tímido, no demasiado espectacular, se convirtió en un gran líder. Un tipo con la cabeza sobre los hombros y un gran padre. Entre tú y yo, creo que Mirari salió ganando con Joseba. Quizá no hubiera sido tan feliz con Floren.

Aquel comentario sonó como una carga de profundidad. Yo estaba bastante colocado con la marihuana de Ane. Me atreví a tirar de ese hilo.

—¿Por qué dices eso?

—Bueno, es la vieja historia de los chicos de bandera que se convierten en problemas andantes. Floren era guapo, genial, divertido, pero empezó a tomar una deriva muy extraña en la vida. Se frustró muchísimo con su profesión. Yo siempre he pensado que no pudo soportar el éxito de Joseba. Joseba era un triunfador nato y Floren quiso imitarle, pero no le llegaba ni a los talones. Joseba era original, carismático… Y Floren no pasaba de ser un arquitecto decente. Podría haberse conformado, pero aquella competición le frustró tremendamente. Comenzó a deprimirse. Bebía mucho. Y en la empresa iban apartándole más y más, dejándole sin responsabilidades. Las cosas terminaron por ponerse muy mal cuando Sanz, el padre de Denis, quiso entrar como socio de Edoi. A Floren le ofrecieron vender sus acciones y convertirse en empleado. Para él fue como la humillación total. Se dedicó a bloquear el asunto…, no quería dejar entrar a Sanz. Deberíamos haberlo visto venir.

—Sanz entró en la empresa. ¿Te refieres a eso?

—Sí. Sanz entró —dijo Ane con una aureola de misterio.

—¿O sea, que Floren finalmente cedió?

—No cedió. —Me miró a los ojos, con una sonrisa triste—. Floren murió. Murió en el momento exacto.

—¿Qué quieres decir? —pregunté casi tartamudeando por la intriga.

—Realmente tu madre era hermética para ciertas cosas. —Ladeó la cabeza; no entendía que yo no hubiera oído nada—. Floren se precipitó por el acantilado que hay cerca de tu casa. Se suicidó. Y gracias a eso, Edoi pudo salir adelante.

La tontuna del porro y la sobremesa se me pasó de un soplo.

—No sabía nada. Lo siento. Lo siento de veras.

Ane levantó la mano como para decir que estaba bien.

—No es algo que solamos contar muy a menudo.

—Mi abuelo me dijo que mi madre estaba en Ilumbe cuando ocurrió todo. Pero no entró en detalles. ¡Desde luego no me dijo que ocurrió en Punta Margúa!

—Así es… y creo que eso fue cosa del destino, el hecho de que tu madre estuviera de visita por aquí. No creo que hubiera podido con ello yo sola.

—Pero estabais enfadadas…

—Bueno… Ella nunca dejó de ser mi amiga. Y con los años, y su divorcio, volvimos a unirnos poco a poco. Tu madre vino a Ilumbe una semana antes de Navidad. Adelantó el viaje por una razón concreta: hablar conmigo, convencerme de que dejase a Floren. Y justo ese fin de semana…, en fin. Ese es el final de la historia. Yo heredé las acciones y llegué a un acuerdo con Joseba y Eduardo. No me metería en el consejo de la empresa, pero conservaría parte de la inversión. Así que soy dueña de una fracción diminuta de Edoi.

Pensé que, por pequeña que fuera, debía de ser una fracción muy valiosa a la vista de los últimos movimientos de la empresa.

En ese instante Dolores volvió a aparecer por allí.

—Tiene una llamada, señora —dijo—, de Zúrich.

—Oh…, vaya —Ane se puso en pie—, esas son de las que tengo que coger.

Me quedé a solas, arrebujado en aquel butacón, dándole vueltas a esa historia que Ane acababa de relatarme. ¿Era el flipe del canuto o todo ese asunto tenía un aire muy extraño? La muerte de Floren, tan repentina y misteriosa… y tan conveniente.

Fumé otras dos o tres caladas. Hacía mucho tiempo que no fumaba y, de pronto, me sentí mareado. Conocía muy bien la sensación. Sudor frío. Sensación de caerte por un agujero. Me estaba dando un bajón de tensión. ¿Quizá había ayudado toda esa historia sobre Floren? Me levanté y me apoyé en la cabecera de las sillas para avanzar hasta la puerta acristalada. La abrí y salí al exterior, donde el viento norte me abofeteó. Aquello sentaba bien.

La pequeña vivienda era una especie de bungaló independiente. Algo así como las típicas casa de los guardeses, solo que aquella era bastante nueva. Me recordaba un poco al miniestudio de madera de Joseba. ¿Sería otra construcción de Edoi? Estaba mirándola cuando vi salir a aquel tipo, el hombre escalofriante, Roberto. Salió como una verdadera furia. Dando un portazo a su espalda, muy enfadado. Acto seguido vi que la puerta volvía a abrirse y salía Carlos. Le persiguió y oí cómo le gritaba. Roberto se frenó, se giró y los dos hermanos discutieron en voz alta, aunque yo no lograba oír nada de lo que decían. Me quedé quieto donde estaba, con mi medio pedo cannábico y una sensación de vergüenza por estar presenciando lo que no debía. Entonces, Carlos giró la cabeza y me vio. Alzó la mano para saludarme y trató de disimular con una sonrisa. Yo alcé la mano y le saludé de vuelta.

Se acercaron lo dos. Carlos, sonriente en plan «aquí no ha pasado nada», aunque todavía tenía la cara enrojecida por su discusión. Roberto, en cambio, mantenía esa expresión ausente y extraña.

—Creo que ya conociste a Roberto el otro día —dijo.

—Sí…, aprovecho para disculparme. No estuvo bien. —«Aunque tú me mentiste diciendo que no hubo ninguna fiesta en la casa.»

—Vale —se limitó a decir Roberto.

Definitivamente, el hombre tenía un aire ausente y extraño. Recordé eso que Dana había dicho sobre él y su prejubilación forzada del ejército.

—Bueno, creo que entre sus perros y mi empujón, has debido de formarte una impresión extraña de los Perugorria —dijo Carlos.

—Para nada. —Traté de sonreír—. Me lo busqué yo solito.

—El caso es que esa noche, la noche de la fiesta, tuvimos un robo en la casa. Alguien cogió algo que no era suyo… y eso nos ha hecho ponernos muy suspicaces.

Me quedé frío.

—Vaya, ¿era algo… importante?

—Lo suficiente. El caso es que pudo ser cualquiera… Es terrible. Es una situación de lo más embarazosa, porque todos los invitados eran de confianza.

Dijo eso y se quedó mirándome en silencio. Y yo sentí como si Carlos quisiera terminar la frase mentalmente: «Todos los invitados eran de confianza… menos tú».

En ese instante apareció Ane desde la casa.

—Álex, lo siento. Me he escapado un segundo para decirte que la llamada se alargará. Tenemos un comprador muy interesado en un cuadro muy caro.

—Está bien —dije mirando a Carlos y Roberto.

Nos dimos un fuerte abrazo y nos prometimos volver a vernos, «de una u otra manera. En otra fiesta». Después me despedí, más fríamente, de Carlos. «Seguro que nos veremos muy pronto» dijo con un tono que podría ser amenazante. Roberto, por su parte, no dijo ni un mísero «adiós».

Salí con Dolores por la puerta y según llegábamos al aparcamiento, pensé que aún me quedaba una baza por jugar en aquella casa.

—Oiga, Dolores, ¿le importa si le pregunto algo? Sobre la fiesta del viernes.

—Claro, señor.

—¿Recuerda verme salir de la fiesta?

Dolores frunció el ceño.

—Sí. Bueno. Tuve que acompañarle y abrirle la puerta, como a todos.

—¿Iba solo?

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