El mentiroso – Mikel Santiago

—Me ha dicho ¿Dana?, ¿se llama así?, que tu abuelo tiene algo de alzhéimer o demencia.

—Todavía no hay un diagnóstico firme, pero sí, parece que tiene algunos síntomas.

—¿Síntomas?

—Pequeños despistes, olvidos…, aunque no sabemos si son neurológicos.

—No entiendo…

—Bueno… Mi madre murió hace dos años. Tuvo un cáncer… fulminante. Fue un puñetazo para todos, pero en el caso de mi abuelo, quizá llegó a tocarle la… —Me señalé la cabeza—. He leído que podría ser algo psicológico.

—Vaya, lo siento —dijo Arruti—. En cualquier caso, tengo la obligación de llevarme el arma. Para empezar, no estaba correctamente almacenada. Y además, tu abuelo no ha renovado la licencia, y por otro lado dudo que pueda hacerlo. Tendría que multaros por ambas cosas, pero lo vamos a dejar ahí, ¿de acuerdo?

—Vale.

—Otra pregunta: ¿había tenido algún episodio parecido?

—¿Se refiere a disparar?

—En general. Ver cosas. Intrusos…

—Pero ¿es que dudan de su relato?

—No. Aunque la puerta no tiene signos de haber sido forzada. Y la ventana tampoco. Si la han abierto, ha sido un verdadero experto. O quizá estaba abierta.

—Esa ventana da al norte. Con este frío, dudo que la hayamos dejado abierta.

—Vale —prosiguió Arruti—. Solo quería asegurarme. En cualquier caso, es un hecho común. Lo del ladrón. Últimamente hay bastantes asaltos en casas.

—¿De verdad?

—Sí. Y el modus operandi se parece. Entran probando suerte. Si se topan con alguien, salen corriendo. Si no, pues al lío. Lo único raro en el testimonio de tu abuelo es el pasamontañas. Es la primera vez que lo oigo. Es bastante rocambolesco.

—Vaya.

—En fin… —dijo entonces la agente Arruti—. Las buenas noticias son que no ha pasado nada. Y no creo que ese ladrón vuelva a arriesgarse en esta casa después del susto que se habrá llevado. No es muy normal que te saquen a tiros.

—Desde luego.

En ese instante vimos llegar al agente Blanco con su linterna. Llevaba el impermeable chorreando agua.

—¡Vaya nochecita!

—¿Has encontrado algo?

Negó con la cabeza.

—Lo más probable es que saliera corriendo hacia Ilumbe. Hay un mirador a quinientos metros donde podría haber aparcado. Vamos, pero todo esto son conjeturas.

—¿Hay algún coche aparcado en el mirador? —preguntó Arruti.

Blanco negó con la cabeza.

—¿Y por el otro lado? —dije yo—. Por el camino del acantilado, hacia Bermeo, hay un viejo restaurante. Aunque creo que está cerrado.

—El mirador está más cerca —contestó Blanco—. Y estos chorizos siempre quieren el coche cerca por si pescan algo.

—De todas formas, podríamos ir a echar un vistazo —dijo Arruti.

—¿A estas horas? Ni loco —le replicó su compañero—. Ese camino es muy peligroso.

—Eso es verdad —le respaldé.

—Perdonadme, pero es que no soy de por aquí. —Arruti nos miraba a ambos—. ¿Por qué es tan peligroso?

—Por los desprendimientos —dije—. Esta zona de piedra lleva años teniendo fracturas por la erosión. ¿Ha visto las grietas que tenemos por la casa? —Señalé la gran fosa de las Kuriles, que cruzaba en diagonal el techo de la cocina.

—Estos acantilados eran una ruta muy popular los fines de semana —contó Blanco—. La gente iba de pueblo en pueblo y se paraba en el bar a tomar algo con las vistas. Pero un día un turista francés se mató en un desprendimiento. Eso tuvo muchísima controversia. Y meses más tarde, un vecino del pueblo apareció muerto en el agua. Se dice que fue un suicidio, pero la diputación no quiso arriesgarse más y puso todas esas señales de advertencia en el camino.

—Vaya. No sabía nada de eso —dijo Arruti.

En ese momento apareció Dana por la cocina. La ambulancia se acababa de marchar y dijo que iba a preparar algo rápido para cenar, ya que el abuelo debía tomarse su medicación y no podía hacerlo con el estómago vacío. Preguntó a los dos policías si querían algo.

—Puedo calentar un poco de caldo.

Arruti rehusó la invitación amablemente —«En realidad, nos vamos ya»—, pero Blanco, que estaba empapado de pies a cabeza, dijo que una taza de caldo no le vendría nada mal.

—Voy a guardar la escopeta en el coche y vuelvo ahora.

Nos quedamos Arruti, Dana y yo en la cocina.

—Por cierto, Álex, ¿cómo va la herida de tu cabeza? —preguntó la ertzaina.

—Ya apenas me duele, gracias.

—¿Y la memoria? ¿Has logrado recordar algo?

Asentí mientras trataba de pensar. Con Dana delante, debía tener cuidado con lo que decía.

—Fui a una casa a trabajar. Gure Ametsa, cerca del faro Atxur. Resulta que la dueña había sido muy buena amiga de mi madre. Me reconoció y me invitó a tomar unas copas. Por lo visto había una fiesta.

—Así que al final sí hubo una fiesta —dijo Arruti.

—¿De qué habláis? —preguntó Dana, que hasta entonces había parecido muy concentrada en lo suyo.

—Es una teoría que teníamos —expliqué—. Supongo que el viernes por la noche salí a dar una vuelta con algunos amigos. Quizá se me hizo tarde y dormí en la furgoneta, y después, de madrugada, tuve ese accidente conduciendo.

—Ah, vaya… Pero… no había nada de alcohol, ¿no? —preguntó Dana tímidamente.

Arruti se había recostado en la silla.

—No, para nada. Álex estaba bastante por debajo del límite —dijo—. Creemos que el accidente está más bien relacionado con la herida de su cabeza.

—¿Una herrida? Pensaba que eso era por el accidente.

Yo me revolví un poco en la silla. Hasta el momento, había mantenido un silencio sepulcral en torno al asunto de la herida. No me hacía mucha gracia que Dana se enterase de eso.

—En el parte de lesiones del hospital se ha anotado que su herida fue provocada por un objeto duro y puntiagudo, y que no es compatible con el accidente. Es muy posible que se la hiciera antes.

—¿Como si alguien le hubiera golpeado? —Dana seguía cortando algo sobre una tabla.

—Eso es —asintió Arruti—. Un golpe que, a la postre, pudo causar el accidente. Bueno, el golpe en sí mismo podría haber sido mortal.

En ese instante entró el agente Blanco en la cocina. Con su impermeable lleno de agua y una cara de frío importante.

—Uh… Ha bajado mucho la temperatura. Creo que ese caldo nos va a venir de perlas.

Yo aproveché la interrupción para levantarme con la excusa de ir al baño. En realidad, todo lo que quería era salir de allí y dejar de hablar de ese tema.

En el salón, mi abuelo estaba con su copa de coñac, junto a la ventana. Ahí había un tercer policía sacando huellas dactilares.

—No encontrará gran cosa —dijo el abuelo—. Seguramente el tipo llevaría guantes. Y con ese pasamontañas encima, ni siquiera habrá un pelo suyo por aquí. Aunque tampoco le veo buscarlos.

—¿Pelo? —pregunté.

—Para el ADN —dijo el abuelo—. Hoy en día, basta con una pestaña para pillar a un criminal. Un trozo de uña. Hasta sudor, he leído en alguna parte.

Esa frase me enfrió la sangre.

¡Una pestaña! ¡Sudor! ¡Yo sí que sudaba!

Estuve allí sentado, aguantando el papelón, hasta que Arruti, Blanco y el equipo de la Científica recogieron sus bártulos y nos dieron las buenas noches. Dana preguntó si no pensaban dejar una patrulla junto a la casa, pero Arruti dijo que no veían la necesidad de hacerlo. «Dudo que ese tipo se atreva a volver por aquí.»

El abuelo dijo que no tenía sueño, pero logramos convencerle de que se metiera en la cama. Le dije que dormiría en el salón a modo de guardia nocturna. Así que, para la hora bruja, la casa de Punta Margúa había recobrado la calma. Bueno, eso era un decir. Yo estaba de los nervios por ese comentario sobre el ADN.

Pero ¿en qué había estado pensando? Claro que el ADN me perseguiría. Hasta ese momento creía haber resuelto las cosas más urgentes: sacar la bolsa Arena de la vieja fábrica y hacer desaparecer el «arma del crimen». Pero ¿y el resto de mis huellas? Tarde o temprano, alguien encontraría a Félix Arkarazo yaciendo en el suelo de la fábrica. Un montañero, un mendigo o una parejita en busca de un poco de intimidad industrial. Una llamada al 112 y la Ertzaintza se presentaría en el sitio. No tardarían en darse cuenta de que allí no había ocurrido ningún accidente. Aquello era un asesinato en toda regla. Un agujero en la cocorota no es algo que te hagas de un resbalón. Se acordonaría la zona y vendría la Científica, como había dicho el abuelo. Los forenses comenzarían a rastrear el lugar en busca de pruebas. Un cabello, una huella, un trozo de piel bajo las uñas. Recordé la vomitona que no había podido contener cuando vi el muerto. Joder. La vieja fábrica era una piscina de ADN de Álex Garaikoa.

A las dos de la madrugada, seguía despierto, quemándome la vista delante del móvil. Leía y leía. Artículos sobre forenses, ADN, pruebas incriminatorias… Cómo borrar huellas dactilares. Cómo borrar tu ADN de la escena de un crimen. La dark web estaba llena de artículos al respecto. Incluso había unos tipos que se anunciaban como «limpiadores profesionales de cadáveres». Estuve tentado de pedir un presupuesto.

¿Qué tenía que hacer? ¿Volver a ese maldito lugar y pasar la aspiradora? ¿Poner una bomba? ¿Hacer desaparecer el cuerpo? Esta última me pareció una buena opción durante un rato. Sin cadáver no habría asesinato ni sospechoso. Pero ¿cómo hacerlo? Podría llevar unas cuantas latas de gasolina y hacerlo arder en la propia fábrica, aunque no tenía claro si eso eliminaría la conexión entre el muerto y mi ADN. También podía moverlo, llevarlo a otra parte, descuartizarlo y disolverlo en ácido como en Breaking Bad.

Todo esto, contando con que nadie lo hubiera hallado aún.

Soplaba un viento silbante, embrujado, y yo intentaba pensar en todo esto sumido en una gigantesca tormenta mental que mezclaba el miedo, la culpa y la sensación de que era un verdadero idiota por no haber caído antes. La grieta de mi habitación se había ensanchado. ¿Se estaba rompiendo la casa por fin? ¿Moriríamos los tres sepultados por el viejo tejado? La ansiedad alcanzaba cotas deliciosas.

Estuve caminando a orillas de la neurosis un rato. Pensé en suicidarme, después intenté relativizarlo todo: quizá la cárcel no fuera para tanto. Pero luego, no sé cómo, logré relajarme. Planeé ir la noche siguiente otra vez a la antigua fábrica. Mover el cuerpo de Félix era, sencillamente, demasiado arriesgado. Había muchísimas cosas que podían salir mal. Así que opté por una limpieza a fondo. Y con esa decisión en mente, por fin me dormí.

Esa noche tuve un sueño extraño. Yo estaba en la fábrica Kössler, caminando a tientas en la oscuridad. Entonces me encontraba con el muerto, con Félix, pero había alguien más a su lado. Una mujer rubia, de unos cuarenta, guapa, con una nariz recta y muy bonita.

—¡Eh! Tú eres la chica de los mildronates, ¿no?

Ella no decía nada. Solo me miraba con los ojos tan grandes como dos huevos. En ese instante lo notaba. Había alguien a mi espalda. Me daban un golpe y caía al suelo.

4

Dolores, la empleada doméstica de los Perugorria, me esperaba al final del sendero de entrada, junto al aparcamiento. Me hizo una señal para que metiera el Mercedes junto al Porsche Cayenne. Después, cuando salí, me miró con una media sonrisa. Supongo que se le pasaban un montón de chistes por la cabeza, pero se limitó a ser cortés.

—Acompáñeme.

Mientras nos dirigíamos a la casa observé la pequeña vivienda que había al fondo del terreno, en busca de ese «hombre escalofriante».

—¿No está Roberto? —pregunté.

—No lo sé, señor —respondió ella.

Subimos las escaleras y entramos en aquel elegante salón de mis recuerdos. Volví a sentir un cosquilleo en la nuca. Allí estaba Carlos Perugorria, de pie, con una camisa color blanco a juego con su sonrisa radioactiva. A su lado, sentada en el reposabrazos de un sofá color regaliz, había una mujer. Nuestra llegada interrumpió su conversación y entonces ella se giró. Lo primero que supe al verla fue que la conocía, y no solo de una semana atrás. De pronto, al ver ese rostro, llegaron a mí imágenes que parecían grabadas con una cámara Super-8. Recuerdos de veranos eternos, cielos azules y paseos por la playa. Tardes aburridas de lluvia o mediodías radiantes tostándome en la arena. Fantásticos combates en las olas, accidentes con bicicletas y heridas en las rodillas.

—¡Ane!

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