El mentiroso – Mikel Santiago

La caja de alarma estaba instalada junto al tejado. Parecía un poco vieja y no tenía ninguna pegatina de empresa. Bueno, ser jardinero te da ciertos conocimientos sobre estos temas, y a mí me pareció que aquello era un elemento disuasorio, sin más. Por el estado del jardín, Félix parecía del tipo «vivo en un chalé pero me duele pagar el mantenimiento». Y una alarma conectada costaba un dinero. Quizá tuviera suerte con eso.

Me puse en pie. La ventaja de aquel seto tan alto era que ahora ya podía caminar con libertad. Fui hasta el portón del garaje y lo observé. Era de esos basculantes a dos hojas, y además tenía una cerradura muy simple. Podría usar mi palanca de metal para deformar un lado y reventar el cierre, que seguramente era con un brazo interior. Era una opción, pero escandalosa. Antes de usar la fuerza bruta, preferí investigar alguna alternativa. Me dirigí por unas escaleras hasta la entrada principal de la casa, una puerta de madera con un aldabón hortera a más no poder. Levanté el felpudo. Nada, claro, esto hubiera sido demasiado fácil, aunque estaba casi seguro de que Félix escondería una llave por allí. Un hombre solo, sin familia, tiene que asegurarse de tener una copia de la llave de su casa disponible por si le roban o la pierde.

Salí afuera. Había algunos tiestos a los lados de la escalera. Los observé con detenimiento y elegí el más pequeño. Eureka. Allí estaba la llave.

Abrí la puerta sin necesidad de girar la llave ni una sola vez. Estaba cerrada con el resbalón, como se suele decir, y aquello me pareció extraño. Todo estaba siendo demasiado fácil. Junto a la puerta había un panelito de plástico que contenía el teclado de la alarma. Tal y como me había supuesto, estaba desconectada.

Encendí la linterna del móvil. La frontal iluminaba demasiado y no quería arriesgarme a que algún paseante nocturno avistase una luz danzando a través de las ventanas. La entrada del chalé daba a un salón que estaba prácticamente desnudo. Un sofá (de Ikea), un televisor de plasma y muchos libros apilados en torres en el suelo. Un teléfono también en el suelo, junto a una lámpara de pie, venía a completar todo el mobiliario del salón. Ni un cuadro en las paredes, ni una alfombra. Era raro. Por lo que sabía, Félix llevaba una buena temporada viviendo allí, pero uno diría que el tipo acababa de mudarse esa misma semana.

Fui a la cocina y empecé por mirar la nevera. Dicen que el interior de una nevera revela mucho de su dueño. En la de Arkarazo había un yogur y un plátano pocho. El resto de su cocina era como un himno a la desidia. Una sartencita con aceite casi negro te daba la pista definitiva: los mejores amigos de Félix debían de ser Oscar Mayer y el Capitán Iglo. Un calendario de mujeres en bikini. Una botella de whisky por la mitad y un cenicero desbordado de colillas. ¿Así vivía un escritor best seller? Pues vaya mierda.

El resto de la primera planta no incluyó ningún descubrimiento más. Un cuarto de baño y una salita donde Félix guardaba su mayor secreto en lo que a salud se refería: una bicicleta estática. Después encontré una puertecita que conectaba con un garaje no muy grande. Allí no había coche. Solo una segadora Outils Wolf, una mesa de ping-pong plegada y unos estantes llenos de herramientas, botes de pintura, etcétera. Eso me llevó a preguntarme por el coche de Félix. ¿Quizá es que no conducía? En ese caso había elegido un sitio terrible para vivir.

Salí de allí y subí a la segunda planta. El dormitorio de Félix iba en la línea minimalista de la decoración del salón. Una cama deshecha, un armario de Ikea y un montón de ropa por el suelo. Había un par de libros, a modo de mesita de noche. Sobre ellos, otro cenicero con colillas. Dos de ellas tenían impregnado el color de un pintalabios rosa en su filtro. ¿Una mujer en la vida de Félix? ¿Quién?

Investigué el armario. Aquí es donde Félix se gastaba la pasta. Había cantidad de ropa: trajes, camisas, tenía un cajoncito de cinturones y un corbatero con casi una veintena de piezas de calidad. Abrí unos cuantos cajones hasta que di con un pequeño botiquín. Encontré una caja de preservativos abierta, faltaban tres. Sí, definitivamente, el tipo tenía algún lance sexual. En otro cajón había medicinas normales, nada fuera de lo normal: paracetamol, ibuprofeno, jarabe para la tos…

El dormitorio tenía un cuarto de baño anexo. Entré y lo registré un poco. Bañera con hidromasaje, toallas con olor a necesitar un lavado. Aquí hice un buen hallazgo de un armarito tras el espejo: una bonita colección de tranquimazines y dormidinas como para hacer dormir a todo un circo de elefantes. ¿Problemas de insomnio, Félix? Pero lo más interesante fue encontrar una caja de kamagras, la viagra india: ilegal en Europa, más barata, mejor, y cuyo distribuidor «no autorizado» en la zona de Ilumbe era… yo.

¿Félix era mi cliente? No me sonaba de nada.

Salí de allí. La habitación contigua estaba medio vacía: una cama y una cómoda de estilo rústico donde solo había juegos de sábanas y mantas polvorientas. El siguiente dormitorio estaba pelado, ni un mueble. ¿Dónde estaba el almacén de los secretos de Félix?

Solo me quedaba una puerta al fondo del pasillo y un rápido cálculo mental me llevó a darme cuenta de que debía de ser esa habitación con terraza que había visto desde el jardín.

Nada más abrir la puerta advertí dos cosas. La primera es que lo había encontrado, aquel era el despacho del escritor. La segunda es que alguien había pasado por allí antes que yo.

Estaba todo patas arriba.

Me quedé quieto junto a la puerta, observando aquel desastre y sintiendo un sudor muy frío por la espalda. El suelo estaba cubierto de libros, papeles, fotografías… Alguien se había dedicado a abrir todos los cajones, carpetas y cajas que había en aquella habitación.

«Faltaban su cartera, su móvil… Sus llaves.»

Esa sensación eléctrica que llevaba conmigo desde la noche anterior se reforzó. Es como si me hubieran inyectado otros mil amperios de potencia entre las paredes del culo. Aquello confirmaba que estaba tras la pista correcta: alguien había asesinado a Félix Arkarazo por algo que él sabía. Un secreto sobre la muerte de Floren. Alguien lo mató por ello, le robó la cartera, el teléfono móvil y las llaves, y vino a su casa, quizá la misma noche de su asesinato, en busca de ese secreto. ¿Lo habría encontrado?

Me agaché y recogí un papel del suelo. Era un contrato escrito en inglés. Un contrato entre la agencia literaria Rosa O’Shea y una editorial llamada Iruzuki Publishing: una cesión de derechos para la traducción al japonés de El baile de las manos negras. Veinticinco mil euros de anticipo. Seguí la pista del documento —había unos cuantos iguales: contratos de traducciones, adaptaciones audiovisuales y demás— hasta una carpeta que llevaba el título de «Contratos escritor». Félix solo había publicado una novela, pero en aquella carpeta había por lo menos una treintena de copias, casi todas del año 2016. Si todas valían lo de la japonesa, estábamos ante un pastón considerable. ¿Y aun así se compraba los sofás en Ikea?

Algo no encajaba.

Arrodillado sobre ese caos de documentos, empecé a buscar algo con la sensación de que sería inútil. Aun así pasé por lo menos veinte minutos revisando los papeles del suelo. Después me levanté. Había una carpeta abierta sobre su escritorio. Dentro había impresos y notificaciones. Esta vez no eran editoriales extranjeras, sino una institución de casa, de toda la vida. Hacienda. Y aquí es donde las cosas comenzaron a cobrar algo de sentido para mí.

Las cartas venían de Hacienda. Hablaban de auditorías, aclaración de movimientos… No es que yo fuese un entendido en movidas con el fisco, pero aquellas cartas dejaban muy claro que Félix no estaba en el mejor punto en su relación con el «bien común». Cogí una carta en que se leía la palabra «resolución» y la leí:

[…] otros gastos de empresa ilegítimos, la adquisición del inmueble sito en la calle Kukulumendi, número 10 […].
[…] por lo que se le reclama la cantidad de 230.450 euros en concepto de retrasos en la tributación del IRPF más un recargo de […].

«230.450 euros —pensé—. Jo-der.»

La carta estaba fechada el 10 de diciembre del año pasado y lo que más o menos se podía entender es que Félix Arkarazo había utilizado una empresa fantasma para eludir impuestos y que Hacienda le había pillado con el culo al aire. Y le reclamaban una fortuna por ello.

Seguí buscando y removiendo. Facturas y más facturas. Cosas que al parecer estaban pendientes de pago. Avisos por demora. Incluso había una carta del Club en la que se reclamaban las cuotas del segundo semestre de ese mismo año. Vamos, que Félix pasaba un momento complicado financieramente. Hacienda le estaba mordiendo el trasero.

Pero, aparte de eso, no había nada que pudiera parecerse a un apunte de escritor o un manuscrito. Félix estaba preparando una nueva novela. ¿Dónde la escribía? Debía de haber un cuaderno de escritor, una carpeta, un ordenador. ¿Quizá se habían llevado su ordenador? Algo me decía que no. No era allí donde Félix Arkarazo guardaba sus secretos.

«Este no es el sitio.»

Estuve mareando aquellos papeles un poco más, y cuando ya pensaba que me iba a ir de allí con las manos vacías, pasó algo.

Un ruido me hizo detenerme en seco. Un zumbido eléctrico potente. Un BEEEEEEEP que invadió la planta baja de la casa. El susto fue tal, que dejé de respirar durante un buen rato. ¿Qué era eso? ¿La alarma? Después volvió a sonar. BEEPBEEP y me di cuenta de que era el portero automático.

Alguien estaba llamando al intercomunicador. ¿Es que me habían visto? ¿Quizá era la policía?

Me quedé petrificado, intentando pensar. Quizá fuera un familia o un amigo. Alguien que echaba de menos a Félix. Fuese quien fuera, no tenía la llave de la casa. No podía entrar. Pensar en esto me desbloqueó un poco las piernas. Tenía que echar un vistazo. Me deslicé hasta la puerta y me dirigí escaleras abajo. La casa tenía un videoportero automático. Quizá pudiera ver quién llamaba.

Otro BEEEP según terminaba de bajar las escaleras. Llegué a la puerta. Me acerqué a la pantalla del videoportero. Y entonces vi una cara.

Solo duró un instante, porque se movió rápidamente —se habría cansado de tocar el timbre—, pero esa cara me resultó muy familiar. Una chica rubia, con una nariz de Cleopatra imposible de olvidar: era la misma chica que me había pedido los mildronates la noche del viernes. Era esa tal Irati. ¿Qué demonios estaba haciendo en casa de Félix?

Fui a la cocina y me acerqué a la ventana que daba a la parte frontal. Si hubiera un coche junto a la casa, vería sus focos. Pero no se veía ni se oía nada. La chica debía de ir andando o en bicicleta. No me paré a pensarlo. Salí a todo correr, con cuidado de no hacer ruido con la puerta. Crucé el jardín y llegué hasta mi pequeño agujero en la verja. Me deslicé por él y después fui con cuidado hasta la esquina y me asomé. Irati se alejaba por el camino, en dirección a la curva. No iba demasiado rápido. Caminaba con los brazos cruzados, pensativa. Yo salí de allí, por la carretera, y la seguí a cierta distancia. ¿A dónde iba andando? ¿También habría aparcado el coche en alguna parte?

Enseguida lo comprendí todo. Al doblar la curva, según enfilaba el siguiente tramo recto de la carretera, vi cómo sacaba unas llaves del pantalón. Se dirigió al portón de madera del primer chalé que aparecía a la derecha del camino. Lo abrió y se metió dentro.

Irati era la vecina de Félix Arkarazo.

Esperé dos largos minutos antes de seguir andando. Al pasar, eché un vistazo al buzón del número 9 de Kukulumendi. Había dos nombres. Uno de ellos era Irati Jiménez Galán.

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