El mentiroso – Mikel Santiago

Era cierto. Ese miércoles 30 se cumplía un año de mi casiahogamiento en aquella misma playa, aunque aquella tarde hacía mucho más calor —uno de esos miniveranos que cada día son más comunes en la costa vasca—. Yo había subido a la ermita de San Pedro de Atxarre y había descendido por el lado del mar. Hacía calor y me encontré aquella playa preciosa, Laga, donde solo había unos cuantos surferos cabalgando sobre las olas.

Llevaba una buena sudada y me apeteció darme un baño. No supe apreciar el peligro de esas olas brutales y esa resaca espumosa color arena. Fui sorteando las olas por debajo, nadando mar adentro para evitar la rompiente y, cuando quise darme cuenta, una poderosa resaca me tragaba mar adentro.

Hice todo lo que debes hacer para morir ahogado: me puse nervioso y empecé a nadar desesperadamente y en línea recta hacia la playa… Cuando ya llevaba unos cinco minutos haciéndolo, comencé a sentir calambres, a tragar agua…, estaba a punto de morir de una forma bastante estúpida cuando apareció por allí una surfera vestida con su neopreno negro. Cualquier otro hubiera sido bienvenido (un surfero calvo y con perilla, por ejemplo), pero que fuese Erin elevó el momento a la categoría de «aparición celestial». Me gritó: «¡Cógete de la tabla!», y lo hice, sin dejar de toser agua y darle las gracias.

«No hables. Respira.»

Un par de surferos salieron a la playa con nosotros. Se aseguraron de que no me moría y me pusieron unas toallas encima para que entrase en calor. Uno de ellos era Joseba, el padre de Erin. Fue él, en realidad, el que me invitó a su casa.

«No podemos dejarte aquí con el susto que llevas en el cuerpo. Anda, no hay nada que no se arregle con un buen chocolate caliente.»

Erin y su padre eran amantes del surf (Mirari no era muy fan del agua), y solían pasar algunos fines de semana en una cabaña de madera, muy cerca de la playa. La cabaña estaba «instalada» en las faldas de la montaña, por la misma senda por la que había bajado. Era una de esas casas modulares, como cajones, que se instalan de una pieza, con una base de pilastras de madera. Resultó que Joseba era el arquitecto que las diseñaba. También era el fundador de una empresa, Edoi Etxeak, que se dedicaba a construir y vender casas y edificios de madera por todo el mundo. Eran los líderes absolutos de su sector en España. O sea, que les iba de cine y ganaban dinero a carretas.

De todo esto me enteré esa misma tarde, al calor de una chimenea y con una taza de chocolate en las manos. Joseba era un gran conversador y yo me mostré muy interesado por todos los detalles del negocio de las casas modulares. En serio: de verdad estaba interesado, pero también es cierto que cualquier excusa era buena para seguir allí, sentado tan a gusto al lado de su bellísima hija. Reconozco que estaba hechizado con Erin. Tan guapa, silenciosa, tan misteriosa. Ella se dedicaba a mirarme sin decir palabra, como si todo aquello la divirtiera de lo lindo. A fin de cuentas, yo era su pesca de esa mañana. Me había sacado de las aguas y le pertenecía. Se lo dije así, a modo de chiste, cuando me condujo hasta la casa de Punta Margúa, a última hora del día.

«Ahora que me has salvado la vida, te debo la mía. Puedes hacer conmigo lo que quieras.»

«¿En serio? Vale —dijo divertida—. Pues dame algo de tiempo para pensarlo.»

Esa noche, cuando nos despedimos, me quedó la sensación de que había saltado alguna chispa entre Erin y yo. Solo era una sensación, pero rápidamente me quité esa idea de la cabeza. A una belleza como ella no se le había perdido nada en mi jardín. Además, a menos que regresara a esa playa a intentar ahogarme otra vez, pensé, no volveríamos a vernos nunca más.

Me equivocaba en ambas cosas. Esa misma noche, según yo relataba mis desventuras playeras en la cocina de Villa Margúa, recibimos una llamada telefónica de la casa de los Izarzelaia.

«Cuando mi hija me ha explicado dónde vivías —dijo Mirari—, he sabido que debías de ser tú, el hijo de Begoña Garaikoa.»

Y así supe que Mirari, la madre de Erin, había conocido a mi madre. De hecho, habían sido buenas amigas en su juventud. Y después de tantos años, el mar nos había hecho encontrarnos otra vez.

Una hora más tarde estábamos ya en la cabaña, desnudos bajo un vaporoso chorro de agua. Erin había encendido unas velas aromáticas, puesto música de Otis Redding y me estaba dando un magnífico masaje de espalda. Empezó a frotarme con la esponja muy suavemente, de arriba abajo, hasta que tuve la espalda bien enjabonada. Entonces se centró en mi trasero. Y después de eso, pasó la esponja a la parte delantera y se topó con la barrera levantada.

—Uy… ¿Y esto?

—Esto es un regalito de aniversario.

Castigado de cara a la pared, dejé que Erin me hiciera aquella deliciosa manualidad con aroma a champú hasta que ya no pude más.

—¡Para, para…!

—¡¿Qué?!

—Es que el surf me ha dejado hecho polvo, Erin. Creo que solo tengo un cartucho.

—Vale, pues vamos a gastarlo.

Salimos de la ducha y nos dejamos caer sobre la cama del dormitorio principal. Las cortinas abiertas. ¿Qué importaba? Solo nos podían ver desde allí las gaviotas.

La cabaña estaba situada sobre la playa de Laga, con su terraza sustentada por unos pilares vertiginosos entre los árboles. Era una maravilla del mimetismo, al estilo de la famosa casa en la cascada de Frank Lloyd Wright. Mucha gente se paraba en la carretera para sacarle fotos. Era casi como un cartel publicitario de la empresa de Joseba.

Erin se me colocó encima y yo le pregunté por un preservativo. Resultó que nos los habíamos dejado en el coche, así que lo hicimos jugándonosla un poquito. Y pasó el clásico accidente que suele pasar con la marcha atrás.

—¿Estás seguro? —preguntó ella al terminar.

—Joder. Nunca se puede estar del todo seguro. Pero creo que no.

Erin se tumbó mirando al techo.

—Si me dejas embarazada, tendrás que casarte conmigo —dijo con voz de estar bromeando.

Se rio. Yo también, aunque el comentario me recordó la escena de la casa de Leire y Koldo, y el asunto de los bebés.

—Oye, ¿podemos hablar de eso?

—¿De qué?

—De lo del bebé. El otro día lo mencionaste en casa de Leire y… Bueno…, me sorprendió un poco. ¿De verdad te lo planteas?

—No sé. Por un lado me da mucho miedo. Por el otro… ya tengo casi treinta.

—Vale. Claro.

«Glups.»

—Y ¿qué piensas tú de eso?

—¿Yo? Bueno. No lo había pensado realmente.

—Los tíos no soléis pensarlo. Aunque ponéis todos los medios, eso sí.

—¡Oye, que lo de la marcha atrás no se me ha ocurrido a mí solo! —protesté.

Erin se rio.

—¿Te gustaría tener familia?

—Sí… Yo crecí solo, con mi madre, y me moría de envidia cuando veía esas grandes familias reunirse en Navidad. Pero me da miedo ser un padre cabrón.

—¿Un padre cabrón?

—Mi padre biológico me abandonó. Después tuve un padrastro que me amargó la vida. No sé. Temo convertirme en otro desperdicio de padre.

—Bueno, el hecho de que te lo plantees ya dice mucho de ti, Álex.

Erin se me abrazó y yo me quedé quieto, mirando las copas de los árboles a través de una claraboya que quedaba justo encima de la cama.

—Yo, cuando era niña, solo quería eso: hermanos, hermanas… —dijo ella—. Mis padres solo pudieron tenerme a mí y fue casi de milagro. Al parecer mi madre tenía un problema en el útero. Creo que, durante un tiempo, pensaron en adoptar… pero al final no lo hicieron.

Nos pusimos a preparar la cena. Erin había ido a comprar el menú a una de las mejores pescaderías del valle. Almejas de carril, que íbamos a hacer en salsa verde, unas navajas al limón y dos cigalas. Y para regar semejante tesoro, un albariño, cómo no. Erin se había puesto el delantal y manejaba los pucheros, así que me mandó encargarme del postre en la Thermomix.

—Hay un libro de recetas en el salón. Ve a buscarlo.

La cocina y el salón estaban separados por un muro de metacrilato. Eso —como ya sabía ahora que era un miniexperto— transportaba la luz, pero compartimentaba la temperatura. En el salón, un fuego recién encendido cogía fuerza en la chimenea. El resplandor de una rodaja de luna se reflejaba en el mar y daban ganas de cenar en la terraza de madera, pero soplaba una brisa fría.

Me acerqué a la estantería en busca del libro de recetas. Era un mueble de roble precioso, con unos pequeños leds incorporados que iluminaban cada estante. Había allí libros de todo tipo: arquitectura y decoración, sobre todo; libros sobre niños y educación y algunas novelas apiladas en el estante del medio. Empecé a ojear los lomos en busca del libro de recetas cuando de pronto tuve una intuición. «Escritor.» Me centré en ese estante de novelas. Casi todo eran autores vascos como Atxaga, Toti Martínez de Lezea, Alaitz Leceaga, Ibon Martín… Fui mirando los libros uno a uno, hasta que me fijé en un volumen que quedaba justo al final. La portada representaba una foto de un pueblo muy parecido a Ilumbe y el título, en letras romanas, decía El baile de las manos negras. Había algo en ese libro que sonó como una campanilla en el interior de mi cabeza. Su autor, desconocido para mí, era un tal Félix Arkarazo. Y eso volvió a resonar como un pequeño aldabón en alguna parte de mi memoria. Con el pulso acelerado y la mano temblorosa, saqué el volumen de la estantería y le di la vuelta. Había una foto en la contraportada.

El escritor aparecía vestido con una guerrera, con un fondo de pinos que podría ser cualquier sitio verde del mundo. Era el mismo tipo delgado, con nariz en pico y negras barbas que yo recordaba muerto sobre el suelo de la fábrica Kössler. Solo que en la foto sonreía. Jamás me lo había imaginado sonriendo.

—¿Álex? —llamó Erin desde la cocina—. ¿Lo has encontrado?

¿Sabes esas veces en las que sigues quieto, pero parece que estés viajando a mil kilómetros por hora? Así era como me sentía. Absolutamente petrificado mientras una suerte de huracán rugía a mi alrededor.

Félix Arkarazo (Ilumbe, 1965) es un periodista y escritor vizcaíno. Tras una carrera como articulista político y de sociedad, se estrena con su primera novela, El baile de las manos negras, una crónica atemporal de personajes, pasiones y terribles secretos que subyacen bajo la aparente normalidad de una pequeña comunidad costera.

—¿Estás ahí?

—¡Sí! Ahora voy… —dije mientras devoraba aquella contraportada.

«¡Más de cien mil lectores!»

«El libro del año, probablemente. El País

«Una de las historias más apasionantes que he leído jamás. Cultura hoy

Volví a la cocina con el libro en las manos, medio mareado. Erin estaba a punto de sacrificar dos cigalas en un puchero de agua hirviendo.

—He encontrado este libro. Parece interesante, ¿te lo has leído?

—¿Qué libro? —dijo ella sin mirar.

El baile de las manos negras.

—¡Ah! Todo el mundo en Ilumbe se lo ha leído. —Metió la primera cigala en el agua hirviendo—. ¡Ay! Qué pena me dan. Pero después están riquísimas…

—Parece que vendió un montón —dije—. ¿De qué va?

—Bueno, es una novela del estilo de…, no sé. ¿Conoces Atando cabos de Annie Proulx?

—No.

—Es un estilo, aunque mucho peor. La historia de un tipo que llega a un pueblo a trabajar en un café y comienza a conocer a los personajes de la zona. El pueblo del libro se llama Kundama, un nombre imaginario, claro. El autor se refiere a Ilumbe todo el rato.

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