El mentiroso – Mikel Santiago

Nos pusimos a preparar la cena. Erin había ido a comprar el menú a una de las mejores pescaderías del valle. Almejas de carril, que íbamos a hacer en salsa verde, unas navajas al limón y dos cigalas. Y para regar semejante tesoro, un albariño, cómo no. Erin se había puesto el delantal y manejaba los pucheros, así que me mandó encargarme del postre en la Thermomix.

—Hay un libro de recetas en el salón. Ve a buscarlo.

La cocina y el salón estaban separados por un muro de metacrilato. Eso —como ya sabía ahora que era un miniexperto— transportaba la luz, pero compartimentaba la temperatura. En el salón, un fuego recién encendido cogía fuerza en la chimenea. El resplandor de una rodaja de luna se reflejaba en el mar y daban ganas de cenar en la terraza de madera, pero soplaba una brisa fría.

Me acerqué a la estantería en busca del libro de recetas. Era un mueble de roble precioso, con unos pequeños leds incorporados que iluminaban cada estante. Había allí libros de todo tipo: arquitectura y decoración, sobre todo; libros sobre niños y educación y algunas novelas apiladas en el estante del medio. Empecé a ojear los lomos en busca del libro de recetas cuando de pronto tuve una intuición. «Escritor.» Me centré en ese estante de novelas. Casi todo eran autores vascos como Atxaga, Toti Martínez de Lezea, Alaitz Leceaga, Ibon Martín… Fui mirando los libros uno a uno, hasta que me fijé en un volumen que quedaba justo al final. La portada representaba una foto de un pueblo muy parecido a Ilumbe y el título, en letras romanas, decía El baile de las manos negras. Había algo en ese libro que sonó como una campanilla en el interior de mi cabeza. Su autor, desconocido para mí, era un tal Félix Arkarazo. Y eso volvió a resonar como un pequeño aldabón en alguna parte de mi memoria. Con el pulso acelerado y la mano temblorosa, saqué el volumen de la estantería y le di la vuelta. Había una foto en la contraportada.

El escritor aparecía vestido con una guerrera, con un fondo de pinos que podría ser cualquier sitio verde del mundo. Era el mismo tipo delgado, con nariz en pico y negras barbas que yo recordaba muerto sobre el suelo de la fábrica Kössler. Solo que en la foto sonreía. Jamás me lo había imaginado sonriendo.

—¿Álex? —llamó Erin desde la cocina—. ¿Lo has encontrado?

¿Sabes esas veces en las que sigues quieto, pero parece que estés viajando a mil kilómetros por hora? Así era como me sentía. Absolutamente petrificado mientras una suerte de huracán rugía a mi alrededor.

Félix Arkarazo (Ilumbe, 1965) es un periodista y escritor vizcaíno. Tras una carrera como articulista político y de sociedad, se estrena con su primera novela, El baile de las manos negras, una crónica atemporal de personajes, pasiones y terribles secretos que subyacen bajo la aparente normalidad de una pequeña comunidad costera.

—¿Estás ahí?

—¡Sí! Ahora voy… —dije mientras devoraba aquella contraportada.

«¡Más de cien mil lectores!»

«El libro del año, probablemente. El País

«Una de las historias más apasionantes que he leído jamás. Cultura hoy

Volví a la cocina con el libro en las manos, medio mareado. Erin estaba a punto de sacrificar dos cigalas en un puchero de agua hirviendo.

—He encontrado este libro. Parece interesante, ¿te lo has leído?

—¿Qué libro? —dijo ella sin mirar.

El baile de las manos negras.

—¡Ah! Todo el mundo en Ilumbe se lo ha leído. —Metió la primera cigala en el agua hirviendo—. ¡Ay! Qué pena me dan. Pero después están riquísimas…

—Parece que vendió un montón —dije—. ¿De qué va?

—Bueno, es una novela del estilo de…, no sé. ¿Conoces Atando cabos de Annie Proulx?

—No.

—Es un estilo, aunque mucho peor. La historia de un tipo que llega a un pueblo a trabajar en un café y comienza a conocer a los personajes de la zona. El pueblo del libro se llama Kundama, un nombre imaginario, claro. El autor se refiere a Ilumbe todo el rato.

—Lo he supuesto por la foto.

—Lo mismo pasa con sus personajes —dijo Erin—. Félix les puso nombres imaginarios, pero todo el mundo los reconocía. Ahí está el primer problema. El libro es un gran plagio de la vida real.

—¿Qué quieres decir? ¿Usó personas reales?

Erin asintió.

—Eso es. Fue un escándalo. Cogió todos los chismes y cotilleos del pueblo y los puso en su novela.

—¿En serio? ¿Como qué?

—Oye, ¿has encontrado la receta del sorbete?

—No… Ya voy.

Volví al salón sintiendo el corazón a mil por hora. Dejé el libro de Félix Arkarazo sobre uno de los sofás que había frente a la chimenea. Eché una última mirada a su foto, como si no acabara de creérmelo. Pero era él, no tenía ninguna duda. De pronto encajaba como un guante en mis recuerdos. Yo había hablado con ese tío el viernes por la noche, en algún lugar. Y después, por muy increíble que me pareciera, lo había matado.

Durante la cena, sentados en una mesita con vistas al océano y dos velas, estaba realmente distraído. No podía parar de pensar en todo eso, y de mirar el libro de reojo.

—Álex, ¿te pasa algo? —dijo Erin en determinado momento—. Llevas toda la cena sin decir una palabra.

—Qué va…, estoy un poco cansado. Eso es todo.

—¿No será por eso que hemos hablado de los bebés?

—¿Qué? No, no tiene nada que ver con eso.

—¿Seguro? Ha sido hablar de ese tema y que te pongas muy raro.

—Ahora mismo no tengo la cabeza muy en su sitio, Erin, perdona.

—Vale. —Me cogió la mano en un gesto cariñoso—. Espero que si te pasa algo por la cabeza, me lo cuentes, ¿vale? Sea lo que sea, Álex. Quiero que podamos ser sinceros el uno con el otro.

El hombre muerto. Félix. La boca abierta. El golpe en la cabeza.

—De acuerdo. Oye, quizá esta noche prefiera volver a casa.

Noté que ella se quedaba un poco sorprendida por aquello. Pero después no puso pegas.

—Claro. Tomemos el postre y te llevo.

Era nuestra cena de aniversario y la estaba jodiendo bastante. Pero solo fue el principio. Intenté centrarme en la conversación. Teníamos que reorganizar nuestra escapada a Francia. Además, Erin llevaba meses planeando un viaje por los Estados Unidos y nos dedicamos a hablar de eso mientras tomábamos el sorbete que había preparado —con bastantes pocas ganas— en la Thermomix. La idea era volar hasta Los Ángeles y alquilar allí una autocaravana. Durante las largas vacaciones que Erin tenía como maestra podríamos visitar todos los paisajes naturales de la Costa Oeste, incluido Yellowstone. El precio de este sueño rondaba los cinco mil euros, de los cuales yo no podía aportar ni siquiera el billete de avión a Madrid.

—No te preocupes por eso —dijo ella.

—Sí me preocupo. Me gustaría poder pagarme mi propia vida.

—Pero tenemos el dinero, Álex, ¿por qué te preocupas? Si no lo tuviera, no haría este plan. Además, ¿tú no me invitarías a mí en el caso contrario?

—Creo que ese caso no se dará nunca, Erin. Solo soy un jardinero.

—Bueno —dijo ella—, eso no lo sabes.

Terminamos de cenar, recogimos en silencio, tensionados por esa conversación. Pensé que la cena había sido un desastre por mi culpa. Encontrar ese libro no había ayudado en nada precisamente.

—¿Me lo puedo llevar? —dije antes de que saliéramos por la puerta.

Esa noche, cuando Erin me dejó en Punta Margúa, estaba revuelto, nervioso… Era cerca de la una de la madrugada, pero sabía que no podría pegar ojo. Me metí en la cama, encendí mi móvil y me puse a investigar en internet.

El buscador devolvió toneladas de material sobre Félix Arkarazo. Artículos y fotos que ayudaron a construir aquel relato que Erin ya me había adelantado en parte: la ópera prima de Félix Arkarazo fue el fenómeno literario del año 2014. Vendió cientos de miles de ejemplares, se tradujo a doce idiomas y una productora compró los derechos audiovisuales para una película que, al parecer, estaba a punto de completarse.

El baile de las manos negras era la descripción de un pueblo. Corrupción, infidelidades, mentiras y venganzas que por lo visto eran sumamente reconocibles en Ilumbe. El libro había destapado un polvorín de acusaciones y enfrentamientos entre los vecinos, hasta el punto de que un médico, el doctor Aranguren, había llevado a juicio a Félix por «desvelar informes médicos privados». En realidad, lo que Félix había destapado eran sus múltiples aventuras con camareras y empleadas del hogar, lo que le costó el divorcio.
Leí alguno de esos artículos que aparecían aquí y allá. En uno, del suplemento cultural de El País, el titular decía así:

FÉLIX ARKARAZO: «LOS PUEBLOS PEQUEÑOS ESTÁN LLENOS DE TERRIBLES SECRETOS»

Leí un poco el artículo. Félix se pavoneaba por su afilada pluma y la arriesgada maniobra de retratar personas reales a través de sus personajes: «Soy escritor, ¿qué se pensaban que estaba haciendo cuando me contaban todas esas historias? Para un escritor todo es material. Un escritor no deja nunca de recopilar material. Ese es nuestro trabajo».

Yo solo podía pensar en una cosa: ¿qué hacía una celebridad literaria como él en la antigua fábrica Kössler la madrugada del sábado?

No podía dormir, así que cogí el libro y bajé al salón dispuesto a pasar una larga noche de lectura. La temperatura había caído unos cuantos grados y había comenzado a llover. Entonces pensé en esa piedra ensangrentada que todavía guardaba en mi bolsa Arena. Dejé el libro sobre el sofá y bajé. Si la casa estaba fría, el garaje era como un congelador. Levanté la vieja manta polvorienta y abrí la bolsa Arena. Todavía envuelta en una bolsa de plástico estaba esa piedra. La cogí y la sopesé en la mano derecha. ¿Cómo había sido? ¿Un golpe seco? ¿Varios?

Subí de nuevo y salí al jardín. Caminé hasta la valla. Abrí la cancela y seguí adelante. Tan lejos de la casa, sin la presencia de ninguna farola, aquello era la negrura más absoluta. Solo yo, el mar y algunas estrellas que aparecían entre las nubes.

Me acerqué al borde del acantilado. Abajo se podían ver los crespones de las olas rotas contra la pared de roca. Saqué la piedra de su bolsa.

«No sé por qué estabas allí, esa noche, Félix Arkarazo. No sé qué demonios pasó entre nosotros. Pero está claro que no fue nada amigable.»

Cogí impulso y la lancé al vacío. Me pareció oírla golpeándose ahí abajo, en el infierno de arrecifes y rocas.

Había destruido la prueba del crimen. Pero me di cuenta de que eso no sería suficiente. Mientras no supiera qué había ocurrido en esa fábrica el sábado de madrugada, seguiría a merced de los acontecimientos.

3

—¡Arriba, chico!

Dana estaba frente a mí, vestida con su bata de color verde y el pelo revuelto. Yo estaba repantigado en uno de los sofás del salón. Me había quedado dormido allí, con la luz de lectura encendida y el libro de Félix Arkarazo abierto encima.

—¿Qué hora es?

—Las siete de la mañana.

—¿Tan pronto? —dije, mientras notaba una leve tortícolis.

Dana cogió El baile de las manos negras de mi regazo.

—Vaya…, este libro.

—¿Lo conoces?

—Oh, claro. Todo el mundo en este pueblo lo conoce, por desgrracia —dijo misteriosamente—. Voy a hacerme un café. ¿Quieres uno?

Seguí a Dana hasta la cocina. Sacó una lata de café de la nevera y se puso a molerlo. Afuera había un cielo gris oscuro. Unas gaviotas revoloteaban sobre la casa. Me senté en una silla de madera, fría.

—Sabes que no leo mucho, pero me he tragado casi doscientas páginas. Es bastante entretenido.

—¿Conoces la historia de ese libro? —dijo Dana.

—Erin me contó un poco. ¿Tú te lo has leído?

—Sí, clarro —dijo mientras ponía la cafetera al fuego—, ya tiene unos años.

Dana comenzó a exprimir naranjas. Yo corté pan en rebanadas y lo coloqué sobre una sartén. Cuando todo estuvo listo nos sentamos a desayunar en la mesa de la cocina. Estaba muerto de frío y el café me entró estupendamente. Seguía con el libro sobre la mesa. Dana lo levantó y miró la fotografía de Félix.

—Ese hombre es un monstruo —dijo—. Fue algo inmorral lo que hizo.

—¿Inmoral?

—Aprovecharse de todas esas historias. Secrretos. Cosas que le habían contado en confidencia. Hizo muchísimo daño a mucha gente.

Dana llevaba al menos ocho años viviendo en Ilumbe. Había trabajado en otras cosas antes de servir en Punta Margúa. No me extrañó que pudiera conocer la historia del libro. Pero además, parecía guardar cierto rencor hacia el asunto. Miraba la foto de Félix como si su imagen le provocase acidez de estómago.

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