El mentiroso – Mikel Santiago

Noté cómo le subían los colores al policía judicial. De pronto soltó un golpe en la mesa. Fue algo tan repentino y violento que incluso Arruti botó sobre su asiento.

—¡Basta ya de jueguecitos, Álex! —gritó Erkoreka—. ¿Me oyes? ¡Basta!

Yo me quedé clavado en la silla, lo reconozco. El tío era corpulento y tenía dos buenos brazos. Podría arrancarme la cabeza de un puñetazo, si quisiera. Aquella sala estaba insonorizada y nadie me oiría gritar.

El poli se levantó y dio una patada a su silla.

—Sabemos que es tu furgoneta, Álex —me señaló con el dedo—, lo sabemos. No hay otra igual en mil kilómetros a la redonda. ¿Me sigues? Así que basta ya de chorradas. Eres muy listo, pero no te pases.

Arruti se me acercó, bajó la voz. Es lo que llaman la estrategia del poli bueno. Uno te mete la hostia, el otro te da pomada:

—Nadie está diciendo que lo hicieras tú. Puede que fuese el ocupante de ese otro coche que llegó entre Félix y tú. Pero necesitamos que colabores con nosotros.

El bulldog volvió sobre mí.

—Dinos la verdad, Álex. ¿A qué fuisteis esa noche a la vieja fábrica? ¿Os habías citado por alguna razón?

—Quizá tú solo seas la víctima de todo esto —añadió Arruti por el otro lado.

Sabían hacer su trabajo, lo reconozco. La presión era densa y me oprimía. Tuve un pequeño acceso de ansiedad y todo. Pero descubrí, otra vez, que soy un tipo con ciertas habilidades especiales y una de ellas es aguantar la presión mejor que la media de los mortales. Lo supe en ese momento: no tenían nada más. Solo ese vídeo con una furgoneta que circunstancialmente se parecía a la mía. Estaban jugando su única baza y les estaba saliendo mal. Pero ¿y mi sangre en el cristal de la ventana? Quizá no la habían encontrado, o quizá todavía estaba siendo analizada.

Me quedé callado un buen rato. El poli daba vueltas, Arruti me miraba con una media sonrisa.

—¿No vas a decir nada?

—¿Qué quieren que diga? Me están pidiendo que identifique mi furgoneta en un vídeo grabado por la noche, sin color, en el que apenas se ve la matrícula. Estoy de acuerdo en que el modelo se parece, pero no creo que nadie pusiera la mano en el fuego por eso. Además, lo repito por séptima vez, sufro amnesia. No recuerdo nada de esa noche, yo…

El poli dio un golpe en la pared.

—¡Como vuelva a oír eso de la amnesia…!

Algo le interrumpió antes de que terminara su frase. Llamaban a la puerta con cierta urgencia. Arruti se levantó y fue a abrir. Apareció un patrullero. Detrás de él había un hombre vestido de traje. Un tipo guapo, con una mandíbula de hierro y un traje resplandeciente. Entró por la puerta y habló con un tono imperativo.

—Buenas noches, ¿se puede saber qué está pasando aquí?

—¿Y quién demonios lo pregunta? —replicó el policía judicial.

—Adrián Celaya, abogado —dijo entregando una tarjeta al poli judicial—. Creo que aquí se está llevando a cabo una irregularidad. Este joven está siendo interrogado sin la presencia de un abogado.

—Solo le hemos invitado a charlar en calidad de testigo —dijo el bulldog—. Tenemos razones para creer que estaba presente en la escena de un crimen.

—¿Está seguro de que ha sido una invitación? A mí me consta que lo han detenido. Por no hablar del grito que acabo de escuchar a través de la puerta.

—No es cierto —dijo Arruti—, en ningún momento le hemos obligado a venir.

—¿Es verdad eso, Álex? —preguntó el abogado mirándome.

Aquel abogado era como un coche nuevo. Reluciente, perfecto, incluso olía a tapicería sin estrenar. No sé de dónde había salido, pero fue como ponerme un culo nuevo. Un culo tranquilo y protegido.

—Nadie me ha puesto unas esposas, pero tampoco me pareció que tuviese otra opción.

—Intimidación —resumió el abogado.

Arruti se levantó y señaló el ordenador.

—Tenemos una grabación que puede demostrar que Álex Garaikoa estaba esa noche en el aparcamiento del polígono Idoeta.

—¿Puede demostrar o demuestra? —inquirió el abogado.

—Bueno —titubeó Arruti—, no está del todo claro.

—Entonces, creo que ya está todo dicho. Si no tienen nada más, creo que podemos dar por terminada esta visita en «calidad de testigo». Álex, levántate y vámonos.

—Esto no hará sino empeorar las cosas —dijo Arruti.

—¿Eso es una amenaza, agente? —la retó el abogado.

Arruti parecía a punto de responder, pero el poli judicial la cogió del brazo antes de que lo hiciera. El viejo bulldog debía de saber que todo estaba perdido en ese momento.

—Me gustaría pedirle un último favor a su cliente. —Erkoreka habló con un tono mucho más delicado del que venía empleando toda la tarde—. ¿Puedo?

—Depende de lo que sea —dijo el abogado mientras me miraba buscando mi aprobación.

—Sí —dije yo—, adelante.

—Álex no recuerda nada de lo ocurrido esa noche, pero hay una serie de indicios que podrían situarle cerca de la escena del crimen. La herida en la cabeza, la grabación de una furgoneta muy parecida a la suya. Tras comentar su diagnóstico con dos expertos, nos han confirmado que quizá una visita a la escena de los hechos podría desencadenar algún recuerdo en él. Nos gustaría realizar esa visita cuanto antes, ya que podría ser de mucha ayuda para nuestra investigación. ¿Accedería Álex a venir mañana a primera hora de la mañana?

—¿Álex?

—Sí. Lo haré —dije—, no tengo ningún problema en colaborar.

—De acuerdo, pues hasta mañana —dijo Arruti.

Salimos por la puerta. Adrián me indicó un coche que nos esperaba fuera. Era un Mercedes negro con las lunas tintadas. Se abrió una puerta. Dentro, sentado en el asiento trasero, estaba Joseba Izarzelaia.

—¿A dónde vamos?

—A un hotel —dijo Joseba—, tenemos reservada una habitación para ti.

—¿Por qué un hotel?

—Adrián necesita charlar contigo. Hemos pensado que sería lo más conveniente. Si quieres, te podemos llevar a casa después.

No dije nada. Miré a mi alrededor.

—Supongo que debo darte las gracias por todo esto, Joseba. ¿Te ha avisado Mirari?

Asintió.

—Ten por seguro que a esos polis se les va a caer el pelo. Han actuado fuera de las normas.

—Se llama hostigamiento —dijo el abogado—. No tienen evidencias, pero intentan presionarte para que declares algo. El caso es bastante mediático y tienen una teoría contra ti, pero eso es todo.

Las puertas volvieron a abrirse y las cámaras seguían allí. Pero en esta ocasión, los cristales tintados del coche nos protegieron.

—Esperemos que no haya trascendido tu identidad —dijo Joseba—, también podríamos demandarles por ello.

Salimos en dirección a la autopista. Nos alejábamos del valle.

—Asegúrate de que no nos sigue ningún listillo —le dijo Adrián al conductor.

El Mercedes rugió por las curvas del Alto de Autzagane. Yo me tuve que coger del sujetamanos mientras subíamos por aquella montaña.

—Escúchame, Joseba, solo quiero que sepas que…

—No hace falta, Álex —interrumpió él—. Acabo de hablar con Mirari. Me lo ha contado todo.

Al parecer, la policía había enviado a dos agentes de la Científica a registrar la vivienda de Roberto Perugorria. Habían encontrado evidencias de que el hermano «raro» de Carlos llevaba semanas siguiendo a Félix Arkarazo. Ane había dado los datos de un Porsche Cayenne que llevaba todo el día desaparecido. Joseba no mencionó nada sobre el incidente de Cantabria, así que supuse que Ane no le había contado eso a nadie, tal y como habíamos pactado en la casa.

Entramos en la autopista y el chófer puso el coche a ciento ochenta por lo menos. En un abrir y cerrar de ojos llegamos a un hotel en la carretera, cerca del aeropuerto de Loiu. Joseba se despidió allí, sin bajar del coche.

—Te dejo en buenas manos. Adrián es de absoluta confianza. Mañana, después de tu cita, nos reuniremos y planearemos los siguientes pasos.

—Gracias por todo, Joseba.

Sonrió una última vez antes de que el coche saliera de allí a toda velocidad.

Otro hombre de confianza de Adrián estaba allí, vigilando que no hubiera pájaros de la prensa revoloteando por los alrededores. Habían reservado una suite, me habían comprado ropa y me preguntaron qué quería cenar. Pedí un filete con patatas y un vaso de vino, me di una larga ducha y la cena estaba lista cuando terminé de vestirme. La comimos allí, en la mesa de la habitación, mientras el abogado me hacía todo tipo de preguntas. Empezó pidiéndome que le contase toda la historia tal y como yo se la había contado a la policía. Desde la fiesta en casa de Ane hasta esa noche.

Después, me preguntó algo más.

—Esta noche ha ardido una pequeña roulotte en la costa de Cantabria. Al parecer, estaba instalada en unos terrenos de la familia de Félix Arkarazo y la Guardia Civil cree que ha sido un incendio provocado. ¿No sabrás nada de eso?

Negué con la cabeza. Había decidido que esa historia solo la debían conocer tres personas: Erin, Mirari y Ane. Y nadie más.

Cuando terminamos con la entrevista, eran ya más de las tres de la madrugada y estaba exhausto. La ducha y la cena me habían ablandado demasiado y me caía de sueño. El abogado me ofreció llevarme a alguna parte, pero preferí dormir en la suite. Antes de hacerlo escribí dos mensajes. Uno a Dana; el otro a Erin. Las tranquilicé. Les dije que Joseba había enviado un abogado a buscarme y que todo estaba en orden.

Parece que ha surgido un sospechoso en el caso de Félix Arkarazo. Mañana os cuento más.

Dormí como un leño y ni siquiera soñé.

6

Abrí los ojos a las siete de la mañana. Tardé unos veinte segundos en darme cuenta de dónde estaba y por qué. Un hotel… y todo lo demás. Mis tal y cual volvieron rápidamente.

Tenía dos mensajes en el teléfono. El primero era de Dana, dándome ánimos.

Joseba nos ha contado lo del abogado. Suerte. Tu abuelo y yo estamos aquí para lo que necesites.

El segundo mensaje era un wasap de Txemi Parra. No había texto, solo un link a una noticia en El Correo.

UN INCENDIO PROVOCADO ARRASA CON LOS ÚLTIMOS MANUSCRITOS DE FÉLIX ARKARAZO

La noticia, en un tono muy misterioso, hablaba del incendio y de los restos calcinados de «decenas de cajas y folios que podrían contener la última novela de Félix Arkarazo». Las investigaciones llevadas a cabo por el periódico habían permitido saber que los terrenos eran una herencia de Félix Arkarazo y que la instalación de esa roulotte no había despertado ninguna sospecha entre los vecinos, ya que «es una práctica habitual de los dueños de terrenos no urbanizables». Algunos parroquianos de los alrededores aseguraron reconocer al escritor como un vecino «esporádico que venía a desayunar al bar, compraba un par de cosas de vez en cuando y no charlaba demasiado con nadie». Un vecino había declarado que esa noche vio luces de vehículos por la zona, aunque pensó que se trataría de «un grupo de amigos».

Nada nuevo bajo el sol, en realidad. Cerré la noticia y volví al teléfono. Erin no había respondido a mi mensaje de buenas noches. Recordé la conversación en la cabaña de la playa. Intenté llamarla, pero estaba fuera de cobertura.

Me vestí mi ropa nueva, bajé a desayunar y el ayudante de Adrián estaba allí en la barra.

—Nos esperan dentro de media hora. Desayuna tranquilo.

Otro Mercedes negro y llegamos al pequeño valle de Ilumbe. Tras salir de la autopista tomamos una carretera regional hasta la desviación por la que se accedía a la vieja fábrica Kössler. Allí había montado un control policial bastante estricto, principalmente para evitar que los periodistas se colaran por el sendero que llevaba a los terrenos de la fábrica. Un ertzaina nos dio paso y avanzamos por aquel asfalto roto hasta el frontal de la fábrica. Había tres coches patrulla de la Ertzaintza esperándonos. Erkoreka y Arruti charlaban con «mi abogado», todos con paraguas porque caía un denso sirimiri mañanero. Adrián Celaya me llevó a un aparte.

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