El mentiroso – Mikel Santiago

Me quedé allí pegado, como una lagartija, mirando por debajo del Laguna y de la camioneta de reparto. El coche patrulla acababa de dar una vuelta completa y regresaba. Tenían uno de esos potentes focos instalados en la ventanilla con el que iluminaban el Renault de Félix y todo a su alrededor. Si llegaban a mi altura, me pillarían con las manos en la masa, tenía que moverme rápido. Empujé mi mochila debajo de la camioneta que tenía justo al lado, después me arrastré a toda prisa, casi al mismo tiempo que un haz de luz muy blanca lo inundaba todo. Si no me vieron los pies, fue porque estaban atentos a otra cosa.

El ruido del motor camuflaría mi respiración, pero dejé de respirar. Escuché cómo se abría una puerta. Vi las botas de uno de los polis caminando delante de mis narices. Se acercaron por un lado y por el otro.

—Hostia, mira —dijo el que yo tenía más cerca—. La ventana está rota.

—Joder… Pues avisa.

—Atención, central —dijo el primero—. Nos parece observar que ha sido vandalizado. La luna del conductor está rota.

«Okey. Estamos enviando una grúa y un coche escolta.»

—¿No viene la Científica?

—No lo creo. En estos casos, se lleva el coche entero a la central. Además, ahora estarán ocupados ahí arriba.

Me imaginé que con el «ahí arriba» se referían a la vieja fábrica. Estarían analizando el cadáver y todas las huellas, pelos, partículas de piel, de uña y demás que pudieran encontrar. «No perdáis el tiempo, hay un trozo de ventana que tiene escrito mi nombre en sangre.»

—Espera… Esto es reciente —dijo uno.

—¿Qué?

—Que esto tiene que ser reciente. Ha llovido un montón estos días y el coche está seco por dentro. Y limpio. Diría que han entrado hoy mismo. Mira.

Buenos polis. Todos los necesitamos, joder, pero en aquel momento me hubiera venido bien uno más tonto.

—Es verdad. Hostia, da el aviso.

El sonido del beep de una radio.

—¿Central? Aquí unidad diecisiete otra vez, desde el aparcamiento del polígono. Tenemos la impresión de que el coche ha sido allanado muy recientemente. Puede que hace unas horas o menos. Avisad a la Científica y enviad más patrullas. Es posible que el delincuente se halle todavía por las inmediaciones.

«Okey, recibido, diecisiete. Avisamos.»

—¿Tú crees que está por aquí?

—No lo sé. Voy a dar una vuelta. No te muevas.

Los botas giraron ante mis narices y salieron caminando. El otro par de botas se quedó a la espera. Su capacidad fantástica no les permitió imaginar que yo estaba escondido debajo de la furgoneta, a un metro escaso del Laguna. Pero venían más coches y pronto sería imposible dar un paso sin ser visto. Tenía que salir de allí cuanto antes.

Pensé todo lo rápido que pude. Aquel aparcamiento estaba cercado por una valla, algo que no tenía demasiado sentido, ya que la parte «grande» —la que daba al robledal— no tenía ningún vallado. Supongo que se debía a que en su tiempo fueron cosas separadas. El caso es que solo podía salir de allí de dos maneras: corriendo por la carretera del pabellón o saltando la valla. La primera opción era de lo más arriesgada. No solo me expondría a estos dos policías, sino también a los otros coches patrulla que previsiblemente aparecerían por allí en cualquier momento. Pero ¿cómo saltar una valla de casi tres metros sin ser visto? Volví a mirar aquello con detenimiento. Había otra camioneta aparcada a unos cinco metros. Si llegaba a ella, podría volver a meterme debajo. Justo al lado había un grupo de contenedores pegados a la pared de otro pabellón. Pero podría subirme a uno de ellos y saltar la valla con la cobertura de la camioneta. Esa era mi mejor oportunidad sin lugar a dudas.

Empecé a arrastrarme muy despacio, con las puntas de los pies, y conseguí llegar al otro lado de la camioneta. Entonces apareció un segundo coche patrulla. Venía con las luces parpadeantes pero sin sonido. A toda velocidad giró y frenó junto al primero. Más sonido de puertas. Más polis.

—¡Eh!

—Buenas.

—¿Cómo va ahí arriba? —preguntó el poli que se había quedado guardando el coche.

—Lo han matado de un golpe. —Era la voz de una mujer. La reconocí inmediatamente: era Nerea Arruti—. Parece que alguien limpió la escena. Es algo muy raro. ¿Y aquí?

—Han reventado la luna y se han colado dentro. Supongo que buscaban algo.

—Como en la casa. Y ¿dices que es reciente?

—Sí. Mira. Está perfectamente seco y limpio. Incluso huele a coche cerrado. Calculo que lleva como mucho una hora abierto.

Estaban todos reunidos junto al maletero del Laguna. Era mi mejor oportunidad de salir de allí antes de que precintaran la zona y pusieran gente a controlar las entradas y salidas. Tenía que actuar ya.

Dejé de respirar y seguí moviéndome como si llevara una bomba acoplada al cuerpo. Ahora había dos motores en marcha haciendo ruido. Esa era mi única baza a favor. Llegué hasta el otro lado de la furgoneta. Eché un vistazo. Conté ocho piernas, cuatro polis. Pero no estaba seguro. Si uno de ellos había bajado del coche en silencio y miraba en mi dirección, me pillaría in fraganti. Bueno. No me quedaban más opciones que arriesgarme. Supongo que es lo mismo que sentían en la guerra cuando abandonaban la trinchera gritando banzai! Me puse en pie y, sin mirar atrás, corrí tan deprisa como pude hasta la siguiente camioneta. Llegué. Deslicé la mochila. Me tiré al suelo otra vez y me escurrí debajo. Y solo entonces respiré de nuevo.

Vale, primera etapa superada. Los dos coches patrulla seguían allí, aparcados en paralelo, nadie me había gritado «alto». El grupo de policías hablaba tranquilamente. Bien, que siguieran así. Empecé a arrastrarme otra vez hasta el otro lado de la camioneta, entonces volví a escuchar ruido de puertas que se cerraban. Uno de los coches se movía. De hecho, venía en mi dirección, despacio, enfocando cada rincón. Me quedé quieto. Con ese ángulo, si se les ocurría enfocar a los bajos de la camioneta, no les costaría verme. Llegó hasta donde yo estaba y se paró. Una de las puertas se abrió y bajó un patrullero. Comenzó a caminar hacia mí.

Esos dos pies se quedaron quietos a pocos centímetros de mi cara. Luego vi que la linterna se encendía y su haz se proyectaba contra el suelo. Tragué saliva.

—¿Qué haces?

—Un segundo —respondió la voz.

Era ella. Nerea.

El haz de su linterna penetró en la zona de contenedores. Se le había ocurrido mirar allí detrás, pero no se le había pasado por la cabeza que yo pudiera estar a diez centímetros de su zapato, debajo de aquella camioneta.

Se acercó a la valla y miró fuera, al talud y al arroyo que discurría al otro lado.

—Ahí abajo hay un arroyo.

—Sí —dijo su compañero—, es un riachuelo.

Arruti se quedó en silencio unos segundos más. Después regresó al coche, que arrancó.

Tan pronto como les vi doblar la esquina me puse en marcha. Un último vistazo para asegurarme y salí de allí. Lancé la mochila al otro lado de la valla. Subí al contenedor con un salto, suave, estilo Navratilova, y conté hasta tres para darme el impulso más fuerte que pudiera. Alcancé lo alto de la valla con las dos manos. Resbalé un par de veces con la punta del pie hasta que conseguí encajarla en uno de los pequeños huecos de la cerca. Eso hizo ruido, pero ya no podía permitirme el lujo de pararme a ver si alguien me había escuchado. Con los puntos de apoyo bien fijados, di un último impulso y caí al otro lado. Un talud de rocas que, afortunadamente, comenzaba con una porción de césped. Caí en aquel suelo almohadillado y me quedé quieto.

El coche patrulla seguía junto al Renault. Los polis no se habían coscado. Okey. Perfecto. Mochila al hombro, bajé por el talud. El arroyo era la manera segura de salir de allí. Pasaba por detrás de los pabellones y posiblemente llegaría hasta el taller de neumáticos también. Durante cien metros intenté no mojarme los pies, pero después fue imposible. El talud de roca estaba construido solo como contrafuerte del polígono, pero más adelante aquello se convertía en una ribera natural con espadañas, barro y mosquitos. Metí los pies hasta el fondo y caminé durante otro medio kilómetro por allí, hundiéndome en barro y agua helada, chapoteando en aquel riachuelo donde seguramente todo el mundo vertía mierda química. Solo esperaba que no me nacieran cabecitas con ojos en las puntas de los dedos.

Llegué a la altura del taller, salí del agua. Me moví con cuidado. ¿Y si Arruti había visto mi furgoneta aparcada? Pero allí no había rastro de policía. Entré en la GMC con la sensación que deben de tener los presos que logran fugarse de las cárceles. Andy Dufresne debió de sentirse igual tras escapar de la prisión de Shawshank.

Abrí la mochila, saqué el TomTom y traté de encenderlo, pero no tenía batería. De cualquier forma, traía un cargador enchufable al mechero. Lo conecté y esperé a que tuviera la batería mínima para arrancar. Mientras tanto, encendí el motor, puse la calefacción proyectándola en los pies. Me quité los zapatos y los calcetines y los coloqué en la parte del copiloto. Joder, estaba helado.

Vi pasar un par de coches de policía a todo meter. También una grúa. Se dirigían al polígono Idoeta, seguramente lo precintarían. No podía quedarme allí demasiado tiempo, pero no quería llevarme el TomTom a casa. No entiendo cómo funcionan esos cacharros, pero tenía miedo de que —de alguna manera— pudiera trazar mi localización. Así que quería investigarlo allí mismo y lanzarlo al río después.

En la penumbra de aquel aparcamiento, fumando con los pies descalzos, me dediqué a mirar las noticias en internet. Solo El Correo se hacía eco del hallazgo del cadáver en la antigua fábrica. Un vídeo subido a Facebook por un periodista freelance mostraba los coches patrulla aparcados en los alrededores del lugar y un grupo de focos iluminándolo todo: «La Ertzaintza comunica que se ha hallado un cadáver en las inmediaciones de la antigua fábrica de fresadoras y repuestos industriales de J. Kössler. Fuentes del mando policial indican que el cadáver podría ser el del escritor desaparecido Félix Arkarazo. Al parecer hay signos de violencia y la Policía Científica se ha desplazado al lugar».

El vídeo mostraba a varios agentes vestidos con monos blancos de los pies a la cabeza entrando en la vieja fábrica.

El TomTom se encendió por fin. El logotipo resplandeció en el centro de la pantalla para, a continuación, mostrar un mapa (que indicaba mi ubicación actual) y una serie de opciones de menú. Bueno. Yo había manejado alguno de esos en el pasado y sabía que tenían una especie de memoria que almacenaba los últimos sitios por los que había navegado. La busqué por entre aquellas opciones de menú hasta que di con ella. Se llamaba «destinos recientes».

El último destino de Félix era una dirección en Cantabria, cerca de Santander. Próximo a los acantilados de Puente del Diablo. Abrí la aplicación de mapas de mi teléfono y busqué esas coordenadas. Era un sitio muy apartado, en unos acantilados sin nombre. Ni siquiera se veía una carretera llegar hasta allí. En cualquier caso, ese debía de ser el lugar.

Guardé las coordenadas en mi teléfono y me deshice del TomTom lanzándolo al arroyo. Después volví a la GMC y conduje hasta Punta Margúa escuchando las noticias en la radio.

Mi abuelo y Dana también estaban viendo las noticias cuando entré en casa. Saludé y subí directamente a mi habitación, aún descalzo, con los zapatos embarrados en la mano. No me apetecía tener que inventarme otra mentira más. Me metí con todo en el cuarto de baño. Cerré el pestillo y me quité la ropa con cuidado. Limpié bien los zapatos y los pantalones. La cosa era quitar todo el barro que pudiese antes de lanzarlos al cesto de la colada. No quería que Dana se hiciese ninguna pregunta sobre mi excursión nocturna. Entonces alguien llamó a la puerta.

—¡Eh! Álex.

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