El mentiroso – Mikel Santiago

Pensé en ese sueño persistente de la fiesta. ¿Y si no fuera un sueño? Las imágenes se habían quedado pegadas a mi cabeza como hojas que se encallan en la orilla de un río. Podía recordarlas. ¿Eran recuerdos? Pero ¿qué hacía yo en esa casa, con toda esa gente desconocida? Y ese tipo de barbas ¿quién era?

¿Un escritor?

Nada tenía demasiado sentido. Recordaba a ese hombre en una fiesta, y después lo recordaba muerto, en el suelo de hormigón. ¿Y si todo fuera una jugarreta de mi subconsciente? Los sueños son así: absurdos. De pronto estás jugando un partido de tenis con tu profe de párvulos. O a bordo de un avión, sentado junto a la chica que te gustaba en el instituto. ¿Y si solo fuera una cara al azar que mi cerebro había entretejido con otras cosas?

No podía seguir acostado, las tripas me rugían. Me levanté de la cama y salí descalzo al pasillo. La casa entera dormía y la primera planta permanecía en silencio. Caminé a tientas sobre la alfombra. Pasé frente a la habitación de mi abuelo, que estaba a oscuras. Tampoco había luz en el dormitorio de Dana, al fondo del pasillo.

Bajé a la cocina. Dana había dejado una cazuela de bonito con tomate sobre la chapa. Me serví un buen trozo y me lo comí mientras ojeaba las revistas de pasatiempos y sudokus que había sobre la mesa. Eran parte de los «deberes» del abuelo. Cosas que los neurólogos habían sugerido. Juegos mentales, de memoria… incluyendo nuestras partidas de cartas. «Los ejercicios de estimulación cognitiva sirven para retrasar el deterioro de la memoria, solo eso, aunque son nuestra mejor baza.»

Nadie se atrevía a mencionar las palabras terribles: alzhéimer, demencia…, pero lo cierto es que el abuelo, sobre todo desde que murió mi madre, había empezado a tener pequeños despistes «cada vez más serios». Lagunas de memoria. Olvidos. Incluso momentos en los que parecía quedarse en blanco. Bueno, yo ahora sabía muy bien lo que era sentirse así, en blanco, incapaz de recordar. Era una sensación que te ahogaba si te centrabas en ella. ¿Cuándo comenzaría a recordar? El doctor Olaizola había dicho que «en unos días», pero ¿y si no era así?

Después de cenar fui al salón. El viento enviaba ráfagas de agua contra los cristales y agitaba la hierba y los abetos y rododendros del jardín norte. Al fondo, la negritud del océano, solo rota por las luces diminutas y lejanas de algún buque mercante.

Casi sin pensarlo, me acerqué a la estantería de libros. Mi abuelo tenía cientos de ellos, y afirmaba haber leído «más de mil» en sus tiempos como capitán de barco, cuando un libro era el mejor amigo en las larguísimas y monótonas travesías por los siete mares.

«Escritor», murmuré al recordar ese sueño, ese hombre de barbas hablándome en esa fiesta. «¿Eras escritor?»

Acaricié los lomos de aquellos libros, muchos de cuyos autores eran completos desconocidos para mí. He de admitir que no soy tan gran lector como mi abuelo. Lo que estaba buscando era un tipo «nacional» o, mejor dicho, «un tipo local». Un hombre de barbas y ojos negros de aguilucho.

Saqué un par de libros y miré la foto de los autores: tipos con el pelo color plata, o calvos, o con el pelo rubio. Aquello era inútil. Quizá solo debía esperar un poco más.

Algo sonaba en el jardín. El ruido de un golpeteo. Cogí una manta del sofá, me la puse sobre los hombros y abrí el ventanal. Una ráfaga heladora y un cielo polar me saludaron, pero ya no llovía. Un grupo de nubes rotas huía en desbandada, abriendo grandiosos claros de estrellas sobre el mar.

El golpeteo venía de la cancela de la valla. Fui hasta allí descalzo, sobre la hierba húmeda. El aire en la cara y el frío en los pies me espabilaron un poco. Llegué a la valla y cogí la cancela con la mano. Veintisiete años y aún me daba respeto cruzarla. De niño, mi madre vivía obsesionada con ese acantilado. Era sencillamente incapaz de dejarme solo ni un minuto. Todavía podía verla asomándose por la ventana.

—¿Álex? Quédate cerca de la casa, ¿eh? No te acerques al borde.

—Síííí, ama.

Abrí la cancela. Había unos veinte metros de hierba por delante, hasta el borde del acantilado. En una noche oscura y sin luna como aquella podrías caerte sin tiempo a gritar una sola palabra.

Caminé despacio y me detuve en la linde del sendero. Era la última señal antes del vacío, una ruta pública que comenzaba en Ilumbe y terminaba en Bermeo, pero que muy poca gente recorría ya. Al este, el cabo bajaba hasta un mirador con un pequeño aparcamiento, un sitio muy frecuentado por caravanas. Al oeste, a casi dos kilómetros de la casa, el acantilado se rompía en una larga playa que recibía su nombre —Ispilua, «espejo»— del arenal liso y brillante que dejaba la marea al retirarse.

Me quedé allí inmóvil, escuchando el rumor del mar al batir los pies del acantilado. Miré las estrellas y vi las luces rojas y blancas de un reactor, que surcaba el cielo a miles de metros por encima del mar.

«Ama.»

—No debemos estar solos. No hemos nacido para estar solos. Cuando yo me vaya, debes ir con tu abuelo. Volver a Ilumbe.

A veces era imposible recordarla. Otras veces, su sonrisa aparecía nítida ante mis ojos. Aquella sonrisa mágica que era capaz de aliviar los días más negros. «Estoy bien», no se cansaba de repetirlo. Aunque no era verdad. Ella solo quería protegerme, alejarme del terror y del sufrimiento. Y lo hizo a conciencia, como la madre fuerte y valiente que era. Intentó mentirme aunque no lo consiguió.

La muerte se nos acerca cargada de sabiduría, y en aquel vuelo de ocho horas rumbo a Boston, cuando todavía creíamos que ganaríamos nuestra guerra, mi madre me habló de algunas cosas de las que nunca habíamos hablado.

—Yo no me llevaba bien con él. Pero eso no significa que haya dejado de ser mi padre. Ni tu abuelo. Y hay algo más…

Hasta entonces, ella se había negado a decirme quién era mi padre («para mí siempre estuvo muerto»), pero en ese vuelo Madrid-Boston me lo contó por fin: era un marino que recaló en Ilumbe. Me dijo su nombre y me dijo cómo podía encontrarlo. Todo esto lo hizo por el dinero, claro, por ese montón de dinero que no teníamos y que, de alguna manera, yo me las había ingeniado para hacer brotar del suelo.

—La clínica, el tratamiento experimental, el vuelo… Es una fortuna.

—Me las arreglaré, ama.

Mi madre no sabía de dónde había sacado el dinero, pero se temía (con razón) que me hubiera metido en líos…

—Siempre he sabido buscarme la vida.

—Lo sé, cariño, pero a veces todos necesitamos ayuda. No dudes en aceptarla si…

Yo me negué en redondo. Le dije que no necesitábamos a nadie, y menos a ese padre renegado que jamás hizo acto de presencia en mi vida. «También está muerto para mí.»

5

Escuché un bocinazo y abrí los ojos. Era de día. La tormenta había pasado y una luz preciosa dibujaba un rectángulo en el suelo de pinotea de mi cuarto.

Otro bocinazo: ¿el panadero?, ¿Erin? Me levanté y me acerqué a la ventana, todavía con una legaña en el ojo. Vi a Dana correr a toda prisa en dirección a la verja. Allí había un coche. Un coche patrulla con sirenas azules y el logotipo de la Ertzaintza.

«Hostia.»

Se me paró el corazón unos segundos. No me podía mover de la ventana. Es como si me hubieran clavado los pies al suelo. Después reaccioné.

Intenté pensar a toda prisa. ¿Había algo en mi habitación que debía esconder? Fui al escritorio, pero allí no había nada fuera de sitio. Miré debajo de la cama. Saqué una mochila negra. Allí no había nada necesariamente ilegal. Cuerdas. Palancas. Luces frontales. Una curiosa colección de material, nada más. No había ningún paquete, blíster o cajita que debiera preocuparme. Las únicas drogas que había en mi cuarto eran las que me habían dado en el hospital.

Lo «otro», lo preocupante, siempre dormía fuera de casa.

Dana me gritaba al pie de la escalera:

—¡Álex! Es la policía. ¿Puedes bajar un minuto?

—¡Voy! —grité metiendo la mochila de «útiles» debajo de la cama otra vez.

Miré una vez más por la ventana, a través de las cortinas. Mi abuelo acababa de aparecer en escena. Charlaba con uno de los dos agentes, un hombre, mientras que la otra ertzaina, una chica de pelo rubio, salía del coche con una carpeta bajo el brazo.

«¿A qué vendrán?»

Me vestí a toda prisa —vaqueros, camiseta (Mirari tenía razón)— y bajé al salón.

—Tranquilo. Estos no vienen a detenerte —dijo mi abuelo al verme, quizá porque notó mi cara de susto—, solo partiste un pino por la mitad.

Los dos patrulleros de la Ertzaintza estaban de pie junto a la mesa del salón. Con sus camisas negras, sus placas y sus pistolas. Eran una mujer joven y un hombre. Ella tenía una cara muy bonita. Una nariz especialmente agradable. Ojos azules y pestañas gruesas. Se dirigió a mí con una sonrisa tranquilizadora:

—¿Álex Garaikoa?

—Soy yo.

—Soy la agente Nerea Arruti y él es el agente Blanco. Hemos venido para cerrar el atestado del accidente, si tienes un minuto, claro.

Ellos sonrieron y se quedaron quietos y callados, como si esperasen una invitación formal a sentarse.

—Quizá es mejor que nos dejen solos —le dijo la agente a mi abuelo al ver que yo no reaccionaba.

—¿Quieren café o té? —preguntó Dana.

Los polis rehusaron muy profesionalmente, así que Dana y mi abuelo salieron y cerraron las dos puertas del salón tras ellos.

La agente Arruti me recordó a Carrie Mathison en Homeland. Una poli motivada y con ganas de hacer bien su trabajo. El agente Blanco, en cambio, era mayor y su cara decía «no me des guerra que estoy a punto de jubilarme». Miraba a un lado y al otro, curioseando.

—Qué montón de esculturas. Son preciosas. ¿Africanas?

—Hay de todo el mundo. Mi abuelo era marino. Las coleccionaba.

—Ya veo…

—Bueno, y ¿cómo te encuentras? —preguntó la joven ertzaina.

—Bien —dije—, el médico dice que solo ha sido una contusión. Creo que he tenido bastante suerte.

—Así es. La cosa podría haber sido mucho peor.

El agente Blanco asintió como diciendo amén. Arruti continuó:

—Bueno, verás, Álex. Fuimos Blanco y yo los que asistimos durante tu rescate. También fuimos contigo hasta el hospital, aunque ya veo que no te acuerdas. Es normal, estabas inconsciente.

Asentí con la cabeza.

—Esto es un mero formalismo. En un accidente de este tipo, sin otros vehículos implicados, daños o víctimas, se suele seguir un protocolo rápido. Durante tu ingreso pedimos algunas pruebas de toxicología. Todo negativo, aunque tenías algo de alcohol en sangre, doscientos miligramos por litro, lo cual entra dentro de lo permitido.

Eso me sorprendió.

—¿Había bebido?

—Un poco. Una copa de vino. Una cerveza. Algo así. ¿Estuviste de fiesta?

Me encogí de hombros.

Antes de que pudiera mencionarles la amnesia, Arruti retomó la palabra:

—Bueno, el caso es que desde el hospital nos han informado de una contusión previa. Algo que podría estar relacionado con el accidente. ¿Recuerdas algo de ese golpe?

Yo me quedé callado durante unos instantes.

—¿Han hablado con mi médico?

Arruti frunció el ceño. Negó con la cabeza.

—Hemos recibido una llamada del juez. El hospital está en la obligación de informar al juez cuando detecta indicios de un delito. Lo de tu herida…

—Vale, entonces no lo saben… —comenté en plan misterioso.

—¿El qué?

—Que sufro de amnesia. Me han diagnosticado una amnesia retrógrada postraumática.

Aquello me quedó de manual. Una frase digna de un vendedor de crecepelo. Los vi pestañear, perplejos.

—¿Una… qué?

—No recuerdo nada de lo que sucedió antes del accidente —expliqué con un leve toque de condescendencia en la voz.

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