El mentiroso – Mikel Santiago

—¿Has descansado?

—Un poco.

—Bien. Ahora vamos a entrar. Pase lo que pase, o si recuerdas algo, me gustaría que me lo contases a mí en primer lugar, ¿vale?

—Vale. Por cierto, ¿se sabe algo de Roberto?

—La policía se ha volcado en esa pista, aunque con algunas reticencias. Está todo demasiado «bien expuesto», como suele decirse. Creen que quizá alguien lo puso allí para desviar su atención.

—Pero ¿han encontrado a Roberto?

—No —dijo—. Sigue en paradero desconocido. Su hermano Carlos está volviendo de viaje esta mañana. Esperan charlar con él durante el día.

Arruti y el bulldog nos hicieron una seña para que nos acercáramos. Casi instintivamente, caminé hacia los portones de la fábrica, pero entonces me detuve. Me di cuenta de que ese podía ser el primer error. «Recuerda: es la primera vez que estás aquí.»

—¿A dónde hay que ir? —pregunté.

—Hacia esa fábrica —señaló Arruti—. Ven, te acompañaré.

La ertzaina me guio a través de otro cordón policial, cruzamos los portones y entramos en la nave industrial. Me di cuenta de que jamás la había visto a la luz del día. El suelo estaba repleto de pequeñas cartulinas con números, supuse que de pruebas o indicios que la Policía Científica habría encontrado. Los observé con cuidado, sin desviar la mirada a ninguna parte en concreto. Reparé en que la ubicación del cadáver de Félix no estaba especialmente marcada con nada, tan solo una acumulación de cartulinas.

Arruti se quedó junto a los portones.

—Intenta no mover ni tocar nada, pero camina libremente. Tómate el tiempo que necesites.

Avancé por aquel suelo polvoriento con un aire de médium ausente, mirando a un lado y al otro, actuando como si ningún sitio fuese más especial que el otro. Pasé a dos metros del lugar donde Félix había aparecido muerto. No había demasiadas cartulinas allí, tan solo una mancha oscura en el suelo, pero eso podría deberse a cualquier otra causa.

Seguí avanzando en dirección al fondo de la fábrica. Allí había algo que me interesaba en particular, en lo alto. La ventana por la que yo había huido la noche en la que aparecieron los juerguistas. La ventana donde había dejado mi rastro de sangre.

Llegué casi al final del pabellón y miré hacia arriba, con disimulo. La ventana estaba allí, con varios cristales rotos, pero no vi ninguna cartulina, al menos desde donde yo estaba. ¿Era posible que lo hubieran pasado por alto?

—¿Algo? —dijo de pronto una voz a mi espalda. Arruti.

—No.

Me giré hacia ella. Sonriendo. En aquel momento, estábamos solos en aquel lugar. No había nadie más. Noté, por un rápido gesto en su mirada, que Arruti estaba a punto de usar esa circunstancia.

—Escucha, Álex, ¿podemos hablar un instante sin que se meta el abogado? Solo quiero hablar tranquilamente.

—Él me ha dicho que…

—Lo sé… Pero tengo una intuición y quiero contártela. ¿Puedo? No te haré ninguna pregunta, solo hablaré yo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Sabemos, por la grabación, que hubo tres personas aquí esa noche. El primero en llegar fue Félix. El último… Bueno, alguien en una furgoneta muy parecida a la tuya. Pero entre ambos, vino una segunda persona.

—Sí. Lo vi.

—Esa segunda persona desconocida también aparece en el vídeo, más tarde. Irreconocible, pero sabemos que se marchó media hora después de que alguien matara a Félix.

Me quedé callado.

—Y… luego, sobre las seis y media de la madrugada, nos parece ver una furgoneta como la tuya apareciendo por un instante…

Los ojos de Nerea Arruti no eran ya como taladradoras. Eran auténticas perforadoras de túneles. Yo apreté los dientes y puse la mejor cara de póquer que pude.

—¿Qué te sugiere lo que te estoy diciendo hasta ahora?

—Me has dicho que no harías preguntas —la tuteé por primera vez.

—Vale, vale… Te diré lo que me sugiere a mí. Esa segunda persona fue la que mató a Félix. Y quizá, esa furgoneta estaba allí por otra razón. Quizá fue un accidente que estuviera en la escena de los hechos. Verás, hemos descubierto algo curioso. El polvo que cubre toda esta fábrica, ese polvo blanco —arrastró su pie por el suelo y levantó una nubecilla—, lo encontramos adherido a una bolsa de deporte que hallamos, casualmente, la semana pasada en otro lugar lejos de aquí.

Tragué saliva. Noté que mi frente comenzaba a humedecerse.

—Un alijo de medicamentos ilegales. Llevábamos meses tras la pista de un traficante que movía esa mercancía. Es bastante insólita y ha sido fácil trazar su procedencia. Países Bajos. ¡Holanda!

—Vaya, qué… cosa.

Eso fue lo más inteligente que pude articular. Arruti sonrió.

—Sí… Tú viviste allí unos años, ¿no? Ah, claro, sin preguntas… En fin, sigamos. Por las conversaciones que hemos mantenido con algunas personas de vuestro entorno, Félix estaba actuando como una especie de chantajista. Se me ocurre que quizá estaba haciendo eso la noche en que lo mataron. Chantajear a alguien. ¿A ese traficante?

—Puede ser —dije—. Pero sigo sin ver qué tiene esto que ver conmigo.

Arruti sonrió y movió la cabeza como si estuviera pensando «menudo hueso que eres».

—Imagínate por un segundo que tú fueras ese camello. Algo que haces para ganarte unas perrillas extras, no sé, o para pagar un préstamo un tanto oscuro…

Más ojos de Arruti. ¿Sabía lo del préstamo? Pues claro. Si Denis lo había averiguado, ella lo tenía que haber conseguido también.

—Esa noche, Félix te persigue hasta aquí con la intención de extorsionarte, pero antes de poder hacerlo, alguien, esa segunda persona, lo asesina. Quizá nadie te esperaba. Quizá, solamente apareciste por aquí y el asesino se vio obligado a golpearte a ti también. Te dejó KO. Entonces tú apareciste junto a un muerto, con una herida en la cabeza, posiblemente amnésico, y saliste corriendo. Volviste a tu furgoneta, tuviste ese accidente y nos mentiste a todos porque pensabas que a lo mejor lo habías hecho tú. Y por otro lado, no podías delatar las razones por las que venías a esta fábrica. Es posible que incluso volvieras por aquí a limpiar huellas, a llevarte el arma del crimen.

Yo luchaba por mantener mi cara de póquer, cosa que empezaba a ser difícil.

—Alguien lo hizo, ¿sabes? Alguien limpió el lugar con mucho esmero. Por ejemplo, esa ventana que estabas mirando hace un momento.

—¿Cuál?

—Esa ventana de ahí arriba. —Arruti señaló la ventana—. Era la única que no tenía ni una mota de polvo de todo el edificio. Estaba como los chorros del oro. ¿No te parece curioso?

—No estaba mirando ninguna ventana. —Mi voz sonó bastante ronca.

—Vale… Solo piénsalo. Lo único verdaderamente grave que ha ocurrido aquí es que alguien mató a Félix. Y yo estoy casi segura de que no fuiste tú. Pero quizá actuaste mal… Te pusiste nervioso… Un juez sería comprensivo con algo así.

Arruti me miró con esos profundos ojos claros. Tenía ganas de decirle que era la tía más lista con la que jamás me había cruzado. Que había dado en el clavo con todo…

—Bueno, ¿qué me dices?

Respiré hondo, miré a mi alrededor, terminé mirando el rostro de la joven policía, que me sonreía con el convencimiento de que por fin atendería a razones.

—Lo siento —dije—. No me acuerdo de nada.

La cosa terminó así, Arruti con cara de haber mordido el polvo y yo con mi cara de lelo amnésico. Pero en su afán por sorprenderme, Nerea había cometido un error de novata al revelarme algunas cosas: ahora sabía que la policía había conectado la bolsa Arena con ese lugar. Y algo mucho más sorprendente: que la ventana, con mis muestras de sangre en ella, la había limpiado alguien.

¿Quién?

—¿Qué quieres hacer ahora, Álex? —me preguntó el abogado en cuanto volvimos a salir—. Joseba quería verte, pero no estará libre hasta la noche. ¿Te apetece ir a comer algo?

—No —dije—, tengo otros planes. ¿Podéis llevarme a un sitio?

Llegamos a la cabaña de la playa. El chófer me preguntó si debía esperarme y le dije que no. Planeaba tener una larga conversación con Erin y, además, podría volver a casa en mi GMC, que seguía allí aparcada desde la noche anterior.

Probé el timbre y los ventanales de la terraza, pero Erin no respondía.

Desde la terraza se podía contemplar el horizonte. Era un día gris plomo que se estaba oscureciendo por momentos. Entonces, me fijé en una persona que caminaba por la playa. Una melena ondeaba al viento. Era ella.

Bajé por el sendero. En el aparcamiento de la playa, los surferos franceses estaban haciendo una barbacoa y bebiendo cerveza. ¿No deberían estar aprovechando las olas? Pero es que no había olas. Cuando subí la duna, vi que el mar estaba muy calmado y unas nubes muy negras se aproximaban por el noroeste. Erin venía caminando con los brazos cruzados, lentamente, como si pensara en algo. Me quité los zapatos y fui hacia ella. Soplaba algo de viento cruzado. Entre el sur y el norte. Era un día extraño y las gaviotas parecían nerviosas, revueltas, como si buscaran refugio. Todo señalaba a que esa noche tendríamos una buena tormenta.

Llegué donde Erin. Noté que tenía el pelo mojado y los ojos enrojecidos. Llevaba una pequeña mochila en la espalda.

—¿Has estado nadando?

—Sí. Necesitaba espabilarme un poco. He tenido una noche muy larga.

—Yo tampoco he dormido demasiado bien.

Erin pasó junto a mí. Sin beso. Sin caricia. Siguió andando hacia un pequeño arrecife que cerraba la playa por el otro lado. Fui tras ella.

—Oye, Erin, si esto es el final, dímelo y lo entenderé. Pero quiero que sepas que no me voy a ir a ninguna parte… si es que estás…

Ella tardó unos segundos en hablar.

—¿Podemos dejarlo para otro día? En serio. No he dormido nada. Estoy…

—¿Sigues con las náuseas?

—Sí… y la regla no baja, pero el insomnio ha sido por otra cosa. Mi madre me llamó anoche. Todavía estoy tratando de dilucidar si fue un sueño.

—¿Tu madre?

—No sé qué demonios pasó anoche en Gure Ametsa, pero te defendió a capa y espada. Dijo que eras inocente. Estaba llorando. Decía cosas sin sentido. Que no había sido justa con nosotros. Que había llegado el momento de decirme algo… Después se tranquilizó. Me dijo que nos veríamos hoy, esta noche en casa, para hablar de ello. ¿Tú sabes de qué va todo esto?

—Ni idea —dije yo—. Toda esta historia de Félix ha revuelto muchas cosas y…

Así que Mirari planeaba contárselo, pensé. En el fondo era lo más justo… No era lógico mantener un secreto así más tiempo.

Estaba empezando a chispear. La tormenta llegaba y, por el ruido del viento, prometía ser una buena galerna.

—Oye, ¿qué vamos a hacer con lo de tus náuseas?… Si solo son náuseas.

—Supongo que habrá que ir a una farmacia y comprar un Predictor —respondió Erin.

Le cogí la mano, suavemente. Esta vez, ella se dejó.

—Vale. Lo haremos hoy si quieres. Esta misma tarde. Y si estamos esperando un bebé… Aunque me des una patada en el culo, puedes contar conmigo para todo lo demás, ¿vale?

—No te voy a dar ninguna patada, aunque te la mereces. Y en los huevos.

—Eso es verdad. He sido un imbécil.

—Sí. Y para que lo sepas, tus asuntos con las drogas no son lo que más me ha dolido. En el fondo eso demuestra que mi padre tenía razón sobre ti: que eres algo más que un simple jardinero, que tienes iniciativa y pelotas.

—Vaya… Pues gracias.

—Lo que me revienta, Álex, es que no hayas confiado en mí. ¿Entiendes? Yo podría haberte ayudado con todo… Incluso si hubieras matado a un hombre. Somos familia… y la familia está para eso… Si quieres ser parte de mi vida, tienes que comprenderlo.

—¿Ser parte de tu vida? —dije—. ¿Significa eso que no me vas a mandar al carajo?

Por toda respuesta, Erin me dio una suave bofetada. Después nos besamos bajo una lluvia cada vez más densa, hasta que nos dimos cuenta de que estábamos chorreando agua.

Autore(a)s: