El mentiroso – Mikel Santiago

El ventanal estaba roto, pero no lo suficiente como para salir con seguridad. Tenía que romperlo un poco más, hacer un hueco lo bastante grande y descolgarme por él. Me senté con la espalda apoyada en la pared. Preparé la pierna y solté un patadón haciéndolo coincidir con el ruido del portón —BROONK— al arrastrarse por el suelo. El estrépito del portón tapó el sonido de los cristales rotos.

—Ecooooo.

Los oí entrar. Sus voces reverberando en la oscuridad. Posiblemente me quedaban segundos antes de que encontraran a Félix. Miré la ventana. El agujero que había hecho no era lo suficientemente grande, pero era todo lo que tenía. Tiré la mochila a través de él y después me colé con cuidado por aquel agujero lleno de cristales.

Al pasar las piernas por él noté algo que me hacía daño en el muslo, pero seguí adelante. Me descolgué por la pared. Había por lo menos dos metros hasta el suelo, aunque no me quedaba otra. Me dejé caer y caí mal. Un dolor agudo me recorrió el tobillo.

Me levanté como pude, cogí la mochila, podía escuchar a los chavales dentro.

El robledal estaba a veinte metros de allí y llegar era cuestión de una carrerita. Entonces vi a las dos chicas junto a un coche de color blanco. No creo que me vieran (de todas formas, iba disfrazado del «hombre mascarilla»). Me lancé renqueante por el camino, con tanta prisa que se me olvidó quitarme el disfraz.

Entré en el coche, tomé aire. Joder. Había faltado muy poco… Me alivió que al menos había podido limpiar gran parte del muerto.

Pero justo en ese instante, según me disponía a salir de allí, me di cuenta de que la escapada no había sido del todo limpia. Estaba sangrando por el muslo. Un corte pequeño y alargado. El cristal me había rajado el pantalón por encima de la rodilla. Mierda. Saqué un clínex y me taponé la herida como pude. Debía de haberme cortado al deslizarme fuera. El pantalón había absorbido gran parte de la sangre, pero muy posiblemente había dejado un rastro en el cristal de la ventana.

De nuevo, explotó el volcán de la ansiedad en mis tripas. Me dieron ganas de darle un puñetazo a algo.

«Respira profundamente, tío. Ya no puedes volver a la fábrica.»

Le puse una tira de cinta aislante al clínex y dejé aquello bien taponado. Después arranqué y salí de allí, pensando en lo que tenía que hacer acto seguido. Bueno, básicamente solo tenía una opción.

IV
EL BAILE DE LAS MANOS NEGRAS

1

El Trumoi —así se llamaba el bote del abuelo— estaba montado sobre un remolque en la rampa de botadura. Lander Goiri, el encargado de la lonja de invernaje donde llevaba meses dormitando, le daba los últimos retoques mientras el abuelo y yo esperábamos con un par de cafés con leche hirviendo que nos había puesto Alejo en unos vasitos de cartón.

Eran las siete de la mañana. Hacía frío. El cielo estaba encapotado y solo se habían despertado las gaviotas. Yo miraba esa agua del puerto —que parecía helada—; miraba a Goiri, que botaba el Trumoi descalzo y mojándose los pantalones; miraba a mi abuelo, que parecía tener la piel hecha de plástico impermeable (vestido solo con un jersey y una boina) y me preguntaba qué pecado cometí en una vida anterior para tener que pagarlo tan caro. Había pasado una noche de insomnio, casi totalmente en blanco, esperando la llegada de la policía. Calculaba que esa madrugada habrían encontrado el cadáver y mi ADN en aquella ventana. Era el final y me había mentalizado para ello. Pero nadie llamó a mi puerta. Solo mi abuelo, a las seis y media de la mañana. «Arriba, marinero.»

—Vale, badago prest!

Pagamos a Goiri. Rellenamos el combustible, cargamos las cañas, los aparejos y el almuerzo. Arrancamos el motor, que sonó como un trueno, y mi abuelo dirigió el botecito, con un suave chop-chop, hacia la bocana del puerto. A esa velocidad, y con un mar abierto ante nosotros, era un vehículo que todavía podía manejar sin ser un peligro para nadie.

El sol no había salido aún, pero ya se percibía la claridad del alba. Una gran masa de nubes flotaba sobre el horizonte lejano. Tenían la panza muy negra y yo me preocupé un poco por ellas.

—Tardará una hora en llegar aquí, si no cambia el viento —sentenció mi abuelo.

Me senté en la proa y traté de liarme un cigarrillo mientras el Trumoi iba rompiendo una ola detrás de otra por aquel mar rizado de la mañana. Nos acercamos al viejo islote de Ízaro: una roca situada en la desembocadura del estuario, y en cuya cumbre exhibía aún los restos de un viejo monasterio arrasado por los piratas de sir Francis Drake.

—Aquí abajo hay una ciudad de peces, Álex. Cojamos solo lo justo.

Había una playa escondida en la cara noreste de la isla, y junto a la playa se conformaba una pequeña ensenada natural, bien protegida del golpe del norte. Fondeamos allí y mi abuelo se puso a preparar el cebo de calamares y sardinas. El agua estaba tan limpia que podías ver el lecho de arena y roca, y varios tipos de peces que iban y venían.

—Vaya sitio —dije, maravillado—, y ¿se puede subir a la isla?

—Hay un camino. Si quieres, podemos verlo después. Pero ahora ocupémonos de los peces. Que llevan ya un rato despiertos.

Echamos las cañas y nos quedamos allí en silencio, con el motor apagado, escuchando el chapoteo de las olas contra nuestro casco. Acababa de amanecer y el sol daba de lleno en la pared de la isla. Un cormorán pescaba a solo cincuenta metros de nosotros, en medio de esa luz mágica de la primera hora. Un arcoiris roto en varios pedazos aparecía aquí y allá, entre ratos de lluvia y rayos de sol. Aquello logró que me olvidase de mis miedos, por un momento.

Fumamos y bebimos el café, en silencio. El abuelo tenía la mirada perdida en el horizonte. Un largo carguero cruzaba el océano muy lejos.

—¿Lo echas de menos?

—¿Qué?

—Lo de ir de aquí para allá. Con el carguero. ¿En eso pensabas?

El abuelo fumó una larga calada. Después exhaló el humo y habló.

—Lo que estaba pensando es que quizá sea la última vez que salgo a pescar.

—¿Por qué dices eso?

—Se ve que has dormido como un leño. Esta noche me he despertado a gritos. No sabía dónde estaba. Ni quién era yo. Dana ha entrado y tampoco sabía quién era ella. Casi le tiro el despertador a la cara.

Supuse que eso habría ocurrido en alguno de mis escasos momentos de sueño la noche pasada.

—Lo siento mucho, aitite. ¿Cuánto ha durado?

—Muy poco, pero ha sido… horrible…

—Escucha, Joseba me habló de un neurólogo muy bueno, en Bilbao. Tiene una clínica privada y…

—Ya tengo los mejores neurólogos, Álex —me cortó el abuelo—. Y cuando me hablan, tienen la sonrisa de la muerte pintada en el rostro. ¿Sabes lo que es? A un viejo como yo no le van a decir la verdad. Pero la verdad es que iré consumiéndome. Lo de hoy solo ha sido un pequeño aviso de lo que está por venir.

—Eso no lo sabe nadie —dije yo—. Te dijeron que también podía ser algo psicológico…

El abuelo sonrió con tristeza.

—Luchar está bien, Álex… Pero a veces, en la vida, toca resignarse.

Dio otra larga calada y dijo que era mejor guardar silencio o los peces se irían a otra parte. Y yo me quedé con el corazón encogido, mirando aquel agua. Pensé que tenía que volver a hablar con Joseba y preguntarle por ese neurólogo. Llevar al abuelo, que lo mirasen. Pero… ¿seguiría en pie la oferta de Joseba cuando la policía viniera a detenerme? Porque estaba seguro de que eso iba a ocurrir tarde o temprano. A esas horas la policía ya estaría tomando muestras de ADN en la fábrica Kössler… ¿Cuánto iban a tardar en relacionarlas conmigo?

Intenté respirar y tranquilizarme. Me concentré en la pesca y saqué una dorada de muy buen tamaño. Junto con otras dos que pescó el abuelo, ya había suficiente para comer, así que llevamos el bote hasta un pantalán que surgía de entre las rocas. El abuelo me dijo que me enseñaría una vista estupenda del acantilado.

De un caminito entre las rocas, pasamos a un sendero entre la hierba. Llegamos a lo alto del islote y nos acercamos al antiguo monasterio. Lápidas con los nombres ya borrados, viejas piedras. Nos sentamos contra una pared a cubierto del viento y la lluvia, y sacamos los bocadillos y una bota de vino.

—Mira.

Mi abuelo me señaló Punta Margúa. Desde allí, la casa parecía de juguete. Y siguiendo la línea de aquel acantilado se veía el antiguo restaurante Iraizabal.

Eso me recordó algo:

—Ayer, Ane me habló de Floren, su primer marido. No sabía que todo había ocurrido tan cerca de nuestra casa…

De pronto, mi abuelo se giró y me miró con dos ojos negros y profundos. Fue una reacción tan brusca que, por un instante, pensé que había metido la pata por alguna razón. Después su mirada se relajó.

—Fue en aquel pinar, ¿lo ves? —Señalaba hacia uno de los pinares de Punta Margúa—. Allí fue donde saltó. O quizá se cayó, nunca se supo demasiado bien. En realidad, le hizo un favor a mucha gente…

—¿Lo dices por la empresa? Ane me dijo que Floren iba de mal en peor dentro de Edoi. Y que le estaban presionando para vender su parte… Su muerte lo facilitó todo.

—Ah, eso… también.

—¿También? ¿Es que hay algo más?

—No, da igual.

—¡Venga, aitite!

Bebió un trago de la bota y se limpió los labios con la manga del jersey.

—Floren también le hizo un buen favor a Ane muriéndose. Se había convertido en un monstruo.

—¿Quieres decir que la maltrataba?

El abuelo asintió.

—¿Te lo dijo ama?

—Bueno, a mí nunca me contaban demasiado, pero no hace falta ser muy listo para atar cabos. Que si un ojo a la virulé, que si manga larga en un día de verano… En el pueblo a nadie se le escapaban estos detalles. Y tu madre debió de enterarse también. Vino a Ilumbe a convencerla de que le abandonara. Precisamente esa noche, la noche en la que Floren se mató, estaban las tres cenando.

—¿En casa?

—No… —dijo el abuelo—. Esa noche estaba yo solo en Punta Margúa. Ellas estaban en casa de Ane, creo.

—¿Y qué hacía Floren en Punta Margúa?

—Eso nadie lo sabe. Dicen que estuvo bebiendo en el restaurante, que salió borracho y… Pues eso. Lo más seguro es que decidiera terminar con su miserable existencia. Estuve en el funeral y allí no vi demasiadas lágrimas, desde luego. En fin…, un desgraciado menos. Y yo me alegré mucho por Ane… Aunque la verdad es que no tiene buena puntería con los hombres. ¡Mira que acabar con el tío de Urtasa!

Sobre las diez y media comenzó a llover y mi abuelo arrancó el Trumoi. Volvimos a Ilumbe, dejamos la pesca en un barril de hielo en la lonja y fuimos de poteo por los bares del pueblo, que, siendo domingo, estaba bastante animado.

Mi abuelo se fue encontrando con gente. Era imposible dar dos pasos sin saludar a alguien. Me presentaba como su nieto y después se ponía a hablar en euskera. Mi madre me hablaba en euskera de niño y yo podía seguir las conversaciones hasta un punto, pero aquello no solo era vizcaíno, sino vizcaíno «de aquel valle», lo cual convertía esas conversaciones en una especie de protocolo encriptado de 128 bits.

Entre vino y vino yo miraba la calle. Un coche de la Ertzaintza se detuvo a unos metros de nosotros y el corazón me dio un vuelco antes de que reanudara su marcha, aunque tardé un poco en recobrar la serenidad. «Tranquilízate, Álex, es demasiado pronto.» Después, en el bar de Alejo, seguí con atención las noticias de la tele. Pero allí no decían nada de Félix ni de ningún cadáver hallado en ninguna vieja fábrica. La noche anterior, aquellos chavales tenían que haber encontrado el cuerpo. ¿Cómo es posible que no hubiera nada en las noticias? Pensé que quizá la policía lo mantenía en secreto por algún motivo… Quizá estaban investigando las pistas, las huellas… y se tardaba algo de tiempo en analizar todo eso.

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