El mentiroso – Mikel Santiago

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Desde hace dos semanas —dije—, aunque no lo he recordado hasta hace media hora. He tenido un sueño. Es algo difícil de explicar. En los sueños hay imágenes, pero sobre todo hay sensaciones. Y yo he tenido una: la de no poder creerme lo que estaba pasando.

—Vaya.

—El neurólogo que me atendió esa primera noche después del accidente me dijo algo sobre la amnesia. Que la causa podía ser un traumatismo muy grave, pero también un shock psicológico importante. Una amnesia de fuga, creo que la llamó. Cuando prefieres olvidar a recordar lo que has visto. Supongo que no podía creerme que tú hubieras intentado matarme. Tú, Joseba, tú.

La garganta se me hizo un nudo.

—Lo siento de corazón, Álex. Hay una explicación para todo. Tuve que tomar precauciones.

—¡Precauciones! ¿Matarme?

—No sabía que eras tú. Créeme. Lo supe después… y además no quería matarte.

—Pero dejaste la piedra allí… Quisiste que pareciera un asesinato.

—Había entrado en pánico, Álex. Me largué de allí a toda prisa y olvidé la piedra. Puedes creerme o no. Esa noche volaba a Londres y de ahí a Tokio. Nada más llegar a Japón pensé que la policía me estaría esperando. Pero no había noticias de Félix. Ni de ti… Hasta que me enteré de lo de tu accidente de furgoneta y me di cuenta de lo que estaba pasando. Empecé a ser consciente de lo que había hecho. Matar a Félix era una cosa, pero haberte implicado a ti fue… Me volví loco. En serio. Estuve a punto de llamarte, pero luego pensé que eso solo complicaría las cosas. Quería esperar a verte. El día de la fiesta. Quería ver si me reconocías.

—Y por eso me trajiste aquí. Para ver si te recordaba en la fábrica.

—Eso es.

—Y te quedaste tan tranquilo.

—Para nada, Álex. He intentado hacerme cargo, arreglar las cosas. Volví a la fábrica a limpiar las huellas.

—El cristal. ¿Cómo lo supiste?

—¡Porque estaba allí! Los dos habíamos pensado lo mismo y, curiosamente, al mismo tiempo. La noche en que esos chavales entraron a la fábrica y te sorprendieron… yo había llegado un poco más tarde. Vi tu furgoneta aparcada. Me imaginé lo que estabas haciendo y me escondí en los alrededores. También vi el coche de aquellos chavales. Estuve esperando. Entonces te vi romper la ventana y saltar por la parte de atrás. Más tarde, cuando los chicos se largaron, me ocupé de limpiar tus huellas, además de las mías. Hice todo lo que estaba en mi mano.

—Excepto decirme la verdad.

—Habría dicho la verdad si hubiera sido necesario. Estaba preparado para entregarme si te acusaban, Álex. No me creerás, pero es así.

No dije nada. En el fondo, le creía.

—Bueno, supongo que te preguntarás por qué lo hice.

—Déjame adivinar: Floren tenía razón. Le robaste sus diseños y Félix se enteró.

—¡No! En eso he sido honesto siempre. Floren no diseñaba una mierda. Y yo tampoco maté a Floren, pero eso ya lo sabes.

—¿Qué?

—Mirari me contó lo de vuestra conversación en Gure Ametsa. Vino a casa con el corazón roto, deshecha, y me dijo que tenía que contarme algo horrible de nuestro pasado. Fue un verdadero problema para mí disimular que lo sabía.

—¿Lo sabías?

—Desde hace un tiempo.

—¿Cómo?

—Digamos que cambié un secreto por otro, igual que hacía Félix.

—¿Qué secreto?

—Ya llegaremos a eso. La cosa es que esa noche, la del viernes, yo estaba preparándolo todo para irme de viaje. Sonó el teléfono de la casa y lo cogí, pero Mirari ya estaba hablando con Ane. Debería haber colgado, pero escuché la conversación. Básicamente, Ane le estaba diciendo a Mirari que Félix sabía algo sobre «la noche en la que murió Floren» y que estaba decidido a publicarlo. Bueno. Dejé que Mirari se marchase, aplacé mi vuelo unas cuantas horas, y fui a Gure Ametsa. Mi idea original era ofrecerle dinero a Félix. Sabía que le hacía falta y yo podía enterrar su libro en millones de euros si era necesario. Pero entonces, según llegaba a la casa de Ane, me crucé con ese malnacido. Conocía su coche, del Club, así que di la vuelta y lo seguí hasta ese polígono. Lo vi salir, en plena noche, meterse por aquel bosque… Y fui tras él. Solo quería hablarle, pero él debió de oírme y me emboscó arriba, junto a la fábrica.

—No me digas que te atacó.

—Lo intentó, pero solo me rozó el brazo con una piedra. Me preguntó por qué le había seguido. Y yo le hablé de su libro y de la muerte de Floren. Le dije que le pagaría por olvidarse de todo, que la muerte de Floren había sido un accidente. Que Mirari se sintió contra las cuerdas y actuó en medio de un arranque de furia… Y según lo decía, me di cuenta…

—Félix no sabía que había sido Mirari.

—Tenías que ver cómo se le iluminó el rostro. Sonrió y me lo dijo, como si fuera una travesura: «Acabas de sepultar a tu mujer, querido Joseba. Siempre pensé que había sido Ane». Yo le amenacé, pero él me mandó al infierno, riéndose. Entonces fue cuando cogí la piedra, que él me había tirado. Había caído a mi lado, en el suelo. Lo demás supongo que lo has adivinado tú solo. Arrastré el cuerpo dentro de la fábrica y en ese instante apareciste tú. No sabía quién eras, no podía verte en la oscuridad, pensé que quizá eras un compinche de Félix. Me escondí con la piedra en la mano. Entonces me oíste, estabas a punto de girarte…

Silencio. Un silencio sepulcral en el estudio de Joseba Izarzelaia. Solo los grillos. El sonido del viento.

—Esa es toda la historia, querido Álex. Ahora puedes hacer con ella lo que quieras. Hay un teléfono sobre mi mesa, si quieres llamar a la policía.

Me levanté. Me acerqué al escritorio. Allí estaba la maqueta de ese nuevo proyecto de Joseba en Japón. El proyecto que consolidaría definitivamente la empresa que había creado desde cero.

—Le dije a Mirari que guardaría su secreto —dije.

—¿Qué significa eso?

—Significa que Félix era un hombre mezquino, igual que Floren. Y que los dos grandes villanos de esta historia ya están muertos. No te voy a denunciar… Pero me debes algo.

—¿El qué?

—¿Cómo te enteraste de la historia de Mirari? Ella no te la había contado.

—¿No te lo imaginas? Fue tu madre, Álex.

Aquello me pilló bastante desprevenido. Tanto que casi doy un traspié y me caigo de morros sobre aquella maqueta del proyecto japonés.

—Estuve en Madrid dos semanas antes de que muriera. Había oído que estaba en las últimas y quería despedirme.

—Pero… no te vi. Yo estaba el día en que vino Mirari.

—Fui solo. Tú estabas arreglando algunos papeles. De hecho, me aseguré de que no nos cruzáramos. Subí a su habitación. Ella… —Joseba dejó la mirada perdida un instante— estaba tan delgada, pero tan guapa y elegante como siempre. Hablamos un poco y, justo cuando me iba, se lo pregunté. Le pedí que me contase la verdad sobre la noche que murió Floren. Yo siempre había intuido que había algo más, supongo que lo mismo que intuyó Félix. Las tres amigas, reunidas para cenar, la misma noche en la que Floren se despeñó…

—¿Y lo hizo? ¿Te lo contó… todo?

—Sí. Y respecto a Erin, tengo que decir que fue el verdadero golpe. Siempre me había parecido algo milagroso que Mirari pudiera quedarse en estado. El ginecólogo había dicho que teníamos un incompatibilidad genética muy grave. Pero nunca me planteé que no fuera mi hija…

Yo estaba callado, tratando de pensar. Intentaba que todo aquello no me nublase el juicio.

—Hay algo que no me encaja —dije—. No me creo que mi madre rompiese tan fácilmente su juramento, Joseba.

—Bueno, ya te he dicho que fue un intercambio. Ella me pidió algo a mí.

—¿El qué?

—Que te cuidase.

—¿Cómo?

—Lo que oyes. Me dijo que sabía que tenías un pequeño lío de deudas. Dinero que habías pedido prestado para financiar ese viaje a Estados Unidos. Le prometí que te ayudaría y… bueno, aquí estamos…

—No… —dije—. Suena fantástico, pero no me lo trago, Joseba. Joder, soy un especialista en mentiras, y esta es una bola muy mal parida. La amiga de mi madre era Mirari. ¿Por qué no fuisteis juntos? ¿Qué hacías tú visitándola en el hospital a solas?

Joseba Izarzelaia se rio a carcajada limpia.

—Tienes razón. Otra vez.

—¿Entonces?

—Joder… —dijo—, no pensaba que esto sería tan difícil.

—¿Tan difícil?

—Decir la verdad. Siempre dicen que es lo más fácil, pero no estoy de acuerdo. La verdad es lo más difícil de sacarse del alma.

—Vale, sí. Pero me la debes. A cambio de mi silencio.

Joseba cogió aire, lo soltó.

—Bueno, pues ahí va. Volvamos a esta historia del pasado, ¿eh? ¿Qué te han contado de nuestra juventud? Mirari estaba enamorada de Floren, Ane apareció por allí y se lo robó. Y entonces aparecí yo, una especie de segundo plato que salió bien. Rescaté a Mirari de las garras de la soledad y la hice feliz. Una bonita historia de amores y desamores adolescentes, ¿no? Pero digamos que falta una cosa en ese puzle. ¿No crees, Álex?

—No tengo ni idea. Ilumíname.

Joseba se levantó y fue hasta su librería. Sacó un libro muy grueso. Lo abrió. Del interior, sacó una fotografía tamaño carné. Me la entregó. Era mi madre, en aquel fotomatón de San Sebastián. Era la foto que faltaba en la colección de mi abuelo. Y en ella, mi madre no estaba sola como en las otras. Dentro del fotomatón había otra persona. Joseba.

—En aquellos días tu madre estudiaba en San Sebastián, en un internado. Tu abuela había muerto joven y tu abuelo estaba siempre en su barco. Yo fui a pasar un verano con mi familia. Nuestras familias eran amigas. Mis padres la invitaron a la casa de Zarauz. Tuvimos un pequeño romance. Nada demasiado serio.

—Pero esto fue antes de que tú empezaras con Mirari, ¿no?

—Sí, desde luego. Nuestra historia de amor terminó a los trece… Aunque, años más tarde, Erin ya había nacido, tu madre se puso a trabajar en Edoi. Fue un trabajo de unos meses, como administrativa. Eran unos años un poco difíciles entre Mirari y yo. Yo estaba absorbido por el trabajo. Mirari por la crianza de Erin. No voy a ponerlo más bonito o feo de lo que fue: tuvimos un flechazo, una especie de revival de nuestro verano en San Sebastián. Y una noche de esas tan largas en la empresa, fuimos a cenar.

—No —dije—, no sigas.

—Creo que ya es demasiado tarde para parar.

—No puede ser. Mi padre era un marino. Un hippy que se marchó a Chile. Mi madre me dio un nombre y una dirección.

—Esa dirección que te dio tu madre es un cuento. Posiblemente porque sabía que nunca irías a visitarle. Tu padre soy yo, Álex.

—¡No!

Di un golpe a la maqueta japonesa. La lancé contra el suelo y se deshizo en muchos pedazos. Joseba permaneció callado.

—Y también soy la razón por la que Begoña se marchó del pueblo. Primero a Bilbao, después a Madrid. Siempre temió que alguien se terminara enterando. Nunca dejó de sentirse avergonzada, arrepentida por aquello. Nunca aceptó ninguna ayuda. Se llevó su secreto a la tumba.

—He pasado toda mi vida pensando que mi padre me había abandonado. He pasado toda mi vida pensando que no soy bastante bueno para que me quieran.

—Lo siento profundamente, Álex.

La cabeza me daba vueltas. Cogí la papelera del suelo, intenté vomitar dentro, pero no pude.

—Hubo un par de ocasiones en que intenté ayudaros. Tu madre nunca lo permitió. No quería que hubiese la más mínima conexión entre nosotros.

Yo saqué la cabeza de la papelera.

—Pero… pe… ¿Erin? ¿Cómo pudiste permitirlo si lo sabías?

—¿Permitir el qué? Erin y tú sois dos perfectos extraños en ese sentido. No tenéis ningún lazo de sangre.

Autore(a)s: