El mentiroso – Mikel Santiago

¿Qué habría estudiado si hubiera estudiado? Periodismo, seguramente. Siempre se me ha dado bien escribir. El problema es que yo no quería ni oír hablar de Andrés, y mucho menos deberle algo. Tomé una decisión: hacer mi vida. Jugar mis cartas, aunque fuesen malas, pero sin doblegarme ante los gilipollas. Con dieciocho era imposible saber muchas cosas, como que siempre hay un «jefe» esperándote en todas partes —como dice Bob Dylan: «You have to serve somebody»—, o que los que dicen que el dinero no da la felicidad nunca han sido pobres. Aunque también es cierto que a los dieciocho somos mucho más listos para algunas cosas, sobre todo en lo relativo a los gilipollas.

Sobreviví tres años de esa manera, sin conseguir una mierda en el mundo de la música, viviendo de trabajillos y divirtiéndome con el dinero que me sobraba tras pagarme la vida. Entre tanto, ocurrió una de esas cosas que le dan sal y pimienta a la existencia. Rafa, un buen amigo que tenía entonces, llevaba meses tonteando con la idea de viajar. Tenía un grupo de amigos en Amsterdam que habían logrado establecerse y encontrar trabajo. Ahora no recuerdo quién de los dos lo hizo, pero sé que en una tarde de cervezas y conversación, compramos dos billetes de ida y así empezó nuestra aventura holandesa. Nos esperaban muchos días de pies mojados, hambre, frío, constipados y terribles historias de apartamentos gélidos y llenos de bichos, gente extraña y trabajos que rayaban la esclavitud… Y durante esos primeros dos años fue cuando conocí a cierta gente interesante y peligrosa. Necesitábamos el dinero y nos enseñaron a desarrollar determinadas actividades lucrativas para las que no hacía falta un currículum brillante, solo tener las pelotas en su sitio, una bicicleta y saber contar dinero a velocidad. Fueron solo un par de años, aunque para mí fue como la universidad. Después lo dejé, y pensé que sería para siempre. Pero nunca sabes cuándo vas tener que tirar de alguna de tus habilidades.

Y así pasaron cinco años casi sin darme cuenta, y durante ese tiempo, viví en ocho habitaciones, tuve seis trabajos, una decena de novias y mi cuenta de banco llegó a tener tres mil euros una vez (aunque enseguida la fulminé).

Mi madre acabó divorciándose del idiota de Azpiru. Resultó que el tío llevaba dos años siéndole descaradamente infiel, aunque ella había evitado contarme nada de sus miserias durante todo ese tiempo. Era Pascua así que decidí cogerme un par de semanas de vacaciones y me fui a Madrid a estar con ella y ayudarla con la mudanza. Estaba dolida, descolocada, pero no del todo desesperada. Me imagino que ella también había terminado comprendiendo lo gilipollas que era el tío. Además, el divorcio le había dejado algo de dinero. Me dijo que quería invertirlo en mí: que aprendiese alguna profesión. Y yo salí con la respuesta más rara del mundo: quería aprender a ser jardinero. En Holanda, había trabajado en un vivero de tulipanes y me había dado cuenta de que me encantaba. Así que mi madre me pagó un curso de técnico en jardinería en una granja holandesa. Y durante los dos años siguientes, volvimos a ser aquella familia de dos que siempre habíamos sido. Nos fuimos juntos de vacaciones. Visitamos al abuelo. Celebramos la Navidad en Madrid. Dos años fantásticos, pero solo dos.

En el verano de 2017, creo que era junio, yo cruzaba la plaza Dam con mi bicicleta, rumbo a un ensayo, y comenzó a sonarme el teléfono. Me paré en un semáforo, lo cogí y escuché a mi madre llorar al otro lado, incapaz de articular palabra. Sollozaba y sollozaba diciendo mi nombre. Finalmente, cuando logró tranquilizarse un poco, me dijo que acababa de salir del médico. Unos análisis de rutina habían detectado algo muy malo.

Le pregunté cómo de grave era y ella respondió que era «gravísimo».

6

Después del cementerio, tomamos un par de vinos donde Alejo como para resucitar nuestros corazones. El abuelo cogió color y se puso a saludar a todo hijo de vecino. Alejo le preguntó cuándo iba a ir de pesca. «Te van a quitar los mejores chipirones.» Y el abuelo le replicó orgullosamente que ya lo tenía todo planeado para ir el domingo. Me miró. «Y tú vienes también.»

Volvimos a Punta Margúa. Eran las seis de la tarde y había quedado en recoger a Erin en su colegio en media hora. Me dio el tiempo justo de ponerme una camisa decente y salir.

Erin se pasó todo el camino hablándome de sus alumnos de ocho años. Tenía problemas para imponer su autoridad en el aula.

—No estoy acostumbrada a la confrontación, eso es todo. Pero a alguno lo tiraría por la ventana.

—¿Por qué no lo haces? Estoy seguro de que los demás empezarían a portarse bien ipso facto.

La casa familiar de los Izarzelaia era uno de los máximos logros del estudio de Joseba. Una casa compacta, revestida de láminas de madera de alerce y con dos plantas de unos trescientos metros cuadrados, además de dos módulos independientes donde se ubicaban los servicios de la casa y un miniestudio de home working. Por su aspecto modular y sus grandes terrazas en voladizo parecía una nave alienígena que acabara de aterrizar en las faldas del monte Katillotxu.

Ya había una veintena de coches aparcados a los lados del camino que conectaba la carretera.

—¡Cuánta gente! —dijo Erin—. A mis padres últimamente se les va la mano con las fiestas.

Dejé el Mercedes al final de la cola y nos dirigimos a la casa andando. Hacía una noche seca y fría. Cielo azul oscuro entre nubes negras.

—Al final ha quedado buena noche para una barbacoa. Mi padre estará encantado.

Joseba Izarzelaia, mi suegro y el fundador de la exitosa Edoi Etxeak, siempre decía que uno no podía fanfarronear de que tenía una empresa «familiar» si no podía llevarse a sus empleados a casa de vez en cuando. Esa noche había doble motivo, según me contó Erin. Por un lado, el fin de semana extralargo que comenzaba ese jueves; por el otro, las buenas noticias de Tokio, donde al parecer habían conseguido un importante contrato para un centro de conferencias.

Un gran gentío se distribuía por el jardín frontal de la casa, iluminado por luces y farolillos colgados entre los árboles. Sonaba música desde el salón y había una marabunta alrededor de la pequeña piscina, como si quisieran tentar a la suerte.

Nada más entrar, nos topamos con Koldo, que iba persiguiendo a sus dos gemelos, con un par de botellines de cerveza en la mano.

—¿Quieres una? —me dijo—. La he cogido para Leire, pero no sé dónde se ha metido.

—Iré a buscarla —dijo Erin.

Yo me quedé con Koldo bebiendo aquella birra y persiguiendo a los gemelos por el jardín.

—Cuando son bebés no hay problema, el lío llega cuando se ponen a andar —bromeó con una gota de sudor en la sien.

Hice algún chiste sobre ello y me metí un trago de cerveza en el cuerpo. El olor a carne a la brasa me atrapó la nariz inmediatamente. Miré hacia la multitud que se apiñaba cerca de una gran parrilla humeante, en el portalón de la casa. Erin había comenzado su habitual ronda de saludos y abrazos a ese montón de gente que ella sí conocía.

—¿Son todos compañeros de la empresa? —le pregunté a Koldo.

—Bueno, hay de todo. Socios, amigos de la familia. El trato de Japón es un verdadero puntazo, ¿sabes? Incluso se rumorea que hay un gran grupo pensando en comprarnos.

—¿Y eso es bueno o malo?

—Depende. Para Joseba es algo malo. Dice que perderíamos la esencia de la pequeña empresa. Él se resiste a la idea, pero no todo el mundo está de acuerdo.

—Te refieres al otro socio, ¿no?

Koldo se rio.

Eduardo Sanz era el socio principal de Joseba. Una leyenda contaba que había salvado la empresa in extremis, a golpe de talonario, cuando Edoi todavía estaba despegando y pasaba momentos duros. A cambio de ello, se había alzado con casi la mitad del poder de decisión.

—La diferencia entre un empresario o un inversor es que el empresario es un creador —dijo Koldo—. El inversor solo quiere ver inflarse su dinero. Le da igual cómo o a quién haya que llevarse por delante.

Casualidades de la vida, según hablábamos de todo esto, vi a Denis a lo lejos. El «superhermano protector» de Erin era un chico alto, de buena planta y con un gusto exquisito para la moda. Erin y él charlaban dentro del mismo circulito. Se reían a carcajadas de alguna «gran anécdota» de las que solían contarse entre ellos. Siempre que le veía me preguntaba qué coño habría visto Erin en un pobre cortahierbas delgaducho y sin un futuro demasiado claro. ¿Quizá sus ansias reproductivas le habían nublado el juicio?

En fin, controlé mi complejo de inferioridad y me terminé lo que me quedaba de botellín. Después recogí el de Koldo y le dije que volvería en breve, aunque no tenía pensado hacerlo. Estar a la zaga de dos gemelitos de año y medio no era precisamente mi idea de una fiesta.

Además, tenía hambre. Y el aroma de la barbacoa era ya demasiado intenso.

Di un pequeño rodeo para evitar el círculo de Erin y Denis. Hay una norma social no escrita sobre lo de acercarte a tu pareja en una fiesta: tus habilidades sociales son una mierda si no sabes separarte y buscarte tus propias conversaciones. Así que me acerqué a la barbacoa donde un gentío revoloteaba pidiendo brochetas, hamburguesas o salchichas vegetarianas a un chef de aspecto oriental que trabajaba a destajo. Casi antes de darme cuenta tenía en la mano un plato con un rico pincho de pollo al curri y una ensalada. Había un gran barril de hielo lleno de latas de cerveza. Todo muy casual, casi como si fuera una fiesta universitaria. Cogí una y me acodé en una mesa alta, donde un chico y una chica charlaban. Apoyé el plato, abrí la cerveza y estuve comiendo en silencio mientras les escuchaba hablar.

—Fuimos a comer ramen a un sitio pequeñito cerca de la estación de Shinjuku, ¿lo conoces?

Hablaban de Tokio y pensé que posiblemente eran parte del equipo que había estado con Joseba en su visita comercial. Tenían aspecto de dos jóvenes triunfadores.

—¡Sí! Creo que Joseba siempre va al mismo. ¿Te llevó a un karaoke?

—¡Sí!

Empecé a morder mis trozos de pollo mientras me ponía al día sobre Tokio. La verdad es que me alegraba de estar solo. Las únicas dos maneras de comer esa brocheta era con tenedor o mordiendo como un cromañón. Y yo no tenía tenedor.

—Y después jugamos al pachinko.

Entonces, según tiraba de un trozo de pimiento con los dientes, me fijé en un tipo muy grande que no estaba lejos de nosotros. Mediría casi dos metros de alto y tenía el cuerpo de un toro. Su poderosa espalda apenas cabía dentro de su americana color crema. Estaba de pie, junto a una mesa, y se reía a carcajadas.

—¿Qué es eso?

—Es como un pinball en el que disparas cientos de bolitas…

Conseguí liberar el pimiento y lo mastiqué mientras observaba las espaldas de ese gigante. Entonces ocurrió. Lo vi.

Un tipo enorme, con una mandíbula de oso que ríe escandalosamente. Viste un traje color tabaco. A su lado hay una mujer pelirroja, que está de espaldas a mí. Lleva un vestido muy sexy con la espalda abierta y me fijo en ella. Un buen trasero.

¡Era él! El Hombre Grande que aparecía en la fiesta, en mis sueños…

Los ingenieros seguían hablando de niguiris, makis, giozas… y yo salí caminando como un autómata hacia el gigante. No sabía cómo iba a hacerlo, pero iba a hacerlo. Tenía que hablar con él. ¡Había estado en la misma fiesta que yo! ¡Él podría ayudarme!

—¡Vaya, por fin te encuentro!

Me giré, todavía atónito, medio sumido en sueños.

—¡Joseba!

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