El mentiroso – Mikel Santiago

—Lo he supuesto por la foto.

—Lo mismo pasa con sus personajes —dijo Erin—. Félix les puso nombres imaginarios, pero todo el mundo los reconocía. Ahí está el primer problema. El libro es un gran plagio de la vida real.

—¿Qué quieres decir? ¿Usó personas reales?

Erin asintió.

—Eso es. Fue un escándalo. Cogió todos los chismes y cotilleos del pueblo y los puso en su novela.

—¿En serio? ¿Como qué?

—Oye, ¿has encontrado la receta del sorbete?

—No… Ya voy.

Volví al salón sintiendo el corazón a mil por hora. Dejé el libro de Félix Arkarazo sobre uno de los sofás que había frente a la chimenea. Eché una última mirada a su foto, como si no acabara de creérmelo. Pero era él, no tenía ninguna duda. De pronto encajaba como un guante en mis recuerdos. Yo había hablado con ese tío el viernes por la noche, en algún lugar. Y después, por muy increíble que me pareciera, lo había matado.

Durante la cena, sentados en una mesita con vistas al océano y dos velas, estaba realmente distraído. No podía parar de pensar en todo eso, y de mirar el libro de reojo.

—Álex, ¿te pasa algo? —dijo Erin en determinado momento—. Llevas toda la cena sin decir una palabra.

—Qué va…, estoy un poco cansado. Eso es todo.

—¿No será por eso que hemos hablado de los bebés?

—¿Qué? No, no tiene nada que ver con eso.

—¿Seguro? Ha sido hablar de ese tema y que te pongas muy raro.

—Ahora mismo no tengo la cabeza muy en su sitio, Erin, perdona.

—Vale. —Me cogió la mano en un gesto cariñoso—. Espero que si te pasa algo por la cabeza, me lo cuentes, ¿vale? Sea lo que sea, Álex. Quiero que podamos ser sinceros el uno con el otro.

El hombre muerto. Félix. La boca abierta. El golpe en la cabeza.

—De acuerdo. Oye, quizá esta noche prefiera volver a casa.

Noté que ella se quedaba un poco sorprendida por aquello. Pero después no puso pegas.

—Claro. Tomemos el postre y te llevo.

Era nuestra cena de aniversario y la estaba jodiendo bastante. Pero solo fue el principio. Intenté centrarme en la conversación. Teníamos que reorganizar nuestra escapada a Francia. Además, Erin llevaba meses planeando un viaje por los Estados Unidos y nos dedicamos a hablar de eso mientras tomábamos el sorbete que había preparado —con bastantes pocas ganas— en la Thermomix. La idea era volar hasta Los Ángeles y alquilar allí una autocaravana. Durante las largas vacaciones que Erin tenía como maestra podríamos visitar todos los paisajes naturales de la Costa Oeste, incluido Yellowstone. El precio de este sueño rondaba los cinco mil euros, de los cuales yo no podía aportar ni siquiera el billete de avión a Madrid.

—No te preocupes por eso —dijo ella.

—Sí me preocupo. Me gustaría poder pagarme mi propia vida.

—Pero tenemos el dinero, Álex, ¿por qué te preocupas? Si no lo tuviera, no haría este plan. Además, ¿tú no me invitarías a mí en el caso contrario?

—Creo que ese caso no se dará nunca, Erin. Solo soy un jardinero.

—Bueno —dijo ella—, eso no lo sabes.

Terminamos de cenar, recogimos en silencio, tensionados por esa conversación. Pensé que la cena había sido un desastre por mi culpa. Encontrar ese libro no había ayudado en nada precisamente.

—¿Me lo puedo llevar? —dije antes de que saliéramos por la puerta.

Esa noche, cuando Erin me dejó en Punta Margúa, estaba revuelto, nervioso… Era cerca de la una de la madrugada, pero sabía que no podría pegar ojo. Me metí en la cama, encendí mi móvil y me puse a investigar en internet.

El buscador devolvió toneladas de material sobre Félix Arkarazo. Artículos y fotos que ayudaron a construir aquel relato que Erin ya me había adelantado en parte: la ópera prima de Félix Arkarazo fue el fenómeno literario del año 2014. Vendió cientos de miles de ejemplares, se tradujo a doce idiomas y una productora compró los derechos audiovisuales para una película que, al parecer, estaba a punto de completarse.

El baile de las manos negras era la descripción de un pueblo. Corrupción, infidelidades, mentiras y venganzas que por lo visto eran sumamente reconocibles en Ilumbe. El libro había destapado un polvorín de acusaciones y enfrentamientos entre los vecinos, hasta el punto de que un médico, el doctor Aranguren, había llevado a juicio a Félix por «desvelar informes médicos privados». En realidad, lo que Félix había destapado eran sus múltiples aventuras con camareras y empleadas del hogar, lo que le costó el divorcio.
Leí alguno de esos artículos que aparecían aquí y allá. En uno, del suplemento cultural de El País, el titular decía así:

FÉLIX ARKARAZO: «LOS PUEBLOS PEQUEÑOS ESTÁN LLENOS DE TERRIBLES SECRETOS»

Leí un poco el artículo. Félix se pavoneaba por su afilada pluma y la arriesgada maniobra de retratar personas reales a través de sus personajes: «Soy escritor, ¿qué se pensaban que estaba haciendo cuando me contaban todas esas historias? Para un escritor todo es material. Un escritor no deja nunca de recopilar material. Ese es nuestro trabajo».

Yo solo podía pensar en una cosa: ¿qué hacía una celebridad literaria como él en la antigua fábrica Kössler la madrugada del sábado?

No podía dormir, así que cogí el libro y bajé al salón dispuesto a pasar una larga noche de lectura. La temperatura había caído unos cuantos grados y había comenzado a llover. Entonces pensé en esa piedra ensangrentada que todavía guardaba en mi bolsa Arena. Dejé el libro sobre el sofá y bajé. Si la casa estaba fría, el garaje era como un congelador. Levanté la vieja manta polvorienta y abrí la bolsa Arena. Todavía envuelta en una bolsa de plástico estaba esa piedra. La cogí y la sopesé en la mano derecha. ¿Cómo había sido? ¿Un golpe seco? ¿Varios?

Subí de nuevo y salí al jardín. Caminé hasta la valla. Abrí la cancela y seguí adelante. Tan lejos de la casa, sin la presencia de ninguna farola, aquello era la negrura más absoluta. Solo yo, el mar y algunas estrellas que aparecían entre las nubes.

Me acerqué al borde del acantilado. Abajo se podían ver los crespones de las olas rotas contra la pared de roca. Saqué la piedra de su bolsa.

«No sé por qué estabas allí, esa noche, Félix Arkarazo. No sé qué demonios pasó entre nosotros. Pero está claro que no fue nada amigable.»

Cogí impulso y la lancé al vacío. Me pareció oírla golpeándose ahí abajo, en el infierno de arrecifes y rocas.

Había destruido la prueba del crimen. Pero me di cuenta de que eso no sería suficiente. Mientras no supiera qué había ocurrido en esa fábrica el sábado de madrugada, seguiría a merced de los acontecimientos.

3

—¡Arriba, chico!

Dana estaba frente a mí, vestida con su bata de color verde y el pelo revuelto. Yo estaba repantigado en uno de los sofás del salón. Me había quedado dormido allí, con la luz de lectura encendida y el libro de Félix Arkarazo abierto encima.

—¿Qué hora es?

—Las siete de la mañana.

—¿Tan pronto? —dije, mientras notaba una leve tortícolis.

Dana cogió El baile de las manos negras de mi regazo.

—Vaya…, este libro.

—¿Lo conoces?

—Oh, claro. Todo el mundo en este pueblo lo conoce, por desgrracia —dijo misteriosamente—. Voy a hacerme un café. ¿Quieres uno?

Seguí a Dana hasta la cocina. Sacó una lata de café de la nevera y se puso a molerlo. Afuera había un cielo gris oscuro. Unas gaviotas revoloteaban sobre la casa. Me senté en una silla de madera, fría.

—Sabes que no leo mucho, pero me he tragado casi doscientas páginas. Es bastante entretenido.

—¿Conoces la historia de ese libro? —dijo Dana.

—Erin me contó un poco. ¿Tú te lo has leído?

—Sí, clarro —dijo mientras ponía la cafetera al fuego—, ya tiene unos años.

Dana comenzó a exprimir naranjas. Yo corté pan en rebanadas y lo coloqué sobre una sartén. Cuando todo estuvo listo nos sentamos a desayunar en la mesa de la cocina. Estaba muerto de frío y el café me entró estupendamente. Seguía con el libro sobre la mesa. Dana lo levantó y miró la fotografía de Félix.

—Ese hombre es un monstruo —dijo—. Fue algo inmorral lo que hizo.

—¿Inmoral?

—Aprovecharse de todas esas historias. Secrretos. Cosas que le habían contado en confidencia. Hizo muchísimo daño a mucha gente.

Dana llevaba al menos ocho años viviendo en Ilumbe. Había trabajado en otras cosas antes de servir en Punta Margúa. No me extrañó que pudiera conocer la historia del libro. Pero además, parecía guardar cierto rencor hacia el asunto. Miraba la foto de Félix como si su imagen le provocase acidez de estómago.

—¿Le conoces?

—¿A Félix? Sí, claro. Este es un pueblo muy pequeño. Aunque hace mucho que no se le ve el pelo. Ya no se atreve a bajar. Ahora vive en Kukulumendi, se compró un chalé en lo más alto del monte con todo el dinero que ganó. Una amiga mía va a limpiarrle la casa de vez en cuando.

—¿Dices que no se atreve a bajar al pueblo?

—Tuvo bastantes problemas por lo de su libro. Le destrozaron el coche, apedrearon su casa y casi le parten las crrisma un par de veces. Normal, con lo que hizo…

Sorbí de mi café y me vino a la mente la imagen de su cocorota reventada de una pedrada. Un escalofrío. Otro sorbo de café.

—Pero ¿cómo sabía todas esas cosas de la gente? Quiero decir…, ¿cómo se pudo enterar de tantos secretos?

Dana se explayó mientras untaba una tostada con mantequilla. Me contó que Félix era un periodista de segunda fila. Un tío que escribía artículos y ensayos de política sin demasiada importancia. Pero llevaba años escuchando los cotilleos y las habladurías del pueblo, y al parecer lo iba poniendo todo sobre el papel, en secreto.

—Un día se puso a escribir una novela y pensó que podría «engorrdar el caldo» con algunas cuantas buenas anécdotas de personas del pueblo. Lo terminó y se lo dejó a leer a un amigo. El amigo conocía a un editor en Madrid. Le ofrecieron bastante dinero y Félix picó. Y resultó que la novela fue todo un éxito. Todo el mundo la leyó y la gente empezó a reconocerrse en ella. El fotógrafo del pueblo se tuvo que marchar cuando todo el mundo leyó lo de sus fotografías de adolescentes en la playa. También, aunque le cambió el nombre, puso en el punto de mira al concejal de Urbanismo, por unos terrenos que conmutó sin permiso.

—Vaya…

—Antes de servir aquí, yo trrabajaba de cocinera en el hotel del pueblo. Los dueños, los Fernández, eran una familia de toda la vida. Muy buena gente. Pero tenían un hijo que era un bala perdida, no sé si me entiendes. Drogas, prostitutas… Bueno, Félix se deleitó describiendo sus andanzas. Fue tal la humillación, que vendieron el hotel y se marcharon de Ilumbe. Yo perdí mi trabajo, aunque eso no fue nada en comparación.

—Joder con Félix. Supongo que mucha gente tenía razones para odiarle.

—Espero que no le pase nada —dijo Dana—, aunque si le pasase, le estaría bien empleado.

Yo me quedé callado.

—Una vez vino por aquí, por la casa. Le dije lo que pensaba de él. No me guardé nada.

—¿Félix vino por esta casa?

—Sí…

—¿Cuándo fue eso?

—Hace un parr de años. En la época en que tu madre enfermó. Se presentó por la casa. Tu abuelo lo recibió… Al parecer se conocían de algo. Pero la cosa no acabó nada bien; tras un par de gritos que se oyeron hasta en Bermeo, le vi salir por la puerta muy trasquilado. Normal.

Vaya. Eso me pareció de lo más interesante.

Sobre las ocho, vimos a mi abuelo bajar por las escaleras. Perfectamente vestido y acicalado, como era su estilo.

Egun on, aitite!

Dana se puso a trabajar y mi abuelo tomó asiento. Le serví el café. El asunto de Félix se había quedado flotando en el aire, pero tuve cuidado al sacar el tema.

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