El mentiroso – Mikel Santiago

Voy a girarme, pero entonces noto que algo se mueve en la oscuridad. Un piano o un camión o algo muy parecido me cae encima. Y me voy al suelo y caigo enfrente de ese tipo. Veo su cara. Sus dos ojos negros, fijos, sin brillo.

El escritor me mira, quieto, en el suelo.

Está muerto.

Empiezo a perder la consciencia. Durante esos últimos segundos, el haz de mi linterna ilumina unos zapatos. Se acercan a mí. Se quedan parados a pocos centímetros de mi rostro. Pienso que me va a matar a mí también.

Escuché el ruido de un portazo. Me desperté y abrí los ojos, ¿dónde estaba? Había un volante frente a mí. El volante de mi furgoneta. Estaba sentado. ¿Es que me había quedado dormido conduciendo? ¿Qué había pasado? ¿Por qué me dolía tanto la cabeza?

Sonaba un motor en alguna parte, pero no era mi GMC. La furgoneta tenía el contacto quitado. Levanté la vista para ver algo más allá del parabrisas, pero solo había una tremenda oscuridad. Era como si estuviese volando por el espacio estelar. No había carretera, no había luces, ni señales, ni suelo…

Entonces, distinguí algo «ahí abajo». El crespón de una larga ola rompiendo junto a la costa.

El mar.

Ese «otro» motor rugió acelerando. Al mismo tiempo noté que algo me empujaba por detrás y la GMC comenzó a moverse hacia delante. Las ruedas pisaban la hierba y yo presenciaba todo esto como si la cosa no fuera conmigo. ¿A dónde querían llevarme?

Miré por el retrovisor. Un coche, sin luces, iba pegado a la trasera de mi furgoneta, que también estaba sin luces. Entonces me di cuenta de que los dos vehículos estaban iluminados por otra cosa, ¿qué? Tuve que girar la cabeza para encontrar el origen de ese resplandor amarillento.

Era la roulotte. Estaba en llamas.

El coche que tenía detrás volvió a empujar y la GMC avanzó otro poco más. Entonces yo empecé a atar cabos, bastante más despacio de lo deseable. La roulotte. El refugio del escritor. Yo había ido allí y había encontrado aquel informe policial subrayado. Entonces había escuchado un ruido de pasos. Había salido. Los focos de un coche parpadeando en la oscuridad y, de pronto, ese golpe…

Otro empujón. Miré hacia delante y me di cuenta de lo que estaba pasando.

Me estaban empujando en dirección al barranco. Querían asesinarme.

Mi cerebro liberó unos cuantos gramos de adrenalina y terminó por despertarme de aquella especie de duermevela en la que estaba instalado. Llevé la mano derecha al contacto y encontré la llave. Arranqué y encendí las luces. Vi la hierba del acantilado y, más allá, mis faros se perdían en la nada. Mi furgoneta avanzaba suavemente hacia el final. En silencio, me dirigía hacia una muerte segura.

El conductor del otro coche vio mis luces encenderse y aceleró. Su motor bramó de manera monstruosa. Era un motor grande y empujaba con fuerza. Estaba a dos metros del acantilado e hice algo por puro instinto. Pisé el freno. La GMC se detuvo en seco y escuché al otro coche empotrarse contra mi parachoques. La chapa hizo ese clásico ruido de arrugarse y el motor restalló. Pero incluso con el freno pisado, yo seguía desplazándome hacia delante No podía ver muy bien lo que había después del borde, pero recordaba haber visto un acantilado de unos veinte metros según venía.

Tardé en darme cuenta de que tenía un freno de mano maravilloso. Tiré de él mientras seguía pisando a fondo el otro freno. La GMC respondió clavándose en el suelo como un Poseidón de metal. Detuvo otra vez la tracción del otro coche y pude escuchar cómo su motor rugía aún más fuerte. Era, por lo poco que podía ver a través del espejo, un coche bastante alto. Color negro. Comenzó a empujar y la GMC cedió un poco más. Quedaba escaso medio metro para caer.

Volví a tirar del freno de mano, como para asegurarme de que había completado todas sus posibilidades. Recordé que Ramón Gardeazabal había «revisado los frenos» y me dije mentalmente que le compraría una caja de vino si los frenos me sacaban de esto. Pero volví a moverme un poco. Los faros iluminaban el vacío.

No podía quedarme esperando, así que aposté por hacer algo. Sin soltar el pedal del freno, embragué y metí la marcha atrás. Después solté el frenó bruscamente y aceleré a fondo. La GMC puesta a cinco mil revoluciones devolvió el golpe al otro coche y ganó unos centímetros antes de pararse. Aquello se convirtió en un pulso a muerte entre las dos bestias de acero. Mi marcha atrás era mucho más corta y poderosa que su primera, pero el otro coche tenía un motor claramente superior, y por potencia comenzó a ganarme. La GMC derrapó un poco y yo dejé de ver el borde del acantilado. Estaba ya encima. Mis ruedas delanteras estaban a punto de salirse. Apreté los dientes y me preparé para caer. Una caída a plomo de veinte metros, sobre un lecho de roca.

Empecé a oler a quemado y al mismo tiempo noté cómo la presión cedía de pronto. Un ruido chirriante y enloquecido, como de ruedas patinando sobre el suelo. La GMC comenzaba a ganar el pulso, ¿por qué? Las ruedas del coche de mi asesino resbalaban y yo me agarraba al suelo gracias a mi peso: dos mil kilos de furgoneta más una segadora y un montón de trastos.

Mi asesino se esforzó un poco más. Digamos que terminó de poner toda la carne en el asador, pero sus ruedas ya habían hecho un surco lo suficientemente grande y resbaladizo como para que todo su motor no le sirviera para mucho. Entonces hizo lo siguiente que podía hacer: echar marcha atrás para intentar embestirme. Pero mi GMC salió despedida con toda su fuerza y lo golpeó rompiéndole al menos un foco (escuché el ruido de cristales). Después dibujé una curva muy pronunciada en el sentido inverso de mi volante. Eso, quizá, fue la segunda cosa que me ayudó a salir con vida de allí. El otro coche perdió su oportunidad y yo embragué, metí primera y aceleré por la oscuridad de aquel acantilado.

Solo quería alejarme del borde, así que aceleré por encima de la hierba, las rocas y las piedras en dirección a esas luces lejanas que había visto antes. Ni siquiera me paré a echar un vistazo. Acabé estampándome contra un vallado y la furgoneta se me caló. Bajé de allí con la idea de salir corriendo rumbo a las casas, pero entonces vi que el otro coche se largaba. Sus luces rojas ya se alejaban a toda velocidad por el sendero de hierba, hacia la carretera.

Asustado, nervioso, agradecido por estar vivo…, me quedé allí quieto, junto a mi furgoneta. Cogí el teléfono. Mi primer impulso fue llamar a alguien. A la policía, a Erin, a mi abuelo. ¡Han intentado matarme! Pero luego volvió otra vez el sentido práctico que me había guiado desde el comienzo de todo. «No, nadie te va a creer.»

Tenía que desaparecer de allí. Largarme, igual que había hecho mi agresor. Una roulotte en llamas enseguida atraería la atención de los pocos habitantes de la zona. Pronto llamarían a la policía… ¿Y si me encontraban allí? Solo iba a empeorarlo todo.

La roulotte en esos momentos era ya solo un esqueleto de hierros negros en llamas. Ahí terminaba, oficialmente, la vida y obra de Félix Arkarazo. Y de paso, ahí terminaba todo con lo que pudo haber hecho daño a tanta gente.

Regresé a la carretera con cuidado, pensando que quizá esos asesinos sin rostro estarían esperando para emboscarme. Pero no me topé con nadie. Supongo que habían perdido su oportunidad de matarme a la primera y no querían arriesgarse a que yo hubiera podido llamar por teléfono.

Llegué hasta la gasolinera, que acababa de cerrar a esas horas. Eran las nueve y cuarto. Paré y bajé de la furgoneta. Mis piernas estaban temblando. Me lie un cigarrillo y encendí el teléfono. Empezaron a llegar un chorro de notificaciones de llamadas y mensajes, pero nada de eso me preocupaba demasiado. Ante la perspectiva de haber muerto aplastado contra las rocas de un acantilado, la policía había dejado de parecerme una opción tan terrible. De hecho, estuve a punto de llamar a Arruti y a su amigo el policía judicial. Contarles que alguien había intentado asesinarme esa noche. Que habían incendiado el lugar donde Félix Arkarazo guardaba sus secretos. Que posiblemente habían sido los mismos que mataron al escritor.

Uno de los últimos mensajes era de Dana y decía así:

La policía te está esperando en casa. Álex, creo que es mejor que vengas.

Todo había acabado. Todos mis intentos por controlar aquello de la mejor manera. Alguien había intentado matarme. ¿Qué otra cosa me quedaba por hacer?

Apagué de nuevo el móvil y volví a la furgoneta. En la autopista me crucé una procesión de sirenas y luces azules. Bomberos, policía que con toda probabilidad acudían al incendio. Conduje muy despacio, bajo una lluvia densa que aparecía iluminada por mis focos. Iba en silencio. Sin música. Escuchando el ruido que había dentro de mi cabeza: toda una espiral de pensamientos abrumadores. Pensaba en la cárcel. En todas esas historias que cuentan sobre asesinatos y violaciones… ¿Podría sobrevivir a todo eso? Quizá, con un buen abogado, consiguiera reducir mi condena de alguna manera. Salir en unos pocos años y volver a intentarlo, aunque, desde luego, sería mejor hacerlo en otro sitio. Yo sería el asesino de Félix Arkarazo, un hombre famoso. En cuanto la policía me denunciara, mi rostro ocuparía todos los medios. «Álex Garaikoa, un jardinero de la zona, ha sido acusado hoy…» Mi nombre resonaría en los telediarios y en las tertulias de televisión y radio. Solo me alegraba de que mi madre no estuviera viva para verlo.

Estaba condenado al exilio. Quizá pudiera volver a Amsterdam, si es que mis antecedentes no eran un problema para eso. Volver a Flevoland y buscarme un trabajo como cosechador de tulipanes. Para entonces, quizá mi abuelo ya hubiera perdido la cabeza. En cuanto a Erin y sus padres, supongo que para ellos yo solo sería un oscuro capítulo en su historia familiar. Quizá incluso llegara a convertirme en una anécdota escalofriante que contar a sus amigos mientras brindaban con champán por el año nuevo, en su resort de esquí austríaco. «Y pensar que estuve a punto de contratarle», diría Joseba, y entonces Erin —de la mano de su nuevo novio— contestaría: «¡Y yo estuve a punto de tener hijos con él!». Claro que todo el mundo habría cerrado filas en torno a ella. Toda su esfera la compadecería por ese tropiezo. Empezando por Denis.

«El amor es ciego, ¿no? Y nunca conocemos a la gente realmente…, pero que conste que te avisé.»

Llegué a Bilbao y continué por la autopista en dirección a Gernika. Dejó de llover y, casi como un reflejo, en mi cabeza también empezó a clarear. Pasé de la depresión a la furia. Comencé a pensar en esos malnacidos que habían intentado lanzarme por el acantilado esa noche. Querían terminar lo que habían empezado. Hacer un bonito final de esa novela: Álex, el asesino de Félix Arkarazo, hizo arder la roulotte del escritor antes de suicidarse. Quizá incluso tenían una nota redactada en mi nombre pidiendo perdón al mundo.

¿Qué iba a confesar exactamente cuando me entregase? ¿Que me desperté junto a Félix Arkarazo en esa fábrica, pero que no creía haberlo matado? Tendría que explicar mi asunto con las drogas y ni siquiera eso me aseguraba la inocencia. La policía tenía ganas de encontrar a un culpable y ya me habían elegido a mí. Y el hambriento monstruo de la prensa tenía sus lapiceros bien afilados. Iban a devorarme vivo.

No. Tenía que seguir jugando. De pronto me di cuenta de que había un último hilo del que tirar, una última pregunta que responder. El informe policial y aquellas palabras subrayadas por Félix significaban algo. Algo relacionado con la noche en la que murió Floren. Esa pista, que había dado esperanzas a Félix Arkarazo, me tenía que dar esperanzas a mí.

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