El mentiroso – Mikel Santiago

Volvimos a escuchar los pasos en la escalera. Mi abuelo se levantó y se apoyó de espaldas en la puerta. Me hizo un gesto, en silencio, para que me metiera debajo de su escritorio, cosa que hice. Alguien llamó a la puerta. Era Dana, otra vez. Se coló en la habitación y habló bajo, pero con mucha tensión:

—Acaba de colgar el teléfono. Creo que se han dado cuenta del truco.

—Tengo que salir de aquí.

—Pero ¿a dónde vas a ir?

—Hay una última cosa que debo hacer —dije—. Y necesito salir sin que me vean.

—Por la ventana —señaló con un gesto el abuelo—, es la mejor opción.

—¿Cómo?

Jon Garaikoa cogió uno de los arpones de la pared, uno que tenía un tramo de cuerda enrollado al lado. Desenrolló la cuerda.

—A rapel —dijo—, por este lado de la fachada no te verá nadie. El poli está en la cocina, ¿no?

—Me aseguraré de que mire en la dirección correcta —dijo Dana—, dame medio minuto.

Dana salió escaleras abajo. Abrimos la ventana. El abuelo colocó el arpón en transversal para fijarlo al marco y dejó caer la cuerda.

—Agárrate fuerte. La cuerda no se romperá.

El corazón me dio un respingo según salía por la ventana. Miré a mi abuelo, que sujetaba la cuerda con fuerza.

—Debería haber confiado en ti desde el principio.

—Ánimo —respondió, y una sonrisa se le dibujó en el rostro, una fantástica sonrisa que era muy rara de ver en los últimos tiempos—, y vuelve pronto.

Empecé a descender por la fachada caminando como un hombre araña mientras sentía la presión de la cuerda en los brazos. Me detuve justo encima de la ventana del salón. No había luces, pero no me quería arriesgar. Solté la cuerda y me dejé caer sobre el parterre de rosas que había a los pies de la ventana. El mismo lugar por el que aquel ladrón había intentado entrar días atrás. ¿Un ladrón u otra cosa? Silencio. Escuché un ruido de conversaciones dentro de la casa. Dana entretenía al poli.

Sin pensármelo dos veces, salí corriendo hacia el pinar.

3

La noche empeoraba. La tormenta estallaba sobre el acantilado y daba miedo caminar por allí. El oleaje retumbaba con más fuerza que nunca en las concavidades de aquella roca. Unos crujidos gargantuescos resonaban bajo mis pies como si todo el maldito cabo estuviera a punto de partirse en dos.

Llegué al coche. Si Arruti había descubierto la trampa, ¿estarían buscando el Golf de Erin? Demasiado tarde para preocuparse por eso. En cualquier caso, Ispilua estaba muy bien situada para llegar al cabo Atxur. Solo tenía que conducir hacia el norte, por la carretera que bordeaba el mar.

Con los limpias bailando a toda velocidad, apartando litros de agua, aceleré por las curvas como un alma enloquecida, desesperada. Se había abierto una pequeña posibilidad de salvación. Una grieta mínima, y yo estaba dispuesto a escudriñar hasta el último hueco por el que pudiera colarme. Quizá Félix solo tenía una intuición, pero era la correcta. Punta Margúa, Ane, Mirari, Begoña y esas luces en la casa. Supongo que planeaba chantajearme, a mí y a mi abuelo, amenazarnos con entregarme a la policía si mi abuelo no revelaba la verdad sobre lo ocurrido esa noche. Pero alguien lo mató antes de que pudiera sonsacarme ese secreto.

¿Ane?

Llegué a Gure Ametsa y frené frente a los dos portones. Bajé y llamé al timbre con insistencia. Desde donde yo estaba se podían ver luces en el salón de la casa. Pensé que saltaría si hiciera falta, aunque entonces recordé a los perros, a Roberto… ¿Estaría allí dentro esperándome?

La luz del interfono se encendió. Nadie dijo una palabra al otro lado, pero casi acto seguido los portones comenzaron a abrirse. Volví al coche y conduje muy despacio por el sendero del jardín. No había nadie en el camino. En el aparcamiento cubierto había solo un coche: un pequeño Mazda de color rojo. Aparqué justo al lado y caminé hacia la casa esperando que alguien me saliera al paso. Roberto, Carlos, Dolores… Pero no había nadie. Solo el viento, la casa iluminada a bandazos por el faro. Entonces oí una voz que me llamaba en la oscuridad.

—¿Álex? ¿Eres tú? Sube por la terraza, por favor.

Aunque no la distinguía entre las sombras, reconocí la voz de Ane. Me dirigí a la terraza y por un instante pensé en si debería armarme con algo. Un palo, una piedra… Pero en realidad ¿qué iban a hacerme? ¿Matarme allí mismo?

Llegué arriba y caminé por la amplia terraza mirando el salón. Una de las puertas de cristal estaba entreabierta. Sonaba música, Chet Baker. Casi como una broma macabra. La misma música que sonaba en la noche de la fiesta.

Ane estaba allí, en el cuadro de sofás de terciopelo color frambuesa. Se encendía un cigarrillo con el mechero de mesa con forma de búho. Lanzó una flecha de humo y me hizo un gesto para que pasara.

—Qué sorpresa, Álex… Un poco tarde para cortar la hierba, ¿no?

Di un par de pasos dentro del salón. Había unas pocas lámparas encendidas y el lugar estaba en penumbra. Miré a un lado, al otro, un poco desconfiado.

—¿Estás sola?

—Sí. —Se sentó—. Carlos está de viaje y Dolores se ha puesto enferma.

Me acerqué.

—¿Y Roberto?

—¡Ah! Ni idea. Ese siempre va a su bola.

Observé la mesa. El otro sofá.

—¿Quieres tomar algo? Estaba a punto de prepararme otro gimlet. Te gustaban, ¿no?

—Ane. ¿Quién más está contigo?

Eso logró apagar un poco la sonrisa de su cara.

—¿De qué hablas?

—Últimamente me he vuelto bastante observador con los detalles. En la mesa hay marcas de otro vaso. Y ese sofá… Me apuesto algo a que si pongo la mano… —Puse la mano sobre el sofá que estaba al lado. Caliente.

—Vaya con Sherlock Holmes —se rio Ane.

—¿Quién se esconde?… ¿Mirari?

—Un chico muy listo —dijo una voz desde el fondo del salón.

Mirari apareció tras la puerta del pequeño distribuidor, con un vaso en la mano. Sin decir otra palabra avanzó hasta mí y me dio un beso en la mejilla.

—Vaya… —La miré de frente—. ¿Por qué te escondías?

—¿Por qué no te sientas y hablamos? —respondió Mirari, nerviosa.

—La verdad es que tengo prisa. La policía me pisa los talones.

—Lo sabemos, Álex. Precisamente hablábamos de ti.

—Ya veo —dije—. Las amigas que siempre se llevaron tan mal y resulta que últimamente os pasáis la vida juntas. Dime la verdad, Mirari. ¿Por qué no querías que te encontrara aquí?

Ane y Mirari se miraron en silencio, sin perder la sonrisa, aunque era una sonrisa tensa. Tenían algo que ocultarme, pero no por mucho tiempo.

—Estábamos charlando. —Mirari intentó sonar tranquila—. Cuando te hemos visto por el interfono, he decidido esconderme por si venías con alguna intención desagradable. La policía nos ha contado cómo mataron a Félix. Una piedra.

Me reí.

—Tenéis mucho estilo inventando mentiras.

Ane se puso en pie.

—Será mejor que te sientes. Álex, estás demasiado nervioso. ¿De verdad no quieres una copa? Te prepararé una…

—No. No quiero nada, solo encontrar a la persona que mató a Félix. Y creo que estoy muy cerca de hacerlo. Estoy tan cerca que creo que la puedo tocar.

Dije todo esto mirando a Ane. Ella parpadeó unos segundos.

—¿Yo? —Rompió a reír mientras se dirigía al bar—. No sé de dónde has sacado esa idea, pero es ridícula.

—Incluso molesta —dijo Mirari—. Félix era un amigo. Raro, mezquino a veces…, pero un amigo a fin de cuentas.

Ane llegó a la barra. Sacó una botella de gin y una lima. Se puso a cortarla.

—Un amigo que estaba a punto de revelar algo que os iba a hacer mucho daño —dije yo—, y tú lo sabías, Ane.

—¿De qué hablas?

—Podéis ahorraros todo este teatro, Mirari, lo sé todo. Sé exactamente lo que pasó la noche en que Floren murió. Tu marido te maltrataba, Ane, y puedo comprender que lo hicieras… Después de matarlo viniste a mi casa a pedir ayuda. Mi madre estaba allí. Te acogió. Entonces llegaste tú, Mirari. ¿Tras una llamada de teléfono? Hicisteis un pacto de silencio… y mi madre convenció a mi abuelo para protegeros.

Mirari se había quedado fría. Ane lanzó una palada de hielos en la coctelera y empezó a agitarla.

—¿Quién te lo ha contado? ¿Jon? —preguntó Mirari.

—Ha tenido que hacerlo. Mi vida está en juego. Alguien mató a Félix porque iba detrás de esta historia… Y ¿quién tenía más razones para callarle que vosotras dos?

Ane sirvió dos copas y las trajo. Dejó una frente a mí, en la mesa, y se quedó con la otra. Tomó asiento junto a Mirari. Las dos amigas entrecruzaron una mirada muy rápida.

—De acuerdo, Álex —dijo—. La historia que te ha contado tu abuelo es cierta. Maté a Floren… El muy hijo de… se lo merecía… Lo demás ocurrió como has dicho.

Ane bebió un largo trago y volvió a coger el cigarrillo que había dejado en el cenicero, sobre la mesa.

—Pero ninguna de las dos mató a Félix. La policía ya nos ha hecho esa pregunta y las dos tenemos una coartada para el viernes. Yo estuve en mi fiesta hasta la madrugada.

—¿Y tú, Mirari?

Mirari me clavó una dura mirada.

—Mirari estaba aquí también —dijo Ane.

—¿Cómo?

—Llegó en un taxi justo después de que tú te fueras. Yo la llamé. Teníamos que hablar de algo urgente… De Félix.

Ane vio la pregunta en mis ojos, pero bebió con tranquilidad antes de responderla.

—La noche del viernes, Félix estaba boyante. Medio borracho. Se dedicó a meter el dedo en el ojo a algunas personas. Y se le escaparon algunas cosas; entre ellas, el asunto de Floren y el acantilado. Dijo que había encontrado un detalle que se le había escapado a todo el mundo. Sabía que esa noche había habido gente en tu casa. Un asunto con las luces de la planta baja. Solo le quedaba confirmarlo preguntándole a la única persona que podía saberlo después de los años.

—Mi abuelo.

—Exacto. Me dijo todo eso y, como comprenderás, llamé a Mirari inmediatamente. Teníamos que hablar, prepararnos… Pero en ningún momento se nos ocurrió matar a Félix. Estuvimos sentadas en mi despacho desde la medianoche hasta las dos de la madrugada. Dolores puede dar fe de ello. Vino un par de veces a servirnos unas copas.

Por fin decidí sentarme; de hecho, me derrumbé en el sofá. Cogí el gimlet y lo bebí a pequeños sorbos. Había ido allí pensando que iba a encontrar el final del camino, pero el camino seguía sin cerrarse. Miré a las dos mujeres. Aunque todo había quedado claro, seguía sintiendo algo extraño en sus miradas, en sus comportamientos. Un mentiroso sabe reconocer una mentira cuando la tiene delante. Pero ¿en qué mentían exactamente?

—Escúchame, Álex —dijo Ane—, podemos ayudarte, sea lo que sea lo que ha ocurrido con Félix.

Otro trago más. Intenté pensar… Tenía que haber algo más. Lo sabía. ¿Qué era lo que estaba fallando en toda la escena? ¿Qué era lo que olía a cartón piedra? Ane y esa confesión tan «rápida»… Parecía todo impostado. Recapitulé la historia de mi abuelo. La secuencia de los hechos tal y como los vivió Jon.

Alguien llamó al timbre de Villa Margúa esa noche, una mujer desesperada. ¿Ane? En realidad, el abuelo no la había visto. Después llegó un coche… Mirari…

—Espera un segundo… —murmuré—. ¡Un momento! Mirari…

—¿Qué?

Mirari me miraba detrás de sus gafas oscuras. Las que le impedían conducir. Las que la obligaban a ir en taxi a todas partes.

—Un segundo. Un segundo —dije—. ¡El coche!

—¿Qué coche?

Yo notaba el corazón bombeando a toda velocidad.

—La noche de la muerte de Floren… Mi abuelo oyó un timbre —dije rememorando ese relato—. Alguien llegó del acantilado, una mujer desesperada. Mi madre la abrazó, la metió en casa. Cuando mi abuelo bajó las escaleras no la vio en realidad, porque venía calada y mi madre le había dado una toalla, la llevaba en la cabeza, pero supuso que eras tú, Ane.

Mirari observó a Ane. Silencio.

—Al cabo de una hora llegó un coche. Otra mujer… Mi abuelo dedujo que era Mirari. Hablaron y, más tarde, un coche «arrancó». Pero tú no conduces, Mirari, vas en taxi a todas partes, así que no pudiste ser tú la que llegó más tarde. No… —Me detuve un instante, con la boca seca—. Tú fuiste esa primera mujer que llamó a la puerta. ¡Tú mataste a Floren!

Mirari alzó la vista. Se quitó las gafas. Sonrió.

—Vaya tontería —dijo Ane nerviosamente—, ya te he dicho que fui yo. Ya te…

Pero Mirari le hizo un gesto con la mano. Continuaba sonriendo.

—No hace falta que sigas protegiéndome, amiga —dijo—. Es un chico muy listo. Y esta vez, ha dado en el clavo.

4

Ane volvió a preparar más bebida. Esta vez los tres teníamos ganas de beber. Estábamos sentados en los sofás. Sonaba «My Funny Valentine» y Mirari tenía los ojos bañados en lágrimas.

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