—Denis es un buen amigo en el que confío.
Me reí. No pude evitarlo. Era todo lo que se me ocurrió hacer.
—Vale, si te hace tanta gracia, es mejor que te vayas de aquí ahora mismo.
—¡Pero Erin!
—Álex —cortó ella—, por favor, déjame sola.
Salí de la habitación. Cerré la puerta y bajé las escaleras. Bajar era la sensación correcta. Mi corazón estaba también hundiéndose lentamente. El salón estaba lleno de gente. Sonaban más Stones: «You Can’t Always Get What You Want».
Esquivé la fiesta. Conocía bien la casa y sus siete formas de entrar y salir. Me escurrí hasta el vestíbulo y salí de allí. El chico que se había dado un chapuzón en la piscina consiguió que no le viera demasiada gente. Solo un par de simpáticos borrachos en el jardín.
—¡Eh! La próxima vez ven en bañador, por si acaso.
Llegué a mi coche, triste. Entré y me quedé en silencio un rato. Después golpeé el volante. «¡Idiota!» Esa historia de Leire en el aparcamiento del Eroski era cierta. Fue un desliz imperdonable. Ahora Erin me había pillado mintiendo. ¿Qué podía hacer? Por el momento la cosa ya se había jodido bastante.
III
CARRETERAS SOLITARIAS
1
—¿Álex?
Alguien me aporreaba la cabeza. Y aquello dolía. Era como estar dentro del bombo de una batería de death metal.
—¿Álex?
Abrí los ojos. No era mi cabeza lo que aporreaban, sino una puerta. Y tampoco era un concierto de death metal, sino Dana. Pero sonaba como el martillo de Thor, y eso que yo estaba enterrado bajo dos capas de edredones y una almohada.
—Tienes a alguien al teléfono —insistió—. ¿Le digo que estás dormido?
—¿Qué? ¿Al teléfono?
Estaba tan atontado que saqué la mano de debajo del edredón y cogí el teléfono de mi mesilla. Entonces me di cuenta de que se refería al teléfono fijo.
—¿Lo vas a coger?
—¡Sí! ¡Voy! ¡Voy!
Salí de mi maravilloso refugio de algodón sintético. Me senté en la cama y la resaca me dio los buenos días. Por un instante, volví a sentir que no recordaba nada. ¿Qué había pasado el día anterior? ¿Qué hice al salir de casa de Erin? ¿Por qué tenía la lengua como una lija y la cabeza como una esponja mojada?
Pero mi memoria, tan escurridiza para ciertas cosas, vino a caer como una losa con los recuerdos de la noche pasada.
Lo recordaba todo, claro que lo recordaba. La fiesta, el chapuzón, Carlos el gigante y la bronca posterior con Erin. Me sentía como una auténtica mierda al salir de la casa de los Izarzelaia. Tenía ganas de llorar, de gritar, de atizarle a alguien —¿a Denis, por ejemplo?—, pero en vez de eso me fui a tomar una copa.
Fui al Blue Berri con la vaga esperanza de encontrar allí a Txemi Parra —sería genial poder beber con un amigo y llorar sobre su hombro—, pero en el Blue Berri, esa noche, no había quien encontrase a nadie. Había una fiesta de Halloween y todo el mundo estaba disfrazado de monstruo: vampiros, fantasmas, zombis… Mi cara de entierro le pegaba bastante bien a todo, así que me acomodé en la barra y pedí una jarra de cerveza.
En el escenario tocaba una de esas bandas de pospunk surgidas en pequeños pueblos, donde se puede ensayar con amplificadores de cien vatios hasta las dos de la madrugada y solo molestas a las vacas. La guitarrista era una especie de diva del tatuaje, pelirroja, con más piercings que acordes en la guitarra… Cantaba en euskera y, aunque yo no entendía nada, creo que tenía el corazón roto y estaba enfadada con el mundo.
Bueno, en eso estábamos igual.
Me bebí cuatro jarras de cerveza antes de aceptar un Jäger de una chica disfrazada de princesa Leia. Después, ya en caída libre, me lancé un par de cubatas gaznate abajo. El colocón me hizo ver las cosas desde otra óptica (la estúpida) y pensé en llamar a Erin y contarle la verdad. «Sí, es cierto. Esa noche estaba en el Eroski, te mentí, aunque no es lo que piensas… De hecho, ni te lo imaginas.»
Pero después, incluso con ese nivel de atontamiento neuronal, me controlé. ¿Hablarle de mi trabajo nocturno, de mis deudas? Si hubo un momento para hacerlo, ya había pasado. Ahora sonaría a una petición de dinero. No… No… La verdad era algo inaceptable. Justo ahora que Joseba me había ofrecido ese trabajo, justo ahora que un horizonte perfectamente azul se abría ante mis ojos, no podía joderla, y decir la verdad era joderla a nivel olímpico.
—¿Álex? ¿Vas a bajar?
—Vooooy.
Me puse en pie, tambaleante. La cabeza me dolía ahora por dos partes. Delante y detrás. Era como un balón del Mundial de fútbol después de un partido con dos prórrogas y tanda de penaltis. Bajé las escaleras hasta la cocina. Según llegaba, escuché a mi abuelo hablando por teléfono.
—Desde luego… Hace mucho tiempo que no te veo. ¿Cómo está tu madre? Ah…, vaya, lo siento mucho. Mira, aquí está Álex. Te lo paso.
Cogí el teléfono de las manos de mi abuelo.
—¿Sí?
—¿Álex? —preguntó una mujer.
—Soy yo.
—Hola, Álex, soy Ane. ¿Te acuerdas de mí…? La mujer de Carlos Perugorria. Carlos…, el que te lanzó a la piscina anoche.
Al instante me vino a la cabeza esa bella mujer pelirroja con el vestido abierto por la espalda.
—Ane. Claro.
—¿No me recuerdas?… Sí, ya me han dicho que no recuerdas nada. Pero Carlos me ha puesto al día… Está muy arrepentido, ¿eh? —Se rio un poco.
—No pasa nada.
—Mira. Hemos pensado que podrías venir por casa un día, cuando quieras. Organizamos una cena o almuerzo… Carlos me ha contado que habías venido a la casa para intentar recordar algo, ¿no? Pues quizá te ayude… —Se rio de nuevo—. ¡Es todo tan surrealista!
—Lo es.
—Okey. Perfecto. Hoy estoy por trabajo en Berlín, pero mañana llego a Ilumbe. ¿Te parece bien mañana para el almuerzo?
—Perfecto.
Colgué.
Dana estaba con el abuelo en la terraza. Hacía un día bonito, incluso con la amenaza de lluvia. Un brisa templada peinaba la hierba y nos enredaba el pelo. Dana regaba algunos tiestos y el abuelo se las veía con un crucigrama.
—Tienes cara de necesitar un café carrgado —dijo Dana al verme salir.
—Sí, por favor.
—¿Es verdad eso de que te peleaste con su marido? —preguntó mi abuelo.
—Fue un malentendido. ¿Tú conoces a Ane?
—Claro, y tú también. ¿No la recuerdas? Pelirroja. Guapa… De niño se pasó horas contigo.
Me vino la imagen de una chica pelirroja, en la playa, jugando conmigo.
—Sí, creo…
—Tu madre, Mirari y ella estuvieron siempre muy unidas. Las llamaban «la ameba» porque eran como tres hermanitas inseparables. Bueno, al menos lo fueron.
La historia de la infancia de mi madre era como un gran misterio para mí. Después de irnos de Ilumbe a Madrid, apenas volvimos por allí. Mi madre, además, era bastante hermética. No solía contarme demasiadas historias. Y mi abuela, que al parecer era la que hablaba hasta por los codos, se había muerto hacía cuarenta años. Así que todo estaba enterrado en unas cuantas capas de historia, como supongo que les sucede a muchísimas familias. Pero Mirari me había contado que, hace cuatro años, mi madre vino de visita y pasó unos días en casa. Fue la última vez que la vio en Ilumbe.
Llegó Dana con una cafetera recién hecha.
—Pues resulta que yo me he enterado de algunas cosas —dijo—. Sobre esa casa que me dijiste, Gure Ametsa. Es donde viven ellos, ¿no?
Me serví una larga taza de café negro.
—Mi amiga Candela conoce a Dolores, la chica que tienen de interina. Si quieres, te doy el informe completo.
Recordé a Dolores, la mujer que me había abierto la puerta.
—En la casa viven Ane, Carlos y un hermano de Carlos, un tal Roberto. Un hombre muy extraño, según Dolores.
—Le conocí. Pensaba que era el guardia.
—Pues no: es el hermano. Parece que estuvo en el ejército o algo así, pero tuvo algún problema mental y lo licenciaron. Siempre está solo, con sus perros, dando largos paseos por la zona. Dolores dice que es un tipo escalofriante.
—Eso me pareció a mí también.
—Y Carlos tampoco parece trigo muy limpio. Se hizo millonario de golpe y porrazo, con una promoción de casas en Cantabria. Después ha seguido construyendo y ampliando su imperio, una empresa llamada Urtasa, pero hay muchos rumores sobre él. Conexiones con gente peligrosa, corruptelas…
—¿Urtasa? —dijo mi abuelo—. Vaya, no me digas que Ane se casó con ese pedazo de besugo.
—¿Lo conoces?
—A él no, pero sí sus ideas… Quería construir una docena de chalés aquí, en Punta Margúa. Nos ofrecieron dinero por la casa y todo.
—Y ¿Ane? —dije yo.
—Ane es buena chica, aunque tiene bastante mala puntería con los hombres.
—Ella se dedica a algo relacionado con el arte —siguió diciendo Dana—. Compra y vende cuadros. Se pasa el día viajando.
—Yo conocía a su padre —intervino de nuevo el abuelo—, se ahogó en el mar del Norte, en una planta de gas que se vino abajo. Ane y su madre pasaron calamidades para sobrevivir.
—He oído que su primer marido también se mató —dijo entonces Dana—. Al parecer fue un accidente, cuando iba borracho.
Mi abuelo tardó en contestar. Es como si aquello le hubiera incomodado un poco.
—Así es. Fue una mala cosa. Precisamente tu madre estaba aquí, en el pueblo, cuando todo eso ocurrió. Me alegré de que pudiera estar con Ane en un momento así… Pero bueno, ¡basta ya de tanto cotilleo! Tengo que terminar el crucigrama…
Mi abuelo se irguió otra vez y perdió la vista en el horizonte. Unas gaviotas muy chillonas revoloteaban cerca de la casa y las miró como si pensara en algo más.
Aquel par de cafés cargados me devolvieron a la vida. Nada más salir de la ducha cogí el teléfono y llamé a Erin. Solo quería hablar con ella. Escuchar su voz. ¿Qué iba a decirle? Que lo sentía, que me perdonase, que quería arreglarlo… Pero todos estos buenos deseos se estrellaron contra los tonos del teléfono. Erin no lo cogió.
Le escribí un wasap: «Siento mucho que nos peleáramos. Me encantaría poder verte hoy y hablar».
El doble check azul indicó que lo había leído, pero no contestó nada.
«Shit.»
Me puse a mirar las noticias. Había pasado una semana exactamente y no había nada sobre Félix Arkarazo. Su cadáver no había aparecido, pero tampoco se había dado aviso de su desaparición. ¿Es que nadie le echaba de menos? Hay gente así de solitaria, gente que se muere y se seca en la soledad de un apartamento sin que nadie se entere. ¿Era Félix Arkarazo uno de estos?
El único suceso mortal que aparecía era un accidente múltiple en el alto de Artaza. Un ciclista había perdido la vida por culpa de un idiota que iba demasiado rápido con su coche. En Fika, un enjambre de avispas había atacado a una señora cuando intentaba echarlas de la caja de su persiana a escobazos. Las avispas se le enredaron en el pelo y su hijo la salvó metiéndole la cabeza en un cubo de agua. Casi la ahoga, pero las abejas murieron primero.
Por lo demás, todo eran noticias amables. Un cerdo de ciento ochenta kilos había ganado un concurso en la feria rural de Ajangiz. La trainera del Kaiku volvía a ganar una regata después de varias décadas. Y el Athletic seguía celebrando que el miércoles le había metido tres al Espanyol.
Empezó a llover, así que pensé que era un momento perfecto para leer el libro de Félix. ¿Quizá podría encontrar alguna pista entre sus páginas? ¿Algo que explicase por qué habíamos terminado juntos en aquella vieja fábrica? Me leí casi cien de una sola tacada. Era una historia entretenida, llena de pequeños relatos de lo más curiosos y personajes muy creíbles (tan creíbles que eran de verdad, según Erin). Uno de ellos concretamente —llamado Asier Madariaga en el libro— me pareció que hacía alusión a Joseba Izarzelaia. En el libro lo presentaba como un hombre ingenioso que había trabajado a destajo por levantar su empresa, pero que había terminado vendiendo su alma al diablo al aceptar dinero de un tal Enrique Pando —¿Eduardo Sanz en la vida real?—. Desde luego, la historia era muy parecida a la de Joseba. En el libro, además, se mencionaba un tercer socio —Aitor Magunazelaia—, que fue traicionado por los otros dos. ¿Podía esa historia tener tintes de realidad? ¿Tuvo Joseba otro socio en el pasado?
Con el libro todavía entre las manos, volví a pensar en Félix. ¿Sabía lo suficiente sobre él? Volví a internet y me puse a buscar más información. Encontré su página web y su perfil de Facebook, en el que tenía casi cinco mil amigos —casi cinco mil amigos y nadie le había echado de menos en una semana—. En uno de los últimos posts de su perfil había colgado una entrevista grabada para el programa Página 2 de Televisión Española. Allí estaba él, con sus barbas y sus gafitas, hablando por los codos. Me estremeció verle, vivo, contestando con su voz aflautada, un poco infantil.