El mentiroso – Mikel Santiago

—Perfecto, porque necesito que hablemos.

—Hablemos entonces. ¿Qué hacías en mi casa esta mañana? —me preguntó.

—¿Qué? ¿Tu casa?

—¡Ah! ¿No lo sabías? Claro… No habrías tenido la caradura de hablarme, ¡ladrón! —exclamó el gigante.

Las chicas que estaban a su lado se quedaron de una pieza. No solo ellas. Todos los que estaban en un radio de dos metros guardaron silencio repentinamente.

Miré a mi alrededor y vi todas esas caras fijas en mí, incluyendo la de Denis.

—Espera… Te equivocas.

No fue un puñetazo (tal y como luego aseguró alguien), sino un empujón. Un pequeño empujón a decir verdad. Solo que al ver que me caía, eché mis dos brazos hacia delante, y sin querer le golpeé de vuelta.

La buena noticia fue que había agua, una piscina entera para mí. La mala es que me zambullí a una temperatura de unos catorce grados. Pero tampoco es que me diera mucha cuenta de todo esto. Aquel chapuzón provocó algo muy interesante.

—¡Eh, Álex! ¿Tienes un segundo?

Hace un día claro. El cielo es perfectamente azul y el sol del mediodía cae con fuerza sobre mi espalda. Estoy empujando mi segadora con cuidado, sobre la línea de la banda, deleitándome con el aroma de la hierba recién cortada y el salitre del mar. Es la casa de Txemi Parra.

—¡Eh, Álex! ¿Tienes un segundo?

Le veo venir por el jardín con un teléfono en la mano. Vestido con unos pantalones de kickboxing color pistacho y una camiseta de The Killers. Un tipo guapo, con buena planta, los mejores cincuenta años que jamás hayas visto.

Se acerca a mí diciéndome algo, pero no puedo oírle debido al ruido del motor.

—¿Qué?

Apago el motor. Txemi lleva el teléfono tapado con una mano, como si estuviera en medio de alguna conversación.

—¿Cómo lo tienes esta tarde? —me pregunta—. Es para una amiga. Celebra una fiesta esta noche y tiene al jardinero de baja.

—¿Esta tarde? Creo que no tengo nada. ¿Cómo de grande es el terreno?

Es como el mío más o menos. Más llano.

Okey.

Txemi habla entonces por el teléfono.

Dice que puede ir. —Y después a mí—: ¿Sobre las cinco y media? Es una casa llamada Gure Ametsa. Está de camino al faro Atxur.

Debí de recordarlo todo debajo del agua y también, al parecer, debí de quedarme allí demasiado tiempo.

Cuando recobré la conciencia estaba tumbado en el borde de la piscina, empapado de los pies a la cabeza y con un montón de rostros a mi alrededor.

—¿Está muerto?

—No. Mira, está respirando.

Denis estaba sentado frente a mí, calado hasta los huesos. Por lo visto, estuve unos cuantos segundos sumergido. La gente que había por allí no tenía demasiadas ganas de mojarse. Alguien gritó que «me estaba ahogando», lo cual era cierto. Me lanzaron un flotador mientras otra persona iba a coger la raqueta limpiapiscinas para intentar echarme un cable. Pero antes de que todo esto sucediera, Denis se lanzó al agua a salvarme. Denis, sí. La última persona de la que me esperaría un favor semejante.

—¡Traed mantas!

—No. Es mejor que lo llevemos a la casa. Ayudadme.

—Joder… No pensaba darle tan fuerte.

Crucé el jardín a hombros de alguien, ¿Denis?, ante la mirada estupefacta de aquella pequeña multitud de la fiesta. Muchos se reían. Quizá pensaban que sencillamente me había emborrachado y me había caído al agua.

Entramos en la casa. Denis estaba allí. Dijo que fuésemos al txoko. Era un espacio con cocina, comedor, chimenea, billar y una sauna que habían construido en el sótano. Me dejaron caer allí, sobre un sofá. Alguien me quitó los zapatos.

—Necesitará ropa.

—¿Qué ha pasado?

Escuché la voz de Joseba Izarzelaia y todo lo que sentí fue una vergüenza terrible. Escuché cómo Denis se lo explicaba.

—Carlos Perugorria le ha golpeado.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Ni idea.

—Por favor, que salga todo el mundo. Y que alguien busque a Carlos.

—Venía detrás de nosotros.

—Encenderé la sauna mientras buscáis algo que poneros —le dijo Joseba a Denis—. Álex, ¿me oyes?

—Sí…

—Te vamos a quitar toda esa ropa mojada.

Así que terminé en calzoncillos, sentado en una sauna caliente que Joseba tenía instalada en su txoko. Denis estaba allí también. Era de locos.

—¿Me has sacado tú del agua? Gracias.

—De nada —se limitó a contestar.

Escuché gente que llegaba por allí. La sauna tenía un pequeño ventanuco de cristal y pude ver al tal Carlos Perugorria, que era como se llamaba el gigante, hablando con Joseba. Por su lenguaje corporal diría que se estaba disculpando. Joseba estaba tieso, brazos en jarras y cara de enfado. Al poco apareció Erin.

—Pero ¿qué ha pasado? ¿Estáis bien?

—Solo ha sido un empujón —dije.

Y noté que Denis se reía.

—Pero ¿qué ha pasado? ¿Por qué te ha pegado Carlos?

—Hay una explicación para todo esto —contesté.

Apareció por allí Mirari con algo de ropa. Dos chándales Sergio Tacchini. Nos dio uno a Denis y otro a mí. Yo me vestí, salí de la sauna. Joseba y Carlos estaban sentados en el sofá. El gigante llamado Carlos Perugorria tenía una cara tremenda de arrepentimiento.

—Álex, perdona —dijo nada más verme—. Creo que ha sido una equivocación terrible.

—De todas maneras —dijo Joseba—, creo que lo mejor es que aclaremos esto. Sentaos un minuto.

Erin y yo nos sentamos en el sofá. Mirari se quedó de pie detrás de nosotros. Noté sus manos sobre mis hombros.

—Carlos dice que esta mañana has estado en su casa. Que el personal de servicio te ha cazado merodeando por el salón.

—Es cierto.

Vi los ojos de Joseba abrirse de par en par. Supuse que Erin, que estaba a mi lado, tendría la misma cara de infarto.

Mirari apartó sus manos suavemente.

—¿Qué? —dijo—. ¿Qué es cierto?

—Es cierto que he ido a su casa, pero no a robar nada —respondí.

—Bueno, pues será mejor que te expliques. —Joseba tenía cara de poquísimos amigos en ese momento.

Yo les conté exactamente la verdad. ¿Qué podía perder? Les conté lo del tique de gasolina. La gasolinera. Gure Ametsa y mi pequeña actuación hasta lograr colarme en el salón.

Carlos levantó la mano para interrumpirme.

—¿Me estás diciendo que no recuerdas nada?

—Tuvo un accidente —dijo Joseba.

Erin, con un tono que revelaba su enfado, añadió:

—Se dio en la cabeza y sufre una amnesia.

—Joder… —contestó Carlos.

—Reconozco que mentir ha sido un error —dije—, pero pensaba encontrarme con alguno de los propietarios e intentar charlar.

—Pobre —Mirari volvía a acariciarme—, debe de ser muy angustioso.

Entonces vimos aparecer por allí a Leire.

—Perdón, no quiero interrumpir —dijo—, pero por aquí está corriendo la voz de que hay un ladrón en la casa.

Joseba se dirigió a su mujer:

—Mirari, ¿puedes ir y explicar a la gente que todo ha sido un malentendido?

Ella salió por la puerta con Leire, y Joseba volvió a dirigir el asunto.

—Bueno, Álex, pero ¿qué hacías en el salón de la casa?

Calculé un poco la respuesta. Me interesaba desvelar lo justo para demostrar mi inocencia, pero no debía mencionar a Félix.

—Desde el accidente tengo algunas imágenes muy extrañas. Yo estaba en una fiesta, en una casa muy elegante, y charlaba con algunas personas.

—Correcto —dijo él—. Era la fiesta de cumpleaños de Ane.

«¿Ane?» El nombre me sonó una barbaridad.

Continué:

—Bueno, reconozco que tenía un «presentimiento» cuando entré en la casa. Y luego, al ver ese salón lo supe. Yo había estado allí. Recordé a algunas personas. Tú —señalé a Carlos— eras una de ellas.

—Es verdad, hablaste conmigo. Había una veintena de invitados allí…

—También charló conmigo. —Denis acababa de aparecer, vestido con su chándal, en la otra punta de la habitación.

Me quedé mirándolo, sorprendido. Pero entonces comprendí eso que me había dicho al borde de la piscina: «Buen truco. Irte de parranda y después decir que no recuerdas nada». También comprendí ese vago recuerdo que había tenido sobre él. Habíamos estado juntos en esa fiesta en Gure Ametsa.

—Tengo dos preguntas —dijo entonces Joseba—. La primera: si eres el jardinero de esa casa, ¿cómo es que no la recordabas? La segunda: si habías ido allí a trabajar, ¿qué carámbanos hacías tú en la fiesta?

—Respecto a la primera —dije—, el baño en la piscina ha sido providencial. He recordado algo: Txemi Arrieta me dijo que necesitabais un jardinero.

—En efecto —dijo Carlos—, así fue. Nuestro jardinero habitual está con gripe y Ane se puso histérica porque había invitado a un montón de amigos y la hierba estaba altísima. En cuanto a la segunda pregunta. Fue Ane la que le invitó a beber una copa. No sé por qué. Pensé que solo quería ser amable contigo.

—No —dijo Joseba—. Ane era una de las amigas de la infancia de tu madre, Álex. Posiblemente te reconoció.

—¿Qué?

—Eran las tres amiguitas del alma: Ane, Mirari y tu madre.

Yo cerré los ojos intentando ver algo. Había una mujer muy guapa, de pelo rojo, con un vestido abierto por la espalda. La describí en voz alta.

—No me contó nada —dijo Carlos—, lo siento.

—Todo aclarado entonces. —Joseba recuperó las riendas—. Entiendo que te colaste en el salón para ver si eso te provocaba algún recuerdo. Bueno, esa parte la hiciste muy mal, Álex. Pero supongo que podremos perdonarlo, ¿verdad, Carlos?

—Por supuesto. —Carlos se levantó y se acercó a mí—. Siento el baño en la piscina, chico. Cuando te he visto aquí he pensado que estabas mangándole a mi amigo Joseba también. Ane está en París… De otro modo, ella te habría reconocido…

Joseba y Carlos dieron la crisis por terminada y dijeron que había llegado la hora de tomarse un copazo.

—¿Venís?

Yo miré a Erin y de pronto me di cuenta de que tenía la mirada perdida, ausente.

—¿Qué te pasa?

—Nada —dijo.

Pero sabía que le pasaba algo.

La cosa es que salimos de nuevo a la fiesta. Mirari ya se había encargado de difundir la versión oficial del asunto: un malentendido con chapuzón final. De hecho, nos obligaron a escenificar un apretón de manos en el salón y la gente nos jaleó entre risas. Pero yo seguía mirando a Erin con el rabillo del ojo y sabía que algo le pasaba por la cabeza.

La música subió de volumen. Leire y Koldo aparecieron por allí con los gemelos. Más gente. Nos rodearon, divertidos, haciendo comentarios sobre mi chapuzón en la piscina.

—Jamás he visto un KO tan limpio. De verdad.

—¿Alguien lo tiene grabado? ¡Que lo comparta por WhatsApp!

—El chándal te queda estupendamente. ¡Es tan ochentero!

Aguanté el papelón un buen rato hasta que noté que Erin había desaparecido. Me disculpé y fui a buscarla, pero debía de haber salido. Me encontré con Leire en la puerta del jardín y le pregunté por ella.

—Creo que la he visto subir por las escaleras. Igual iba a su cuarto.

A Erin le habían construido un dormitorio de princesas en la parte más alta de la casa. Subí las escaleras y dejé atrás el ruido de la fiesta. Llamé a su puerta y entré. Estaba sentada en su cama, mirando por un tragaluz.

—¡Eh! —dije tocando la puerta medio abierta—. ¿Se puede?

Ella ni se giró. Siguió mirando la noche, de espaldas.

—¿Pasa algo?

—Quiero estar sola, Álex.

—Pero ¿qué pasa? ¿Es por la pelea?

Ella bajó la cabeza, negando. Yo di dos pasos hacia ella. No más.

—¿Qué?

—Ni siquiera te das cuenta. Bueno…

—Cuenta ¿de qué?

—Del problema. Eres así con todo, Álex. Llevamos un año juntos y sigo teniendo la sensación de que no te conozco.

—Pero ¿de qué estás hablando?

—Ayer nos despertamos juntos, en la cama. Te dije que confiaras en mí. Que si tenías algún problema, podías contármelo. Soy tu novia, Álex. Se supone que puedes contarme las cosas importantes, ¿no? Entonces, ¿por qué no me hablaste de esa fiesta, de esos recuerdos que tenías?

—No estaba seguro de que eso fuera real, eso es todo.

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