El mentiroso – Mikel Santiago

Joseba Izarzelaia se rio a carcajadas. Ojos claros, cabeza bien rapada y una mirada penetrante, inteligente.

—¿Qué haces aquí solo? ¿Cómo estás? —Señaló mi cabeza.

—Bueno… Me voy recuperando.

—Anda —dijo pasándome el brazo por el hombro—, ven conmigo y tira esa cerveza por ahí. Te voy a dar a probar algo alucinante que he traído de Japón.

No pude evitarlo. Miré hacia el Hombre Grande, que seguía de espaldas a mí.

Tenía que hablar con él, preguntarle un millón de cosas, pero Joseba me arrastraba hacia la casa.

«Ya te pillaré», pensé.

Joseba me guio hasta el módulo independiente, su miniestudio-galería-despacho. Allí tenía, además, una salita de exposiciones. La maqueta del celebrado centro de conferencias de Tokio estaba allí en medio, iluminada por una lámpara de leds.

—Enhorabuena por esto. —Lo señalé—. He oído que te ha ido muy bien.

—Mejor que bien. Un contrato gubernamental tan potente nos lanza a las estrellas, Álex.

Joseba me invitó a sentarme junto a la terraza que se elevaba en voladizo hacia el valle, creando unas vistas perfectas. Fue a su pequeño bar y regresó con una botella de arcilla blanca y dos vasos.

—En Tokio he aprendido que uno nunca debe servirse su propio vaso de sake.

Llenó mi vaso y después me pasó la botella. Hice lo propio.

—Por el trabajo bien hecho —brindó Joseba.

Le di un trago y noté que una gran bomba de vapor alcohólico me subía hasta la cocorota. Joseba también acusó el golpe. Nos reímos.

—Joder. Esto sí que es agua de fuego. —Se recostó y dejó vagar la mirada en el techo—. No he parado ni un minuto desde el avión. ¿Cómo estás? Erin me ha contado lo de la amnesia.

—Gracias, voy mejorando. El doctor dijo que iría recordando, poco a poco y…, bueno —pensé en ese gigante—, creo que está ocurriendo.

—Si necesitas algo, dímelo, ¿vale? Conozco un neurólogo muy bueno en Bilbao.

—Gracias. Quizá eso del neurólogo me interese para mi abuelo.

—¿Sigue con sus despistes?

—Digamos que ha empeorado. Hoy ha tenido un flash muy gordo mientras conducía…

—Vaya… Pues cuenta con ello. Lo podemos incluir en el seguro médico de Edoi. Y hablando de eso… Quería comentarte algo. Ni Mirari ni Erin lo saben, ¿eh? Es un pequeño secreto y quiero que siga siéndolo.

No dije nada, pero asentí.

—Quiero ofrecerte un trabajo en la empresa —dijo Joseba.

—¿Qué? ¿A mí?

—Sí. A ti.

Me reí. Quizá era el sake, o una extrema felicidad que no supe canalizar bien.

—¿Te hace gracia?

—Bueno, es que no me imagino qué podría hacer yo en Edoi… No tengo ni idea de nada.

—Después de pasarte tantos años en Holanda, me imagino que hablarás inglés decentemente. ¿Holandés? ¿Alemán?

—Inglés muy bien. Holandés pasable. He oído que el alemán no queda demasiado lejos si sabes los dos anteriores.

—Pues ahí lo tienes. Me interesan los idiomas.

—Pero ¿para qué?

—Verás, tengo grandes ingenieros en la empresa, pero sin demasiada chispa comercial. Les pasa al noventa por ciento de los ingenieros. Y en cambio, si buscas un comercial profesional, suelen ser tíos con ojos de serpiente que suenan a caja hueca. Yo estoy buscando a alguien de verdad. Y tú tienes eso, Álex. Cuando hablas, suena a verdad, humilde pero absoluta. Y eso me gusta. Creo que concuerda con lo que quiero transmitir.

—Soy bueno metiendo trolas, ¿a eso te refieres?

Se rio.

—Eres más que eso. Y yo necesito un representante de confianza. ¿Crees que podría interesarte?

Apuré el maiku. Aquello era emocionante. Vaya semana.

—No firmarías nada, ni venderías nada. Pero viajarías mucho. Hay un montón de ferias a las que no vamos y que quiero empezar a cubrir. Tendrías que formarte un poco, pero sería un buen primer empleo. Después, si lo haces bien (y no me cabe duda de que será así), habría una carrera esperándote. Más tranquila, con menos viajes. Hay que cuidar a la familia también…

Esa mención a la familia… ¿Seguro que todo esto no era por Erin?

—¿Y bien? —dijo Joseba—. ¿Cómo lo ves?

—Esto es una bomba, realmente.

—Te lo puedes pensar, desde luego. Comprendo que tienes la vida ya montada, y que esto es algo que te cae del cielo.

«Exactamente del cielo», pensé.

—Quizá prefieras seguir con lo tuyo…

—¿La jardinería? —dije—. Bueno…, no es que sea lo mío. Pero me vi llegando a los treinta sin haber aprendido ni una profesión. Y no quería seguir sirviendo cervezas toda la vida.

—Desde luego. Pero ¿te ves así toda la vida? Los trabajos físicos van bien cuando eres joven, pero te garantizo que a mi edad apetece muy poco ponerse a cargar con una segadora.

—En realidad, mi plan era convertirme en jefe. Montar una empresa. Todo eso…

Joseba sonrió.

—Eres un tigre, Álex. Seguro que te va bien, hagas lo que hagas. Pero mi obligación es intentar tentarte un poco. ¿Qué te parecerían sesenta mil euros al año, coche de empresa y seguro médico? Eso sería para empezar. ¿Qué me dices?

«Que le follen a la hierba», pensé.

—Joseba, ¿puedo ser directo contigo?

—Sí.

—¿Haces esto porque salgo con tu hija?

Joseba me miró en silencio y con gesto grave. Pasaron unos eternos segundos en los que llegué a pensar que la había cagado profundamente con esa pregunta.

—¿Más sake? —dijo por fin.

Me llenó el maiku y se olvidó de la tradición para llenarse el suyo. Bebimos.

—Te voy a hablar claro, porque creo que te lo mereces. Mirari y yo no pudimos tener más hijos. No digo que seamos infelices por ello, lo hemos superado. Pero desde que te conocí, te he sentido como alguien muy cercano. ¿Por qué no decirlo? Como un hijo.

Bebí un largo trago y seguí escuchando.

—Y desde el primer día, sentados en la cabaña de la playa, tuve una impresión sobre ti. La de que eras un fenómeno que nadie había sabido dirigir correctamente. Permíteme que sea muy sincero contigo: creo que si terminas tus días como jardinero, estarás desaprovechando un potencial gigante. Yo trato con mucha gente a diario y tengo un ojo clínico para las personas. Y hazme caso: tú puedes hacer mucho más.

—Gracias, Joseba. No sé qué decir.

—Di que aceptas. En serio. Me encantaría enseñarte, y admito que es como invertir en mi propia familia. Todos salimos ganando.

Se rio, y yo… también.

—Nunca me han enchufado en nada —dije—, siempre me he buscado la vida por mí mismo. Yo no sé…

—A ver, Álex. ¿En qué lugar quedaría yo si te contrato y resultas un bluf? Habría una comidilla terrible en la empresa. «Joseba enchufa a su yerno, que es un capullo.» No puedo permitir que eso ocurra. Pero confío mucho en mi instinto. Sé que va a funcionar.

Yo no sabía qué decir. Estaba emocionado, pero al mismo tiempo incrédulo.

—Y con todo este jabón que te he dado —Joseba alzó el vaso—, ¿podemos brindar por tu próxima incorporación?

—Yo creo que…

No dije nada más. Le choqué el vaso y bebimos.

—Venga, volvamos a la fiesta. ¡A celebrar!

El sake me hizo caminar con alas en los pies. Tenía una sonrisa muy tonta pintada en la cara, ¿en serio podía tener tanta suerte? Con un buen sueldo podría dejar mi chapuza. Adiós a las fábricas abandonadas, los mensajes por Telegram y las mercancías peligrosas. Ahorraría de mi sueldo para pagar el préstamo, aunque tardase años en hacerlo. Joder…, todo aquello era demasiado bueno para ser verdad.

Demasiado bueno…

La cara de Félix Arkarazo, muerto en el suelo de la fábrica, vino a mí como un fantasma volando sobre las montañas.

«¡Eh! ¿Te acuerdas de mí? Sigo aquí, pudriéndome gracias a ti.»

Joseba me quería presentar a unos amigos, pero me disculpé diciendo que tenía que buscar el baño. En realidad, lo que buscaba era otra cosa: el Hombre Grande y algunas respuestas.

7

La música estaba un poco más alta y la noche era un poco más oscura, pero ese tipo no debería de ser difícil de localizar. Empecé por donde lo había visto antes, en las mesas altas que había junto a la barbacoa. Pero allí no había ni rastro del gigante. Debía de haberse movido.

La fiesta tenía otros dos focos. Uno era el salón, donde en el equipo de estéreo estaba sonando a tope «If You Can’t Rock Me», de los Stones. El otro ambiente —más chill out— estaba en la piscina iluminada. Comencé por el salón. Vi a Erin sentada en el sofá y rodeada de un montón de gente. Nos saludamos en la distancia. Cogí una copa de cava y un canapé. Eché un vistazo. Una chica, bastante borracha, se me puso a hablar aunque yo era incapaz de oír nada. Mick Jagger bramaba a dos metros de mí, a través de un equipo Harman Kardon que podría ambientar una discoteca entera.

Salí fuera. El jardín, oscuro, lleno de sombras. Mirari estaba por allí, con un grupo de amigas; por supuesto no me vio detrás de sus gafas negras. Así que me acerqué a decirle hola.

—Este es Álex, el novio de Erin.

—Muy guapo —dijo una de aquellas mujeres—. Y te has llevado a la princesa de la casa, ¿eh?

—La cuida muy bien —añadió Mirari como si yo no estuviera allí—, estamos muy contentos con él.

Quizá Mirari también había bebido sake, pero me dio un beso y todo, entre las risas de sus amigas. Me despedí y seguí caminando hacia la piscina, y en ese momento le vi sobresaliendo entre un montón de cuerpos pequeños. El Hombre Grande estaba allí, al borde de la piscina, charlando con un par de chicas mientras sujetaba una gran copa de gin-tonic que parecía un vasito de tequila entre sus gigantescos dedos.

«Vale. Ha llegado la hora de la verdad.»

Fui hacia allí con tal determinación que ni siquiera me fijé en que Leire y Denis estaban también al borde de la piscina.

—¡Eh! Pero mira quién es —dijo Denis—. El chico de los accidentes.

—Así me llaman —respondí.

Denis me miraba fijamente, pero yo no tenía ganas de seguir la conversación con él.

—¿Has visto a Erin? —preguntó Leire.

—Estaba en el salón hace un minuto —dije.

—¡Ah! Tengo que decirle algo, ahora vengo.

Leire se marchó y Denis y yo nos quedamos en silencio. El Hombre Grande estaba ahora a tan solo dos metros de mí, y yo en realidad no quería hablar de nada con Denis. Digamos que nuestras pocas conversaciones hasta la fecha no habían sido demasiado agradables. Pero lo cierto es que no sabía muy bien cómo dar el siguiente paso. Fue él quien tomó la palabra:

—¿Qué tal va tu amnesia?

—Mejor. Poco a poco.

Noté cómo le salía una sonrisa de oreja a oreja.

—Amnesia —repitió mirando a la profundidad de aquella piscina iluminada—. Buen truco.

—¿Qué?

Denis se sonrió. A su espalda, el Hombre Grande volvía a reírse con sus estruendosas carcajadas.

—Lo de irte de parranda y después decir que no te acuerdas de nada.

Dijo eso y me palmeó el brazo.

—Pero ¿de qué estás hablando, tío?

—Lo sabes muy bien. A mí no me la pegas…

—¿Qué? Mira…, ahora no tengo tiempo de hablar de esto.

En ese mismo instante, el Hombre Grande se giró hacia mí. Fue como un flechazo. Nuestras miradas se encontraron y no se pudieron separar. Me había reconocido. Estaba seguro.

—Mira, Álex. Te he dado algo de tiempo por deportividad —dijo él—, para que se lo digas a Erin. Pero quizá tenga que hacerlo yo.

—Haz lo que quieras. No sé de qué hablas.

Le dejé con la palabra en la boca y di un paso para rodearle. Denis debió de quedarse alucinado con aquella reacción, y honestamente me importaba bien poco.

Avancé hasta el Hombre Grande.

—Hola —le dije.

—Hola —respondió él.

Su voz encajaba correctamente con su calibre. Era profunda, como si surgiera de una caverna.

—Me conoces, ¿verdad?

—Claro que sí —dijo él.

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