El mentiroso – Mikel Santiago

La bolsa Arena era uno de esos modelos de tenis, para llevar ropa deportiva y varias raquetas. Estaba llena hasta los topes. La abrí, en su interior había una segunda bolsa de plástico cerrada con un sistema de clip. No me hizo falta abrirla para saber que la mercancía seguía allí.

«Vale, primera cosa en orden. Ahora vamos con lo demás.»

Saqué un par de guantes de mi mochila. Me arrodillé frente al cadáver y comencé a palparle la chaqueta, en busca de una cartera, un teléfono, algo. Pensé que eso podría darme una pista, algo que explicara su presencia allí. ¿Quizá era un ladrón? El caso es que había habido una pelea… y parecía que yo había resultado ganador. ¿Era posible? Ni siquiera soy bueno peleando. ¿Quizá me había atacado él primero? ¿Fue en legítima defensa?

Pero por más que busqué (en sus bolsillos, en la chaqueta), no di con nada. Ni cartera, ni llaves, ni móvil. Aquello era absurdo. ¿Quién va por la vida con los bolsillos absolutamente vacíos? Después pensé que quizá alguien le había robado; pero su reloj, un Jaeger bastante bueno, seguía en su muñeca.

Aquel hombre salido de la nada, sin nada que pudiera identificarlo, sin sentido. Nada tenía sentido.

En ese instante escuché un ruido lejano. Una sirena que aullaba por alguna de las carreteras del valle. Estaba todavía muy lejos, pero de pronto pensé que venían a por mí. No fue nada inteligente. Me dejé llevar por un súbito ataque de pánico. Cogí la piedra ensangrentada y la metí en mi mochila. Cogí la bolsa Arena, me la eché al hombro y apagué la linterna frontal.

—Adiós —dije según echaba a andar hacia el portón—, seas quien demonios seas.

Y salí de allí a toda prisa, pensando que nunca más volvería a pisar ese lugar. Por supuesto, me equivocaba.

II
CULPABLE

1

Seguía lloviendo con fuerza cuando llegué a Punta Margúa. El reloj del coche marcaba las doce y un minuto y la casa estaba a oscuras. Pensé que Dana y el abuelo dormirían a esas horas.

Llevé el Mercedes frente al portón del garaje, lo abrí y metí el coche con cuidado. Ya con el motor apagado, me dirigí a cerrar la puerta. Mis zapatos emitían un ruido como de dos esponjas empapadas en agua. Así estaba yo: calado de los pies a la cabeza, incluida una buena ración de barro que me había llevado en el camino de vuelta al polígono.

El portón del garaje hizo bastante ruido al bajar. Hacía tiempo que necesitaba aceite. Según echaba el pasador, escuché una voz a mi espalda.

—¿Álex?

Me di la vuelta y allí estaba ella, junto a las escaleras que subían a la casa.

—¡Erin! ¿Qué haces aquí?

—Yo… había venido a…

No hizo falta que explicase mucho. Iba vestida con un chándal negro y llevaba el pelo recogido. Había venido directamente del partido.

Comenzó a rodear el coche mientras me miraba de arriba abajo con el ceño fruncido. Desde luego, yo debía de resultar una visión muy curiosa: vestido con ropa de montaña, hundido en agua y barro… La bolsa Arena y mi mochila de utensilios estaban tiradas en el asiento trasero del Mercedes. Evité mirarlas. En cambio, eché a andar hacia Erin, muy despacio. Tenía que pensar algo, y rápido.

—Álex, estás empapado —dijo ella—. ¿De dónde vienes?

—Debes de pensar que estoy loco —respondí con esa sonrisa de «tengo una explicación muy graciosa para todo esto». Aunque en realidad no la tenía. Necesitaba treinta segundos más para pensar en lo que estaba a punto de decir.

Llegué a ella y la abracé.

—¡Estás tiritando! Pero si me habías dicho que te ibas a quedar en casa…

Noté su cuerpo rígido, recibió mi abrazo sin ganas. Quería una explicación y la quería ya.

—He salido a dar una vuelta —dije, todavía con ella entre mis brazos.

—Eso ya lo veo, Álex. Pero ¿por qué? ¿A dónde?

—Necesitaba… Yo… necesitaba…

¿Tomar el aire? ¿Estirar las piernas? ¿Visitar a mi cadáver favorito?

—Necesitaba recordar.

(«And the Oscar goes to…»)

—¿Qué?

—He vuelto a ese lugar. A la curva donde sufrí el accidente. El doctor Olaizola me dijo que quizá eso me ayudara a recordar.

Noté que su cuerpo se ablandaba. La historia había colado. Me estrechó entre sus brazos y después me apartó la cara y me besó. Un beso caliente y lleno de amor que me dio la vida, aunque fuese a cambio de una mentira.

—¡Pobre! Debías de estar muy angustiado.

Me aparté y admiré su bonita cara, que me miraba con dulzura. Pómulos encendidos, pelo húmedo. Olía a jabón.

—¿Qué tal el partido?

—¿Qué importa eso? —dijo—. ¡Y yo ahora me siento horrible!

—¿Por qué?

—Tendría que haberlo cancelado.

—No digas eso. Tenías que jugarlo. ¿Habéis ganado?

—Sí. Sí… ¡Hemos pasado a la final!… Y después nos hemos ido a tomar la cerveza de siempre. Estaba allí, sentada, hablando de las mejores bolas y de pronto me he dado cuenta de que todo era una frivolidad. Tú estabas aquí solo… y yo… Me siento como una mierda.

—No es para tanto.

—Sí, lo es. Soy tu novia. Tengo que estar contigo, cuando me necesitas.

Hundí la cabeza en su hombro y sentí su cortina de pelo dorado acariciándome los párpados. Todavía tenía el hedor del muerto en la nariz. Todavía el corazón encogido. Yo había matado a un hombre, ¿y el universo me recompensaba con Erin? Me sentía como el ser más despreciable del planeta.

—Entonces ¿lo has conseguido? —preguntó ella.

—Mmm. ¿El qué?

—Recordar.

—No… Bueno, he tenido un pequeño flash. He recordado que iba conduciendo. Quise buscar el móvil, me despisté.

—¡Te lo dije! El móvil de las narices. Anda, ven aquí. —Me cogió el rostro entre sus cálidas manos.

La apreté contra mi cuerpo y Erin me besó.

—¿Hay alguien despierto ahí arriba? —pregunté.

—No. Dana me ha puesto un té mientras te esperaba. Creo que ha subido a su dormitorio a leer.

—Mejor —dije yo—, porque nos vamos ahora mismo a mi cuarto.

Yo tenía el cuerpo lleno de electricidad, de tensión que necesitaba descargar. Erin fue como mi polo opuesto aquella noche. Ella, que era la que solía ser ruidosa, mantuvo la compostura. Y yo, que suelo ser bastante callado, terminé gritando como si se me rompieran las costuras. Lo hicimos dos veces casi seguidas, y después nos arrebujamos debajo del edredón. Hacía frío en la casa y estábamos desnudos. Me dediqué a acariciar su cuerpo mientras pensaba que en algún momento tendría que bajar y hacerme cargo de las bolsas, de esa piedra llena de sangre.

—¿Has hablado con Denis últimamente? —dijo entonces Erin.

—¿Yo? No, ¿por qué?

—Por nada. Ha hecho un comentario… Bueno, una tontería. Ya sabes lo moscón que es.

—¿Qué ha dicho?

—Ha insinuado que estuviste de fiesta el viernes. No sé de dónde ha sacado eso.

—Yo tampoco. ¿No ha dicho nada más?

—No. Y le he dicho que se dejara de bobadas y me hablara en serio. Pero entonces se ha salido por peteneras. ¿Es posible que estuvieras en una fiesta?

Me quedé pensando en esa especie de sueño recurrente: la fiesta. Chet Baker. La mujer del vestido. El hombre gigante y el tipo de la barbita. Hasta esa noche había pensado que todo era una especie de alucinación… pero el muerto había resultado tan real como el frío que sentía. Además, también había tenido un pequeño flash con Denis.

—No lo recuerdo. Quizá tendría que llamarle.

—No te preocupes. Ya sabes cómo es Denis. A veces se pasa con sus chorradas.

Erin y Denis eran amigos desde niños, ambos hijos únicos, de familias muy pudientes. Fueron al mismo colegio, al mismo instituto y, más tarde, al mismo colegio mayor en Madrid. Para más inri, el padre de Denis —Eduardo Sanz— se había convertido en el socio principal en la empresa de Joseba Izarzelaia. Cuando le conocí, con semejante currículum, pensé que Erin y él habrían tenido algún tipo de romance. Pero Erin me lo aclaró rápidamente.

«Un poco difícil: es gay.»

«Entonces ¿por qué me lanza esas pullas? Pensaba que serían celos de un ex.»

«Es un poco sobreprotector conmigo. No te lo tomes a mal. Lo ha hecho con todos mis novios.»

Nos abrazamos y escuchamos el ruido de la lluvia golpeando el tejado. Erin se durmió antes que yo y pensé que sería un buen momento para levantarme a coger mis cosas del Mercedes del abuelo y esconderlas, pero antes de reunir las fuerzas para hacerlo, el cansancio se me llevó a mí también.

Me desperté a las diez y media y Erin ya se había ido. Claro, era miércoles y ella tenía un trabajo «de verdad». Había una nota en la puerta:

«Esta tarde dan buenas olas. ¿Te apetece que cenemos en la cabaña de la playa?»

Tuve un pequeño instante de felicidad pensando en eso, pero enseguida se arruinó. Recordé la noche pasada en la fábrica y una terrible ansiedad me envenenó la sangre. Ese hombre muerto. Mi muerto. Y yo seguía sin saber por qué lo había hecho.

«Vamos —pensé—. Hay que seguir haciendo cosas.» Había dejado mi bolsa Arena con la piedra y la mercancía en el Mercedes del abuelo. Lo primero que debía hacer era sacar aquello de allí y ponerlo a buen recaudo hasta que encontrase otro escondite fuera de la casa.

Bajé a la primera planta. No había nadie. Tampoco en la terraza. ¿A dónde habrían ido? Muchas mañanas el abuelo salía a darse un largo paseo por el caminillo de Katillotxu, y a veces Dana le acompañaba con un cesto, por si pillaban alguna seta. Fui a la cocina y, según me disponía a prepararme un café, mis ojos volaron hasta el calendario. Miércoles, 30 de octubre, y dos palabras manuscritas en rojo: CONSULTA NEURO.

Claro. Esa mañana el abuelo tenía su cita mensual con el neurólogo. Solía llevarle yo, pero seguramente Dana había decidido no molestarme. Caí en algo y me quedé sin aire durante un par de segundos. ¡El coche! Dejé el café a medio hacer y bajé corriendo por las escaleras del garaje. En efecto, el Mercedes no estaba. Dana y el abuelo se lo habían llevado, junto con mis cosas. Joder. Lo que me faltaba.

Subí de nuevo a la cocina, cogí el teléfono con idea de llamar a Dana, pero al final colgué. Lo peor sería llamar la atención sobre la bolsa. Cerrada parecía una bolsa de deporte normal y corriente. Pero si la abrían…

Una espiral de nervios me estranguló la garganta, pero hice por calmarme. «Respira un-dos-un-dos.» Terminé de prepararme el café y salí a la terraza con él. Me lie un cigarrillo y desayuné mirando los cargueros que desfilaban en el horizonte. La brisa del mar me espabiló.

¿Y qué importaba si lo encontraban? No me sentía exactamente orgulloso de ese «otro trabajo» que desempeñaba unas cuantas noches a la semana, pero tenía una buena razón para hacerlo. Debía mucho dinero y segar el césped de ocho casas no serviría, ni aunque fueran cien. Podría explicárselo al abuelo, a Dana…, quizá lo entenderían. Pero ¿Erin? ¿Joseba? ¿Mirari?

Rematé el café y subí a mi dormitorio. La noche anterior había guardado el iPhone en uno de los bolsillos de mi sudadera de trekking. Un iPhone que había sido el regalo de Erin por mi cumpleaños y ahora parecía una pecera llena de agua. Me imaginé que estaría frito, así que ni siquiera intenté cargarlo. Metí un alfiler en el lateral y saqué la tarjeta SIM, que era lo poco que podría salvar de él. Después cogí mi antiguo Android del cajón de la mesilla y lo puse a cargar. Me fui a duchar mientras alcanzaba el nivel mínimo de batería que necesitaba para encenderse. Jon Garaikoa no tenía internet en casa, de modo que mi única forma de conectarme al mundo moderno era mi SIM y una conexión 4G (aunque en Punta Margúa iba lenta como el caballo del malo).

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