El mentiroso – Mikel Santiago

—Incluso eso me hubiera interesado. Yo te habría escuchado. Te habría ayudado. Y desde luego, no habrías necesitado montar este escándalo, porque conozco a Ane y a Carlos.

—¿De eso va todo? —dije yo—. ¿Del escándalo?

—No, ni mucho menos. No seas idiota.

Resoplé.

—Esto va de confianza, Álex. De confiar el uno en el otro. Me ha dolido mucho tener que escuchar todo esto por primera vez. Imagínate que soy yo la que se ha caído a la piscina. Imagínate que de pronto te enteras de que he estado yendo a casas desconocidas, colándome dentro… sin decirte nada.

—Okey, vale. Tienes razón. Es que todo esto del accidente y la amnesia es algo muy surrealista… no… no quería agobiarte. Con todo eso del cole y los problemas que estás teniendo no quería molestarte.

—No me molestas contándome tus problemas, Álex. Es lo que esperaría que hiciera mi novio. ¿O es que mis problemas te molestan a ti?

Era la primera vez que me peleaba con Erin y descubrí que era algo altamente desagradable. Me dolía el estómago o el corazón, o todo a la vez. Necesitaba que ella me perdonara, y estaba tan nervioso que metí la pata.

—¡Bueno, ya basta! No entiendo cómo te puedes enfadar así por una chorrada. Quise investigar una cosa por mi cuenta. ¿Acaso es un pecado tan grande?

—No es solo eso, Álex. Está la mentira del martes: «Me quedo en casa», y después te pillo volviendo en plena noche de un paseo. Y si solo se quedara ahí… Pero hay más.

—¿Qué?

—Sí, Álex. Yo… he apostado por ti todo este tiempo, pero…

—Pero ¿de qué hablas?

Erin tomó aire y lo soltó muy lentamente.

—Hace un mes, más o menos, Leire te vio entrar con la furgoneta en el aparcamiento del Eroski. Eran las nueve y media de la noche y estaban ya cerrando. Ella me llamó al llegar a casa, para hablar de otra cosa, y me dijo que te había visto. «Creo que le habrán cerrado la puerta en los morros.» Después te llamé, pero tenías el teléfono desconectado. Y al día siguiente, cuando hablamos, me dijiste que «te habías ido pronto a la cama, sobre las nueve»… Primero pensé que Leire se habría equivocado. De hecho…, he intentado pensarlo hasta hoy. ¿Por qué me mentiría Álex con una cosa así? A menos que tuvieras una buena razón…

—Yo no estaba allí. Leire se confundiría, sin más.

Erin se quedó mirándome fijamente. Dos ojos felinos que no se apartaban ni un milímetro del centro de mis pupilas.

—Mira, Álex. He intentado no pensarlo todo este tiempo, pero… es verdad. Denis tiene razón. ¡Trabajas cortando hierba en cuatro casas, pero siempre estás ocupado! Siempre estás en alguna parte, haciendo algo que al parecer no te permite cogerme el teléfono. Y no sé qué pensar, de verdad que no lo sé.

—¿Denis te ha dicho eso? Joder, a mí me parece que le encanta meter cizaña.

—Denis es un buen amigo en el que confío.

Me reí. No pude evitarlo. Era todo lo que se me ocurrió hacer.

—Vale, si te hace tanta gracia, es mejor que te vayas de aquí ahora mismo.

—¡Pero Erin!

—Álex —cortó ella—, por favor, déjame sola.

Salí de la habitación. Cerré la puerta y bajé las escaleras. Bajar era la sensación correcta. Mi corazón estaba también hundiéndose lentamente. El salón estaba lleno de gente. Sonaban más Stones: «You Can’t Always Get What You Want».

Esquivé la fiesta. Conocía bien la casa y sus siete formas de entrar y salir. Me escurrí hasta el vestíbulo y salí de allí. El chico que se había dado un chapuzón en la piscina consiguió que no le viera demasiada gente. Solo un par de simpáticos borrachos en el jardín.

—¡Eh! La próxima vez ven en bañador, por si acaso.

Llegué a mi coche, triste. Entré y me quedé en silencio un rato. Después golpeé el volante. «¡Idiota!» Esa historia de Leire en el aparcamiento del Eroski era cierta. Fue un desliz imperdonable. Ahora Erin me había pillado mintiendo. ¿Qué podía hacer? Por el momento la cosa ya se había jodido bastante.

III
CARRETERAS SOLITARIAS

1

—¿Álex?

Alguien me aporreaba la cabeza. Y aquello dolía. Era como estar dentro del bombo de una batería de death metal.

—¿Álex?

Abrí los ojos. No era mi cabeza lo que aporreaban, sino una puerta. Y tampoco era un concierto de death metal, sino Dana. Pero sonaba como el martillo de Thor, y eso que yo estaba enterrado bajo dos capas de edredones y una almohada.

—Tienes a alguien al teléfono —insistió—. ¿Le digo que estás dormido?

—¿Qué? ¿Al teléfono?

Estaba tan atontado que saqué la mano de debajo del edredón y cogí el teléfono de mi mesilla. Entonces me di cuenta de que se refería al teléfono fijo.

—¿Lo vas a coger?

—¡Sí! ¡Voy! ¡Voy!

Salí de mi maravilloso refugio de algodón sintético. Me senté en la cama y la resaca me dio los buenos días. Por un instante, volví a sentir que no recordaba nada. ¿Qué había pasado el día anterior? ¿Qué hice al salir de casa de Erin? ¿Por qué tenía la lengua como una lija y la cabeza como una esponja mojada?

Pero mi memoria, tan escurridiza para ciertas cosas, vino a caer como una losa con los recuerdos de la noche pasada.

Lo recordaba todo, claro que lo recordaba. La fiesta, el chapuzón, Carlos el gigante y la bronca posterior con Erin. Me sentía como una auténtica mierda al salir de la casa de los Izarzelaia. Tenía ganas de llorar, de gritar, de atizarle a alguien —¿a Denis, por ejemplo?—, pero en vez de eso me fui a tomar una copa.

Fui al Blue Berri con la vaga esperanza de encontrar allí a Txemi Parra —sería genial poder beber con un amigo y llorar sobre su hombro—, pero en el Blue Berri, esa noche, no había quien encontrase a nadie. Había una fiesta de Halloween y todo el mundo estaba disfrazado de monstruo: vampiros, fantasmas, zombis… Mi cara de entierro le pegaba bastante bien a todo, así que me acomodé en la barra y pedí una jarra de cerveza.

En el escenario tocaba una de esas bandas de pospunk surgidas en pequeños pueblos, donde se puede ensayar con amplificadores de cien vatios hasta las dos de la madrugada y solo molestas a las vacas. La guitarrista era una especie de diva del tatuaje, pelirroja, con más piercings que acordes en la guitarra… Cantaba en euskera y, aunque yo no entendía nada, creo que tenía el corazón roto y estaba enfadada con el mundo.

Bueno, en eso estábamos igual.

Me bebí cuatro jarras de cerveza antes de aceptar un Jäger de una chica disfrazada de princesa Leia. Después, ya en caída libre, me lancé un par de cubatas gaznate abajo. El colocón me hizo ver las cosas desde otra óptica (la estúpida) y pensé en llamar a Erin y contarle la verdad. «Sí, es cierto. Esa noche estaba en el Eroski, te mentí, aunque no es lo que piensas… De hecho, ni te lo imaginas.»

Pero después, incluso con ese nivel de atontamiento neuronal, me controlé. ¿Hablarle de mi trabajo nocturno, de mis deudas? Si hubo un momento para hacerlo, ya había pasado. Ahora sonaría a una petición de dinero. No… No… La verdad era algo inaceptable. Justo ahora que Joseba me había ofrecido ese trabajo, justo ahora que un horizonte perfectamente azul se abría ante mis ojos, no podía joderla, y decir la verdad era joderla a nivel olímpico.

—¿Álex? ¿Vas a bajar?

—Vooooy.

Me puse en pie, tambaleante. La cabeza me dolía ahora por dos partes. Delante y detrás. Era como un balón del Mundial de fútbol después de un partido con dos prórrogas y tanda de penaltis. Bajé las escaleras hasta la cocina. Según llegaba, escuché a mi abuelo hablando por teléfono.

—Desde luego… Hace mucho tiempo que no te veo. ¿Cómo está tu madre? Ah…, vaya, lo siento mucho. Mira, aquí está Álex. Te lo paso.

Cogí el teléfono de las manos de mi abuelo.

—¿Sí?

—¿Álex? —preguntó una mujer.

—Soy yo.

—Hola, Álex, soy Ane. ¿Te acuerdas de mí…? La mujer de Carlos Perugorria. Carlos…, el que te lanzó a la piscina anoche.

Al instante me vino a la cabeza esa bella mujer pelirroja con el vestido abierto por la espalda.

—Ane. Claro.

—¿No me recuerdas?… Sí, ya me han dicho que no recuerdas nada. Pero Carlos me ha puesto al día… Está muy arrepentido, ¿eh? —Se rio un poco.

—No pasa nada.

—Mira. Hemos pensado que podrías venir por casa un día, cuando quieras. Organizamos una cena o almuerzo… Carlos me ha contado que habías venido a la casa para intentar recordar algo, ¿no? Pues quizá te ayude… —Se rio de nuevo—. ¡Es todo tan surrealista!

—Lo es.

—Okey. Perfecto. Hoy estoy por trabajo en Berlín, pero mañana llego a Ilumbe. ¿Te parece bien mañana para el almuerzo?

—Perfecto.

Colgué.

Dana estaba con el abuelo en la terraza. Hacía un día bonito, incluso con la amenaza de lluvia. Un brisa templada peinaba la hierba y nos enredaba el pelo. Dana regaba algunos tiestos y el abuelo se las veía con un crucigrama.

—Tienes cara de necesitar un café carrgado —dijo Dana al verme salir.

—Sí, por favor.

—¿Es verdad eso de que te peleaste con su marido? —preguntó mi abuelo.

—Fue un malentendido. ¿Tú conoces a Ane?

—Claro, y tú también. ¿No la recuerdas? Pelirroja. Guapa… De niño se pasó horas contigo.

Me vino la imagen de una chica pelirroja, en la playa, jugando conmigo.

—Sí, creo…

—Tu madre, Mirari y ella estuvieron siempre muy unidas. Las llamaban «la ameba» porque eran como tres hermanitas inseparables. Bueno, al menos lo fueron.

La historia de la infancia de mi madre era como un gran misterio para mí. Después de irnos de Ilumbe a Madrid, apenas volvimos por allí. Mi madre, además, era bastante hermética. No solía contarme demasiadas historias. Y mi abuela, que al parecer era la que hablaba hasta por los codos, se había muerto hacía cuarenta años. Así que todo estaba enterrado en unas cuantas capas de historia, como supongo que les sucede a muchísimas familias. Pero Mirari me había contado que, hace cuatro años, mi madre vino de visita y pasó unos días en casa. Fue la última vez que la vio en Ilumbe.

Llegó Dana con una cafetera recién hecha.

—Pues resulta que yo me he enterado de algunas cosas —dijo—. Sobre esa casa que me dijiste, Gure Ametsa. Es donde viven ellos, ¿no?

Me serví una larga taza de café negro.

—Mi amiga Candela conoce a Dolores, la chica que tienen de interina. Si quieres, te doy el informe completo.

Recordé a Dolores, la mujer que me había abierto la puerta.

—En la casa viven Ane, Carlos y un hermano de Carlos, un tal Roberto. Un hombre muy extraño, según Dolores.

—Le conocí. Pensaba que era el guardia.

—Pues no: es el hermano. Parece que estuvo en el ejército o algo así, pero tuvo algún problema mental y lo licenciaron. Siempre está solo, con sus perros, dando largos paseos por la zona. Dolores dice que es un tipo escalofriante.

—Eso me pareció a mí también.

—Y Carlos tampoco parece trigo muy limpio. Se hizo millonario de golpe y porrazo, con una promoción de casas en Cantabria. Después ha seguido construyendo y ampliando su imperio, una empresa llamada Urtasa, pero hay muchos rumores sobre él. Conexiones con gente peligrosa, corruptelas…

—¿Urtasa? —dijo mi abuelo—. Vaya, no me digas que Ane se casó con ese pedazo de besugo.

—¿Lo conoces?

—A él no, pero sí sus ideas… Quería construir una docena de chalés aquí, en Punta Margúa. Nos ofrecieron dinero por la casa y todo.

—Y ¿Ane? —dije yo.

—Ane es buena chica, aunque tiene bastante mala puntería con los hombres.

—Ella se dedica a algo relacionado con el arte —siguió diciendo Dana—. Compra y vende cuadros. Se pasa el día viajando.

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