El mentiroso – Mikel Santiago

4

Llegué a Punta Margúa muy tarde. Eran más de la una y la casa estaba a oscuras.

Al pasar junto a la habitación de Dana, noté que se entreabría la puerta.

—¿Dana?

—No te espío, ¿eh? —dijo ella—. He oído pasos por la escalerra y… Es un poco tarde, ¿no?

—He ido a nadar y después me he tomado una copa.

—Oye, ¿va todo bien? Últimamente no te pillo ni para hablar un minuto. ¿Qué tal la cabeza?

—Bien. Ya casi no duele.

—¿Y Erin? ¿Estáis bien?

—La verdad es que no lo sé.

—Pasa un segundo. Tengo que hablar contigo.

El dormitorio de Dana era pequeño. Una cama nido a un lado, una mesa al otro. Todo perfectamente ordenado y con un toque femenino. Luces, cuadritos. Tenía sus libros, un ordenador viejo donde se veía el solitario de Windows a medio hacer.

—Hay una cosa que aclarrar —dijo Dana con su acento—. Quizá tu abuelo ya no esté para quedarse solo en casa.

—¿Lo dices por lo del disparo?

—También. Pero anoche se despertó grritando. No sabía dónde estaba…

—Algo me ha dicho esta mañana.

—Sí, lo siento mucho, Álex. Quizá nunca habíamos hablado de esto explícitamente. Pero ha llegado el día en que debemos dejarrlo sentado, ¿okey?

—Okey.

—Mi contrato es de ocho horas diarias. Eso significa que tengo derecho a descansar dos o tres horas cada día. No me importa ser flexible, pero tenemos que organizarnos.

—Cuenta con ello, Dana.

—Vale. Aclarado. Oye, por cierto, no sabía nada de lo de tu herida en la cabeza. Tu abuelo tampoco sabe nada, ¿verdad? ¿Y Erin?

—¿Lo de la herida? Bueno, no quería preocupar a nadie.

Trranquilo, de mí tampoco saldrá nada. Yo no me meto donde no me llaman. Pero ¿no te parece algo lo suficientemente importante? Quiero decir, si alguien te golpeó… quizá estaba intentando robarte o algo peor.

—Puede ser, pero no lo recuerdo, Dana. Y créeme que me está amargando la vida.

—Lo sé. Te he notado muy nervioso estos días. La madera cruje, ya sabes. Si quieres hablar con alguien…, la puerta de mi habitación siempre está abierta, ¿okey?

—Gracias —le dije—, muchas gracias.

La miré. ¿Qué había en sus ojos? ¿Es que Dana sabía algo?

Esa noche dormí mal. Soñaba con la policía llegando a Punta Margúa. Soñaba con el clic de unas esposas cerrándose alrededor de mis muñecas. «¿Pensabas que no encontraríamos tu ADN? —decía Arruti—. Siempre supe que eras culpable, Álex, desde el primer día.» «Irati —decía yo—. Hablen con ella. ¡Era su vecina! ¡Debe de saber algo!»

Me desperté muy temprano. Abrí los ojos a las seis y media. El día amanecía cálido. Un viento sur elevaba la temperatura y había algunas nubes en el cielo, y a lo lejos se veía un frente oscuro que llegaba desde Galicia. ¿Llovería por la tarde? A las gaviotas, por lo menos, se las veía bastante despreocupadas.

Era demasiado pronto, pero no podría volver a dormirme. Además ese día tenía que recoger la GMC del taller. Me duché, me vestí y bajé dando un paseo a Ilumbe. Compré pan y el periódico donde Emilia y me fui al bar de Alejo a desayunar hasta que abrieran el garaje, a las ocho en punto. Café con leche y una tortilla de jamón y queso. Tomé asiento en una mesita y abrí el periódico. Los titulares estaban copados de políticos y fútbol, como casi siempre. A mí las que me interesaban eran las primeras páginas, dedicadas a los sucesos locales. Un rápido vistazo me dio a entender que Félix Arkarazo seguía sin ser noticia.

—¡Con leche en vaso!

Me levanté y cogí mi café. Volví a la mesa. El resto de las noticias de sucesos se concentraban en la pesca furtiva y en un (nuevo) caso de violencia de género en Bermeo. Además, en una pequeña columna a la izquierda de las noticias relevantes se leía lo siguiente: «Hallado un alijo de fármacos ilegales en un taller abandonado en el monte Sollube».

Tuve que dejar el vaso de café en su platillo a riesgo de derramarlo todo. Me incliné sobre la mesa y leí aquello intentando no parecer absolutamente histérico:

Más de mil pastillas que incluyen hormonas de crecimiento, dopaje deportivo y la llamada «viagra india», más barata que la oficial y cuya venta es ilegal en Europa, fueron halladas fortuitamente en un almacén del monte Sollube.
El alijo, perfectamente sellado y protegido de la humedad, se encontraba alojado en el interior de una bolsa deportiva, que a su vez había sido escondida en un armario de archivo. La casualidad quiso que el dueño de la propiedad se lo topase mientras realizaba unas labores de limpieza. Al comprobar que su contenido «parecía algo químico envuelto en plástico», alertó de inmediato a la Ertzaintza, que se desplazó hasta el almacén con el equipo de artificieros. Tras acordonar la zona, se procedió a comprobar que pudiera tratarse de material explosivo, cosa que alertó a muchos vecinos de la zona y conductores, que se detuvieron a observar el operativo.
Fuentes de la policía autonómica han declarado que el hallazgo «relanza» una investigación iniciada meses atrás a raíz de haber encontrado varios medicamentos abandonados en una parada de autobús entre las localidades de Olabarrieta y Metxika. «Sabemos que este tipo de tráfico se está dando en la comarca y que es muy opaco», comentan fuentes de la investigación. «Los pagos posiblemente se realizan a través de internet, con criptomoneda, y las entregas son también concertadas por internet, lo que dificulta cualquier rastreo.» Las mismas fuentes apuntan a un «lobo solitario» que utiliza este tipo de instalaciones abandonadas para almacenar la mercancía preservando su anonimato.

Intenté contener un tsunami de ansiedad que se abría paso desde mi estómago. Me temblaban las piernas y se me había secado la garganta.

Miré a mi alrededor. La gente seguía a lo suyo, claro, aunque yo sintiese un terremoto bajo mis pies.

Los de la trainera hablaban a gritos y dos jubilados comentaban la buena estrategia defensiva del Athletic en los últimos partidos.

Pinché un trozo de tortilla y me lo metí en la boca, aunque se me había quitado el apetito de golpe. Mastiqué sin ganas y después pasé la hoja del periódico. No quería que nadie me viera demasiado concentrado en aquello.

«Mierda, mierda, mierda.»

De nada servía pensar en todo lo que podía haber hecho o dejado de hacer.

El taller de Sollube era una mala opción, lo supe desde el instante en que lo elegí, pero era la mejor en su momento. Fin de la historia. Perder la mercancía era el precio que estaba dispuesto a pagar por mi anonimato. Además, el hecho de que hubieran confundido la bolsa con explosivos había provocado que la noticia saltara a la luz. De no ser así, es posible que la policía me hubiera tendido una trampa. Hubieran esperado a que volviera por allí para pillarme con las manos en la masa.

En el fondo había tenido mucha suerte.

Seguía pensando en esto cuando llegué al taller de Ramón Gardeazabal: la GMC estaba como nueva. La dolorosa ascendía a cuatrocientos cincuenta euros, pero habían hecho magia con la chapa y los faros. «También hemos ajustado el motor, cambiado filtros… y hemos dado un buen repaso a los frenos.» No era un gran día para desembolsar dinero, pero no me quedaba otra. Después arranqué la GMC y salí de allí en dirección al valle. Tenía otras cosas que hacer esa mañana, y visitar a Irati, la vecina de Félix, era lo primero en mi lista.

5

Llegué al camino de Kukulumendi y aparqué la GMC en el mismo miniaparcamiento en el que había dejado el Mercedes la noche anterior. El camino era de un solo sentido, ya que terminaba en lo alto de la montaña, de manera que solo tenía que apostarme allí y esperar. Si Irati bajaba, andando o en coche, la vería… ¿y después qué, amigo detective? Bueno, mi intención era seguirla. Enterarme de algo más sobre ella. Estaba claro que esa chica jugaba un papel clave en esta comedia.

Estuve allí de plantón durante media hora, mirando los coches que salían de la urbanización —un Tesla, un Audi, un Mercedes— con hombres y mujeres trajeados que se dirigían a sus importantes trabajos. Alguno con niño incluido. Mientras tanto, se me ocurrió que podía buscar algo de Irati en internet. Tenía su cara y su nombre, así que la busqué entre los amigos de Facebook de Félix.

Me costó cerca de veinte minutos dar con ella. Félix tenía cerca de cinco mil facebook-amigos, pero yo buscaba a uno muy concreto: una mujer rubia, de nombre Irati Jiménez, con la nariz recta. Encontré seis candidatas Iratis, tres de las cuales descarté por la fotografía. Las otras tres eran imposibles de identificar. Una de ellas tenía sus pies como foto de perfil, pero al entrar en su página, pude leer que tenía solo veintidós años. No, la Irati que yo buscaba rondaba los cuarenta. Descartada. La segunda, que se había colocado una imagen de Heidi, vivía en Irún y era morena. Descartada. La tercera, que utilizaba una foto de un atardecer, me pareció más interesante. Una mujer rubia, de unos cuarenta.

Estaba de suerte. Irati tenía el perfil abierto y pude investigarla un poco. Un par de fotos muy recientes me sirvieron para confirmar su identidad. En una de ellas salía vestida con ropa de tenis en lo que reconocí como una de las canchas del Club. Una mujer alta, esbelta… Fui mirando el resto de sus posts y reconstruyendo un relato de su vida. Irati Jiménez había estudiado Derecho en la Universidad de Deusto. Le gustaba esquiar y viajar (fotos de Amsterdam, París, Viena…). Estaba casada y tenía dos hijos. Había una fotografía suya con la familia, haciendo una barbacoa en su jardín de Kukulumendi. Irati pertenecía, además, a un par de clubes de lectura (compartía reseñas de libros) y en uno de sus post aparecía con Félix Arkarazo. «Con el mejor escritor… y ¡además mi vecino!» ¿Era esa la relación que los unía? ¿Era su fan?, ¿algo más?, pensé al recordar aquellos cigarrillos con el filtro manchado de pintalabios que había encontrado en el dormitorio de Félix.

Eran aproximadamente las nueve cuando vi aparecer un nuevo coche —el cuarto de la mañana— por la curva del camino. Era un Hyundai familiar de color negro y según lo vi avanzar hacia mí, tuve un buen pálpito. La conductora —una mujer rubia, con gafas de sol posadas sobre una fabulosa nariz recta— hablaba con sus dos hijos, de unos doce y catorce años, que iban sentados con ella, muy posiblemente rumbo al colegio. Era Irati.

Arranqué la GMC y maniobré todo lo rápido que pude. Los caminos, por esa zona, conforman un pequeño laberinto y no quería arriesgarme a perderla, pero en realidad solo podía estar dirigiéndose a la carretera general.

La seguí con cuidado, a cierta distancia, y la vi incorporarse hacia la derecha. Hice lo propio, tres coches detrás de ella, y condujimos un rato por las carreteras del valle. Había muchos autobuses escolares y fue fácil adivinar el destino de Irati esa mañana: uno de esos colegios privados, de inspiración religiosa, que hay por la zona.

Temía que me hubiera visto aparcado en la carretera de Kukulumendi, así que no la seguí allí dentro. En vez de eso, aparqué en un restaurante que había cerca de la entrada y esperé.

Irati tardó menos de cinco minutos en descargar a sus vástagos y volver a la carretera, esta vez en sentido contrario. ¿Regresaba a su casa? ¿Al trabajo? Pasamos de largo la entrada de Kukulumendi y continuamos adelante, hacia Gernika. Mientras conducía, con cuidado de no situarme demasiado cerca, iba pensando en el siguiente paso. ¿Cómo iba a hacerlo? Tenía que hablar con ella, pero abordarla directamente quedaba descartado. No podía arriesgarme a verme conectado con Félix o con el pedido de mildronates. No, al menos, a cara descubierta. Entonces se me ocurrió algo. Era extraño… pero podría funcionar.

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