El mentiroso – Mikel Santiago

—Emergencias, dígame.

—Quiero dar parte de una… Bueno, mi abuelo ha desaparecido.

—Está bien. ¿Puede decirme su nombre?

—¿El mío o el de mi abuelo?

—El suyo.

—Yo me llamo Álex Garaikoa. Mire, mi abuelo tiene… despistes.

—¿Demencia?

—En realidad no se lo han diagnosticado, pero… Ha debido de salir de casa por sí mismo. Andando. No sabemos dónde está.

—¿Hace cuánto que ha desaparecido?

—No estoy seguro. Quizá una hora.

—Mire, le recomiendo que espere un poco más, y después, si sigue sin aparecer, llame otra vez y damos parte a una patrulla.

En ese instante vi un coche entrando por el camino de Punta Margúa. Era el Golf azul de Erin.

Colgué la llamada y volví a la furgoneta. Ketxus y la otra mujer debieron de pensar que se me había ocurrido algo. Los dejé allí, boquiabiertos, y regresé arriba, hacia la punta. Erin había aparcado frente a la casa. Yo paré justo detrás. Bajé de la furgoneta y llegué donde ella.

A su lado había alguien sentado. Era mi abuelo. Calado hasta los huesos.

7

—Me he liado con los días, no ha pasado nada más.

Sentados en la mesa de la cocina, con unos vinos para bajar el susto morrocotudo. Mi abuelo, Dana, Erin y yo. Mi abuelo se reía. Joder. Se reía. A mí había estado a punto de darme un infarto. Dana estaba blanca como la cera. Pero mi abuelo se reía como si todo fuera un chiste.

—… cuando entro donde Alejo y veo que el bar está casi vacío. ¡Pero a dónde vas, Jon!, me dice. Y entonces me doy cuenta de que hoy no es martes.

—¿Habías bajado a la partida?

—Sí —dijo el abuelo entre risas—, me he adelantado un día. Así que me he vuelto para casa, y en el camino se ha puesto a llover. Menos mal que has aparecido tú, guapa.

Erin contó que ella estaba conduciendo por la general, pasó por Ilumbe y entonces vio a mi abuelo caminando solo por la carretera, bajo la lluvia.

—He visto a un tipo grande como un armario, con abrigo y boina, caminando bajo un monzón. Solo podía ser tu aitite.

—Sí. De hecho, estás empapado —dije yo—. Creo que te vendría bien una ducha muy larga de agua hirviendo.

Subí con él las escaleras. Mi abuelo, con el pelo mojado y la cara rojiza, parecía un muchacho de catorce años que acabara de hacer alguna travesura terrible.

—Vaya susto que nos has dado —le dije—. La próxima vez, avisa.

—Solo ha sido un despiste.

—De hecho, han sido dos. En todo el tiempo que llevo viviendo aquí, nunca te habías dejado una luz dada.

—¿Una luz? Demonio. ¿Cuál?

—La de tu despacho, aitite. Y me vas a perdonar por ser metete, pero he leído algo que había sobre tu escritorio. Esas cartas que estabas escribiendo… Creo que deberíamos hablar de eso.

Sus ojos se volvieron profundamente negros, casi como los de un tiburón antes de morder.

—No. No vamos a hablar de nada. Excepto de que eres un entrometido.

—Abuelo…, son cartas de suicidio.

—¡No sabes nada! Solo eres un fisgón.

Estaba bastante enfadado.

—Solo lo he hecho porque estoy preocupado por ti.

—¡Pues no te preocupes! Soy un viejo, pero todavía me rige la cabeza, ¿entiendes? Tú eres mi nieto. Me quieres, me necesitas, pero no puedes apoderarte de mí.

—No quiero apoderarme de ti. Solo quiero intentar convencerte de que hay otras posibilidades, aunque te niegas a todo. Ese neurólogo de Bilbao…

El abuelo dio un puñetazo en la puerta y me hizo callar. El golpe resonó por toda la casa.

—¡Ya basta con tus posibilidades! Moverías cielo y tierra como hiciste con tu madre, ¿para qué? Para que os dijeran lo que ya sabíais. ¡Que la muerte es inevitable! ¡Que todos vamos a morir, jóvenes o viejos, injustamente, llenos de sueños o queriendo hacerlo!

Oí unos pasos escaleras abajo, posiblemente Dana y Erin habían escuchado todo. Yo estaba temblando de pies a cabeza. El abuelo nunca me había gritado así.

—La vida no es durar, niñato, la vida es vivir. La vida es amar. Soñar. Emborracharte con un viejo amigo, perder el aliento a carcajadas. Ver un amanecer rojo en la soledad del océano. Enamorarte de una mujer preciosa. Tener una hija que te roba el corazón. ¡Ya he hecho todo eso! ¡He vivido lo mejor! Y ahora todo se ha quedado en cenizas. Podría vivir sin ellas, viéndote seguir adelante, mocoso. Pero solo a condición de disfrutarlo. De olerlo. De poder tocarlo. Lo otro solo es durar. Y no quiero durar… No necesito durar.

Dijo esto y cerró la puerta del baño de un portazo.

En la cocina, Dana tenía lágrimas en las mejillas y Erin le estaba dando un abrazo. Supuse que habían oído la discusión.

—Voy a cocinar algo —dijo—. Habrá que cenar…

—Dana…

—No, por favor… Dejadme.

Erin me hizo un gesto para fumar. Salimos al jardín de atrás, con las chaquetas puestas.

—Dana me ha contado eso de las cartas. Lo siento mucho, Álex. Si hay algo que pueda hacer…

—En realidad, tiene razón, no debería haberlas leído.

—Quizá no, pero deberíais preocuparos por eso. Los hombres, sobre todo del estilo de tu abuelo, no suelen avisar con esas cosas. Normalmente aciertan a la primera.

—Y ¿qué podemos hacer? ¿Atarle a la cama?

—Deberíais intentar que acudiera a un psicólogo. Todo este asunto de sus despistes puede estar deprimiéndolo.

—¿Más de lo que ya estaba? Bueno… Solo espero que no coja una neumonía. Estaba empapado de pies a cabeza. ¿Hacia dónde ibas con el coche?

—Venía hacia aquí. Te he llamado un par de veces después del trabajo, pero tenías el teléfono apagado. Quería charlar contigo, pero quizá no sea la noche adecuada.

—No —dije—, está bien. Mejor que sea todo hoy.

—¿Todo?

—Dejarlo o lo que sea que hayas venido a decirme… Ya da igual.

Erin se quedó en silencio un buen rato.

—¿Quieres dar un paseo? —dijo ella—. Igual nos sienta bien un poco de aire en la cara.

—Vale.

Salimos caminando hacia el sendero del acantilado. Había dejado de llover, pero hacía bastante viento y nos mantuvimos a una buena distancia del borde. Fuimos caminando por entre los pinos.

—Este fin de semana he hablado un montón con Leire… —dijo Erin—. He hablado mucho de ti y me he dado cuenta de lo mucho que te echo de menos.

—Yo también te he echado de menos.

—Sobre el asunto del aparcamiento y la furgoneta… Leire admite que podría haberse equivocado. Quizá no eras tú.

Erin hizo un pequeño silencio. Yo sabía lo que esperaba de mí; no era tonta.

—No… No se equivocó, Erin —dije—, era yo.

—Vale.

—Y no tengo una explicación demasiado inteligente para eso. Estaba allí. Esa noche. A veces necesito conducir, dar un par de vueltas. Fumar un cigarrillo, escuchar la radio. Me ayuda, ¿entiendes?

—No es raro… Pero ¿el aparcamiento de un supermercado?

—En realidad, pensaba que llegaba a tiempo. Quería comprar algo de comer. Sin más. —Le estaba mintiendo otra vez y me sentía como una mierda. Pero ¿qué podía hacer?

—Entonces ¿a qué viene todo este secretismo? ¿Por qué no me dijiste eso y ya está? Me has tenido todo el fin de semana agobiada, pensando en mil teorías.

—¿Qué teorías?

—No lo sé. Esas noches en las que no coges el teléfono, esos viajes en carretera… Es algo extraño, Álex. Es como si ocultaras algo.

¿Qué decir ahora? Opté por la verdad. Una verdad literaria, desde luego.

—Bueno, a veces pienso que la verdad podría no gustarte. A veces…, la vida tiene dientes muy largos. ¿Alguna vez te has visto sin un duro? ¿Sin saber exactamente dónde ibas a vivir el mes siguiente? Yo sí… y solo he intentado hacerlo bien…, sin hacerle daño a nadie…, pero…

—No acabo de entenderte, Álex.

—Lo que quiero decirte es que a veces tengo que conducir por carreteras solitarias, ¿vale? A veces tengo que mancharme las manos y no quiero que nada te salpique. Tú y tu familia sois lo mejor que me ha pasado en la vida. Sois perfectos, generosos, nadie se ha portado tan bien conmigo. No la quiero joder.

—No la vas a joder, Álex. Joderla sería que en ese aparcamiento del Eroski… hubiera otra chica contigo.

—¿Eso te preocupa?

Asintió y yo me reí.

—No hay ninguna otra, Erin.

Ella respiró aliviada.

Llegábamos en ese momento al restaurante. Soplaba un viento atroz y decidimos salir del pinar antes de que nos cayera alguna rama.

—¿Te puedo dar mi opinión de licenciada en Psicología que jamás ejerció?

—Vale.

—A veces, las personas se culpan a sí mismas cuando no saben qué hacer con algunos sentimientos. Creo que a ti te pasa eso. Tu padre te abandonó y eso es incomprensible para un niño. Quizá, en lo más profundo, te culpes por ello.

—Puede ser.

—Y quizá por eso, Álex cortahierbas, piensas que debes ir por la vida pisando cristales. Haciéndote daño y aguantando todas las cargas de los demás. Y que no te mereces una chica como yo, por rica, pija y feliz que sea.

—No he dicho eso.

—Da igual. Lo soy. Pero no tengo la culpa de serlo.

Me dio un beso.

—En cuanto a tus carreteras solitarias… Comprendo que llevas mucho tiempo conduciendo solo. La historia de tu madre. Tus años viviendo fuera. Pero tienes que darte cuenta de que ya no estás solo. Tienes que acostumbrarte a que te quieran, Álex. Y yo te quiero.

Otro largo beso.

—Yo también te quiero. Eres la mejor tía que he conocido en mi vida, Erin. Aquella primera vez que quedamos, yo iba caminando a tu lado y pensaba: «¿Esta chica quiere salir conmigo? ¡No sabe lo que hace!».

—Pero sí lo sabía. Sabía que eras un tío con un corazón gigante, Álex. Es lo único que me ha importado siempre. Además de eso, me haces reír… Y me haces otras cosas estupendamente.

Nos pegamos contra un árbol y empezamos a besarnos como si solo nos quedara una noche en la tierra. Erin bajó la mano hasta mi pantalón. ¿Un polvo de reconciliación entre los pinos? Me apretó la entrepierna y yo comencé a notar que el suelo temblaba bajo mis pies. Primero pensé que debían de ser mis piernas, pero entonces me di cuenta de que era algo más. La tierra se movía. Fue como un trueno estallando en las entrañas de Punta Margúa. A solo diez metros de nosotros, el borde del acantilado emitió un chasquido fortísimo, seguido de un sonido de cascotes golpeando en la pared.

—¡Erin!

La cogí de la mano y nos echamos al suelo por puro instinto. Solo alcancé a ver una pequeña nube de polvo gris alzándose en el aire, que la brisa borró rápidamente.

—Un derrumbe —dije.

—Joder, sí. —Erin miraba hacia el trozo de roca—. Pensaba que no eran de verdad.

—Pues lo son. Anda, será mejor que volvamos a la casa.

8

Esa noche, Erin y yo nos reconciliamos tres veces seguidas bajo el edredón de mi cama; lo que era mucho más recomendable que un pinar frente al océano. Después, cuando se quedó dormida, desnuda entre mis brazos, sentí que al menos una parte de mi vida volvía a su sitio. Mi vida, esa vida que también se estaba cayendo a pedazos, al menos se sujetaba por una parte. Aunque ahora mis miedos eran mayores, más terribles, y esa noche volví a soñar con la cárcel. Mi abuelo estaba conmigo en la celda. «Cuando no mires, lo haré —me decía—, me quitaré de en medio. No quiero ser una carga para nadie.»

Al despertar, Erin salía de la ducha envuelta en una toalla, con el pelo mojado. Recorrí sus piernas con los ojos y tiré de su toalla. Quería traerla de vuelta a mi cama, pero me dijo que ya iba con retraso.

—Tengo una clase de inglés a primera hora.

—¿Y esta tarde?

—Imposible. Es la final de la liguilla. Por cierto, mis padres han preguntado si vendrás.

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