El mentiroso – Mikel Santiago

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Un objeto blanco, un cuadrado blanco.

Puse las luces largas cuando solo faltaban unos cincuenta metros para llegar a las coordenadas que había copiado del TomTom de Félix Arkarazo. Aunque para ese entonces, ya podía adivinar lo que tenía delante. Su llamado «refugio» de escritor no era otra cosa que… ¡una roulotte!

Cuando Txemi habló de un refugio, yo me había imaginado una casita frente al mar, acogedora y con una buena chimenea, un lugar de ensueño donde terminar novelas. Pero viniendo de un tío tan cutre como Félix Arkarazo, aquello tenía todo el sentido del mundo. Una vieja roulotte, de las grandes, aparcada en una especie de pequeña plataforma de grava, a menos de veinte metros del borde del acantilado.

No había luces en su interior, ni coches en la puerta, ni nada que pudiera delatar la presencia de algún extraño. Aparqué la GMC a unos metros y salí bajo la lluvia, armado con mi mochila de utensilios. Era el mismo mar que bañaba las costas de Ilumbe, el mismo aire frío, el mismo salitre.

Di una vuelta alrededor de la caravana, para asegurarme de que no había ninguna sorpresa. A unos kilómetros se podían distinguir algunas luces, pero por lo demás, aquello era una manta de hierba solitaria y oscura de varias hectáreas. Imaginé que el terreno pertenecía a Arkarazo. Una «propiedad rústica» en la que seguramente (por la ley de costas) estaría prohibido edificar nada y que tampoco aparecería en ningún registro. El escondite perfecto.

La cerradura de la roulotte no parecía espectacularmente difícil de abrir, pero tampoco quise dedicarle demasiado tiempo. Metí la palanca de hierro y reventé aquello con un par de tirones. La puerta quedó colgando en el aire y subí el primer peldaño con la respiración contenida.

Dentro hacía un frío terrible y estaba muy oscuro. Encendí mi linterna. El interior de la caravana era más amplio de lo que podía uno imaginar desde fuera. La mitad de la estancia estaba llena de cajas, carpetas, archivos… La otra mitad, la parte habitable, contenía una cama, un escritorio donde había más carpetas y cuadernos, una estufa de queroseno y una diminuta cocina donde se veían largas torres de latas de conserva.

Había varios interruptores de luz, pero no funcionaban. Mi intención era pasar allí el tiempo que hiciera falta, así que salí otra vez y tardé un par de minutos en encontrar la batería que suponía debía alimentar aquella roulotte. Estaba camuflada tras un pequeño panel, junto a un cuadro de alimentadores. La conecté, regresé al interior y apreté un interruptor junto a la puerta: la luz se hizo. Chequeé el depósito de la estufa de queroseno, que estaba a media carga. La encendí tras un par de chispazos y enseguida noté el calor de aquel fuego azul caldeando la estancia. Ambas cosas, la batería y la estufa, funcionaron casi a la primera, lo que me hizo deducir que aquel era un lugar que Félix había frecuentado recientemente.

Cerré la puerta y me quedé, de pie, mirándolo todo. Quería leer todo lo que hubiera que leer hasta conseguir una pista, pero ¿por dónde empezar? El archivo de cajas parecía interesante. Algunas de ellas estaban rotuladas, otras no. Bueno, decidí comenzar por las cajas rotuladas.

¿Qué buscas cuando no sabes qué buscar? Allí había cosas de todo tipo. Nombres, fotografías, cuadernos con notas, cintas de vídeo. Gran parte del material estaba etiquetado como «Documentación novela» y supuse que así era como Félix llamaba al producto de sus chantajes. Fui revisando todo este material y organizándolo para leerlo con calma más tarde. No me paré demasiado a curiosear, excepto por el caso de una carpeta en la que pude leer el nombre de Irati J., y que contenía una cinta de vídeo. Esa la aparté. Soy un tipo de palabra.

Después de unos veinte minutos revisando caja tras caja, di con algo que pareció prometedor: una colección de cuadernos titulada «Manuscritos segunda novela».

¿Esa en la que, según sus palabras, «iba a desvelar un secreto largamente olvidado»? Había tres cuadernos de papel cuadriculado en esa caja. Los saqué de allí y los llevé al pequeño escritorio. Tuve que hacer un poco de sitio. Aparté un cenicero con colillas, una taza con una bolsa de té reseca y unas cuantas carpetas. Coloqué los cuadernos en el centro, encendí un flexo y abrí el primero de ellos (estaban numerados).

Félix Arkarazo escribía a mano, y su caligrafía era razonablemente legible. Así que empecé a leer:

«Novela número dos. Título provisional: Jean y las flores de otoño. Por Félix Arkarazo.»

Aunque el título ya me pareció un poco raro, me lancé a la lectura con voracidad. Leí a toda prisa las primeras veinte páginas manuscritas. Se hablaba de un personaje femenino llamado Jean, una chica francesa cuyo coche se estropeaba en Kundama —el nombre imaginario de Ilumbe— y que, por efecto de una interminable reparación, decidía quedarse a vivir una temporada en el pueblo. Durante esta estancia veraniega comenzaba a conocer chicos y chicas de la zona, en lo que —por lo que apuntaba— se iba a convertir en un viaje iniciático al sexo, el amor y la amistad. Paré de leer en la página treinta, cuando Jean, en una hoguera en la playa, confesaba su virginidad a un amigo.

—Pero ¿qué coño es esta mierda?

Cerré ese cuaderno y abrí el siguiente, aunque aquello solo parecía la continuación de las andanzas de la joven Jean, ahora ya un poquito más iniciada en los asuntos del amor. Finalmente, tras una rápida revisión en diagonal, terminé en la mitad del cuaderno número tres. Aquí, la narración se detenía más o menos en la página cincuenta (Jean acababa de conocer a Daniel, un joven y musculoso remero de la trainera de Urdaibai). En ese mismo punto, había una hoja intercalada en el manuscrito. Era una hoja mecanografiada y con el membrete de la editorial Penguin Random House, que decía lo siguiente:

Querido Félix:

Leído hasta este punto, lamentablemente, debo informarte de que la novela no me encaja. Creo que la historia de Jean está bien, pero que no sería bien recibida por los lectores de tu primera obra. Te recomiendo que des otra oportunidad a aquellas ideas que tenías para una secuela de El baile de las manos negras. Aún quedan once meses para la fecha de entrega, más que de sobra para escribir una obra que esté a la altura de tu gran éxito.

Aprovecho para saludarte cordialmente,

CARMEN ROMÁN

Vale, algo empezaba a tener sentido después de todo. Félix había comenzado a escribir un libro bastante diferente a El baile de las manos negras. Quizá quería dar un golpe de timón a su carrera o quizá no se le ocurría nada mejor. La cuestión es que su apuesta no había superado el filtro editorial y se había visto forzado a volver a las andadas, y con bastante poco tiempo. La carta de su editora estaba fechada un año antes, lo que significaba que en octubre Félix estaba ya en tiempo de descuento para entregar un manuscrito «a la altura de su gran éxito».

Pero ¿dónde estaba ese nuevo manuscrito?

La respuesta, o lo más parecido a una respuesta que quizá encontrase jamás, se hallaba en el anverso de esa carta. Félix había escrito unos párrafos muy esclarecedores, quizá como un ensayo de una respuesta, o quizá como un desesperado apunte personal:

Querida Carmen:

Mi primera novela fue el producto de años escuchando historias en mi pequeño pueblo. Años de cotilleos acumulados en bares, cocinas y salones, de información condensada. Supongo que es lo que ocurre con todas las primeras novelas. ¿Cómo pretendes que consiga algo parecido en solo un año? Os devolvería el dinero del adelanto si pudiese, pero Hacienda se ha llevado lo poco que me quedaba. Mientras tanto, tal y como te dije en alguna llamada telefónica, voy a intentar seguir el hilo de un viejo misterio que ocurrió aquí, en Ilumbe, hace unos años.

No tengo ni una sola página escrita, pero estoy en ello. Creo que tengo una pista fundamental que ni siquiera la policía tomó en cuenta en su día. Entre tanto, os agradecería que ampliaseis un poco el plazo de entrega. Yo prometo no contarle a nadie que vivo casi en la indigencia. Por favor, gracias y un saludo.

Cerré aquellos tres cuadernos y me levanté con la intención de devolverlos a su caja y… ¿proseguir la búsqueda? Pero ¿de qué exactamente? Aquella especie de confesión escrita solo podía significar una cosa: Félix no llegó a escribir ninguna novela. Solo estaba jugando un gigantesco farol al decir que tenía «una bomba entre las manos», cuando en realidad no tenía nada. No había segunda novela. Todo había sido un órdago.

Cogí los tres cuadernos con la historia de Jean y los lancé sobre el camastro que había al fondo de la roulotte. «Engañaste a todo el mundo, incluso a mí. Y ya no me quedan cartas que jugar.»

Me quedé observando el escritorio. La taza de té, el cenicero de colillas, las carpetas que había apartado antes. Eran carpetas de cartón corriente, con gomas. Tenían cosas escritas en su tapa. Una de ellas rezaba una sola palabra. Un apellido.

«Iraizabal.»

De pronto sentí una corriente eléctrica subiéndome desde los tobillos. Iraizabal era el nombre del restaurante que había en los acantilados de Punta Margúa. La dueña, según mi abuelo, era la que había levantado las sospechas sobre la muerte de Floren. Coloqué esa carpeta en el centro de la mesa, le quité las gomas y la abrí. Contenía a su vez otra carpeta, esta con el logotipo de la Ertzaintza y el membrete de la Policía Judicial.

Aquello se ponía interesante.

En el interior de esta segunda carpeta encontré un informe grapado, unas cincuenta páginas más o menos. En su cabecera se leía lo siguiente: «Precedentes y testimonios sobre el caso 117/B. Sucesos acaecidos en la zona de los acantilados llamada Punta Margúa, Ilumbe».

La primera página contenía una breve exposición del caso:

Los indicios señalan que D. Floren Malas-Etxebarria, de 55 años de edad y residente en Ilumbe, Bizkaia, murió al precipitarse al mar en una zona de acantilados conocida como Punta Margúa, Bizkaia (ver mapa) el día […] de […] sobre las 18.30 horas (según un primer análisis forense). Su cuerpo fue hallado en una zona de difícil acceso a los pies de dicho acantilado, más concretamente en las coordenadas […] y […].

El domingo día […] a las […] se produce una llamada al 112 por parte de un submarinista aficionado (E. Millán, testigo con el número 1) que ha avistado «un cuerpo flotando entre las rocas. Definitivamente muerto». Una embarcación de salvamento marítimo se desplaza hasta el lugar y se procede a rescatar el cuerpo.

Los resultados de la autopsia indican como causa de la muerte un politraumatismo severo y un derrame craneoencefálico masivo. El análisis de las heridas indica que son compatibles con una caída desde el borde de dicho acantilado y el lecho de rocas situado en las coordenadas donde fue hallado el cuerpo. No se observan otros rastros de violencia ni indicios de enfrentamiento físico, aunque sí una elevada presencia de alcohol en la sangre.

Se valora la hipótesis de un accidente así como la de un salto voluntario.

El día […] de […] se recibe una llamada en los servicios de emergencia. Una mujer que se identifica como Diana Antxieta dice tener cierta información importante sobre el accidente. Se presentaba a sí misma como copropietaria del restaurante Iraizabal, sito a escasos metros del punto del accidente. Su testimonio es recogido por los agentes […] y […] y transcrito a continuación:

«Esa tarde yo estaba trabajando en la barra del restaurante. Hacía muy mal tiempo, con lo que esperábamos pocos clientes. […] Este hombre, Floren, apareció por allí sobre las cinco y media de la tarde. Era un hombre alto, muy guapo, de esos que llaman la atención. Pidió un gin-tonic y se puso a leer el periódico. Miraba el reloj cada dos por tres, y claro, yo pensé que estaría esperando a alguien. Recuerdo esto perfectamente porque dejé volar un poco la imaginación… Bueno, ya sabe. Una está muy aburrida y no todos los días aparece un tipo guapo por el bar. Recuerdo que pensé “quién será la agraciada que tenga esperando a semejante pibón”. Bueno, pues resulta que a eso de las seis, él había pedido otra copa, pero todavía la tenía por la mitad. Entonces se levantó de pronto y se marchó sin decir una palabra. Dejó un billete de veinte euros sobre la barra y yo pensé que habría ido a fumar. Me acerqué a la ventana y le vi caminando en dirección al barranco, como si tuviera algo de prisa. No era la actitud de nadie que piensa quitarse la vida, sino la de alguien que está ansioso por encontrarse con otra persona. Bueno, estamos en pleno diciembre y a las seis de la tarde ya no hay mucha luz. Le perdí de vista enseguida. Le guardé el cambio y la copa hasta que cerré el bar, pero no volvió por allí, claro. Al día siguiente, cuando me enteré de todo por las noticias, lo primero que pensé es que a ese hombre lo habían matado.»

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