Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

—Soy la alférez Scott, de la Policía Militar —dice, mostrándole una credencial amarilla y verde—. Estoy aquí en calidad de observadora, como una atención a su difunto esposo.

Jon se pregunta cuántas de esas tarjetas llevará Antonia en la mochila. Si las clasificará por colores. Teniendo en cuenta cómo funciona la mente de su compañera, probablemente se sepa de memoria incluso los números de los distintivos, por muy falsos que sean.

—¿Dónde estudió?

—En Toledo. Luego estuve en blindados, en Badajoz.

—Mi marido también.

—Lamento mucho su pérdida, señora.

La puerta se cierra, la cadena se suelta, la puerta se abre.

—Es muy tarde —protesta la mujer.

Alta, enjuta, de ademanes secos. Tendrá unos sesenta y cinco años, pero aparenta ochenta. Lleva puesto un vestido de lunares muy fino, con un botón mal abrochado, observa Jon. Deduce que estaría durmiendo ya, o en la cama, con un camisón o con una bata. Todo este tiempo que ha tardado en abrir es el tiempo que ha tardado en ponerse presentable.

—Lo sabemos, señora. Pero es una emergencia. Cuestión de vida o muerte, se lo aseguro —dice Antonia.

—Pasen, entonces.

El recibidor es un espacio pequeño, en el que sólo hay un velador adornado con fotografías de Raquel y un señor en uniforme de militar. Jon reconoce los galones de teniente coronel. Los marcos son de plata de ley, aún llevan la pegatina con forma de macarrón.

Desde el recibidor, una puerta da a las habitaciones y la cocina. Al asomarse, Jon comienza a comprender lo que dijo Blázquez. El piso es pequeño, pero está muy bien construido. Tanto que no tiene apenas pasillos, ni recovecos.

¿Si él no la mató, si estaban solos en casa, cómo demonios sucedió?

Se vuelve hacia Antonia, que está haciéndose las mismas preguntas, o eso supone. Pero por como de rápido se mueven sus ojos, como se agita su respiración, y como ha regresado el temblor de sus manos, Jon sabe que su cabeza vuelve a ir a toda máquina.

—Supongo que no querrán un té ni un café, con lo tarde que es. —La señora lo pronuncia con educación, pero deja muy claro el tipo de respuesta que espera.

—Dos tazas de té, si es tan amable —pide Antonia, que intenta ganar un tiempo del que no disponen.

La otra puerta da al salón. Es uno de esos salones de los años setenta. Con el parquet pegado, la chimenea de adorno, la mesa de comedor de cristal por si vienen invitados. A juzgar por las marcas de las sillas en el suelo, eso sucede a menudo.

Al otro extremo hay un televisor de tubo, apagado. Un DVD con VHS. Un bargueño antiguo, entre dos sofás. Dominicales sobre la mesa de café, un periódico que asoma debajo en el que Rajoy aún es presidente. Más indicios de que la vida en esa casa se detuvo hace tiempo.

Mientras la mujer trastea en la cocina, Jon se asoma al pasillo. La habitación de la mujer tiene la puerta entreabierta. La de la hija, cerrada.

Antonia se cuela entre Jon y la pared. Abre la puerta.

Una cama, aún deshecha. Un ordenador. Polvo acumulado sobre las estanterías, el monitor, el teclado.

En el suelo, junto a la entrada, hay una alfombra. Tiene una de las esquinas doblada, la que está en contacto con la puerta. Es un sitio extraño para colocar una alfombra.

Jon no necesita que Antonia la levante para saber lo que oculta. Aquellos puntos del parquet donde la sangre de la hija no ha salido, ni jamás lo hará. Se pueden ver las marcas allá donde un estropajo, o alguna otra herramienta, ha excoriado el barniz, sin lograr nada que no sea hacer más patente la madera ennegrecida, especialmente entre las juntas.

Ni siquiera lijándolo saldría. Habría que arrancarlo entero, piensa Jon.

17
Un salón

Antonia deja caer la esquina de la alfombra, echa un último vistazo y retrocede cuando escucha el silbato de la tetera.

Cuando la mujer entra en el salón, sosteniendo la bandeja, les encuentra a los dos sentados en el sofá. Jon se pone en pie enseguida para ayudarla con la bandeja.

—¿Ya han podido fisgonear a su antojo? —dice la anfitriona.

Las tazas de porcelana con filo de oro tintinean con una musicalidad particular en manos de Jon al escuchar aquello. Deposita la bandeja sobre la mesita con sumo cuidado. El mismo que tienen a partir de ahora, ya que la han puesto sobre aviso.

—Señora Mengual…

La mujer ataja la pobre excusa de Jon justo a tiempo.

—Señora de Planas, inspector. En esta casa se guarda el recuerdo de los que ya no están. ¿Un terrón o dos?

—Ninguno, gracias.

—¿Y usted, alférez?

—Tres, señora. Muchas gracias.

La mujer le sirve los terrones con delicadeza, empleando dos cucharillas contrapeadas.

—Tenía unas tenazas, pero se rompieron hace años. Ha sido imposible encontrar un reemplazo. Incluso llevé una al Corte Inglés de Princesa, a ver si ellos… pero nada.

—¿Limoges? —pregunta Jon, que de estas cosas entiende un rato. No pocas tardes de té con pastas en casas de señoras de pelo cardado se pasó en su infancia, que amatxo es muy dada a visitar.

La señora de Planas asiente con la cabeza. Su cardado, teñido de un rojo imposible, se mantiene digno, aunque algo aplastado por el lado de la almohada. Completamente entendible, dadas las circunstancias.

—Fue un regalo que me hizo mi marido durante nuestra luna de miel. Toulouse, Poitiers, Nantes, París… Fuimos en coche, turnándonos al volante. El viaje más bonito de nuestra vida. Raquel nació al año siguiente, y luego todo fue más difícil, por supuesto.

—¿Tenían mucho trabajo?

—Mi marido era teniente coronel, señora. Con no poca tarea. Durante unos años incluso estuvo destinado en… ya sabe —baja un poco la voz—. En la complicada parte.

Antonia parpadea, extrañada. Jon no necesita de demasiada imaginación para deducir cuál sería «la complicada parte» en los años del plomo para un militar de carrera. Se señala el pecho, y Antonia entiende.

—¿Hace mucho que falleció su marido?

—Once años. En la flor de la vida, alférez. Un día estaba bien, y al otro los pantalones le estaban un poco holgados. Y luego se le caían. Para cuando pudimos hacer algo, el cáncer se lo había comido —dice, alzando las manos y volviendo a dejarlas caer luego sobre el regazo—. Raquel… quedó devastada. Y yo, pues se pueden imaginar. Era mi vida, mi todo. Y luego, ella…

Se echa a llorar. Tan bajito, tan quedo, que apenas se nota. Las lágrimas, simplemente, surgen de ella, al igual que transpira el vino entre las costuras de un odre viejo, tan baqueteado por el sol y los años que ya no es capaz de mantener intacta su forma.

—Disculpen mi reacción —se disculpa ella, extrayendo un Kleenex arrugado del bolsillo lateral del vestido, y enjugándose las lágrimas—. No saben lo que es perder a una hija.

Jon no lo sabe, pero se lo imagina. Su madre, allá en la complicada parte, tiene un hijo policía. Es su única familia. Muchas noches Jon las ha pasado tumbado en la cama. Comiendo techo. Preguntándose qué será de ella si a él le pasa algo. Noches que se hacen eternas cuando el día ha sido de los difíciles. Cuando ha cruzado un túnel lleno de explosivos, le han estrangulado y disparado, por ejemplo. Días de ésos. Las noches que siguen a esos días no terminan, sólo sale el sol hacia la mitad, sin que eso traiga luz alguna. Tan sólo atenúa ligeramente los bordes filosos y serrados de la pesadilla.

Una pesadilla que se parece mucho a la imagen que Jon tiene frente a él. Una mujer sola, llorando en un piso yermo, rodeada de viejas fotos polvorientas.

—Yo soy madre, señora Mengual.

La mujer alza sus ojos enrojecidos y los cruza con los de Antonia.

—Tan joven —dice, aunque lo que se escucha es un lamento—. ¿Ya le ha roto el corazón?

—Aún no —responde Antonia, aunque detrás de sus ojos también hay imágenes de túneles oscuros y mujeres solas en habitaciones vacías.

—Ya lo hará. Agarre todo lo que pueda mientras tanto.

Hay un silencio, salpicado con los chasquidos del reloj que hay sobre la repisa de la chimenea. Hace ruido, pero las agujas no se mueven, están caídas en la posición de las seis y media. Otro signo más de que el tiempo se ha rendido en esa casa.

—¿A qué han venido?

—Creo que ya lo sabe, señora —dice Antonia, con voz suave.

—No, no lo sé —niega ella, sacudiendo la cabeza, pero bajando los ojos.

—Yo creo que sí lo sabe. Creo que ha estado esperando que llamásemos a su puerta desde hace años. Hemos venido porque usted no dijo la verdad en su momento sobre la muerte de Raquel.

La mujer se inclina hacia delante en la silla.

—¿No pueden dejarnos en paz? ¿No hemos sufrido bastante ya?

Jon mira el reloj. Quedan sólo veintinueve minutos.

—Mintió, y ahora esa mentira está a punto de costarle la vida a otra persona.

Esa revelación demuda el rostro de la mujer.

—No… no puede ser.

—Le garantizo que sí, señora de Planas.

—¡Le digo que no es posible!

—Cuéntenos lo que pasó aquella noche, entonces.

La mujer —cuesta no llamarla anciana, a tenor de su aspecto— se retuerce las manos en el regazo. Tiene la espalda muy recta y las piernas muy juntas, en escorzo, y se sienta al borde del sofá. La postura francesa, así lo llamaban las damas elegantes en los años sesenta y setenta, sin asomo de ironía.

—Si lo hago, ¿me dejarán en paz?

—No puedo prometérselo. Pero puedo prometerle que, si nos dice la verdad, se sentirá mejor.

La promesa suena tan hueca como la recibe la señora de Planas, que no obstante se incorpora un poco y recita.

Jon conoce muy bien el tono de voz de las víctimas. Sabe cómo relatan la pena. Instantes antes de comenzar, se inducen a sí mismas en una especie de autohipnosis, de adormecedor desapego, plagado de tropezones. No hay nada de eso en la voz de la mujer. A pesar del cansancio y la debilidad, sus palabras discurren por un camino trillado.

—Regresaba de misa de ocho, en Las Comendadoras. Aquí al lado. Subí en el ascensor y vi a Víctor a través del cristal, que cogía el montacargas. No llegué a hablar con él, se metió antes de que yo saliera. Seguí hacia casa. Cuando iba a mitad del pasillo, me di cuenta de que la puerta principal estaba abierta. Entré, llamando a Raquel, pero no me contestó. Entonces vi su mano, en el pasillo.

—¿Avisó usted a la policía?

—No. No llamé. Fui corriendo a sostener a mi hija. Usted habría hecho lo mismo.

—¿Y después?

Ella se echa un poco hacia atrás.

—Después no recuerdo nada más.

—La ambulancia llegó un par de minutos después. Cuando llegaron la encontraron apretando la herida en el costado de Raquel. Intentaron estabilizarla aquí mismo, y después trasladarla.

La señora asiente, sin mirarles. Su vista está perdida en algún punto de la pared, en línea recta con la habitación de su hija.

Antonia se pone en pie, y le hace una petición muda a su compañero. El inspector Gutiérrez hace un gesto de entendimiento.

—Murió camino del hospital, por la pérdida de sangre —añade, girándose hacia la dueña de la casa.

Ella no responde. Su cabeza ahora sigue el movimiento de Antonia, que ha rodeado el sofá y se dirige al pasillo.

Va a decirle algo. Sus labios se separan.

—Y usted le contó a la policía que Raquel estaba sola cuando usted se fue a misa —continúa Jon, tratando de llamar su atención y ganar tiempo para Antonia—. Le dijo que quería dejar a su novio, que llevaban un tiempo distanciados. Que usted había temido por ella. Y que le había visto cuando subía en el ascensor.

—Sí —afirma la mujer, con un hilo de voz—. Fue exactamente así como pasó.