Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Antonia Scott no le quita los ojos de encima mientras toma tierra. Aguarda, sentada en el capó del coche, ajena al relente de la madrugada, hasta que el avión se detiene junto a ellos.

La puerta del Bombardier se abre, y una figura conocida se recorta en el rectángulo de luz. Antonia se baja del capó y camina hacia ella, una mano en la espalda, ignorando los calambres en las piernas entumecidas.

—Llegas tarde —dice.

—Tuvimos problemas para salir de Gloucester —responde la sombra, desde el rectángulo de luz.

Antonia no retira la mano de la espalda mientras sube, despacio, los ocho escalones. Sólo cuando está segura de que la mujer es a quien ella esperaba, afloja los dedos de la culata de la Sig Sauer P290 que lleva enganchada al cinturón.

—Te has cambiado el pelo.

—Éste es mi color. Me cansé del rubio.

Carla Ortiz sonríe con calidez, a pesar del cansancio y del miedo que se asoma a sus enormes ojos marrones. Extiende la mano para saludarla, pero la retira en el último instante.

—No… no me gusta el contacto físico —se disculpa Antonia.

—Lo sé. Me han informado. De eso y de más cosas.

—Vergonzosas, supongo.

—Supones bien, niña —dice una voz en inglés, desde el interior del aparato.

Antonia entra y se arrodilla junto al primer asiento. Unas manos nudosas y enjoyadas, gélidas como las sábanas en invierno, le revuelven el pelo con ternura.

—Estás horrible—dice la abuela Scott, señalando las ojeras violáceas en el rostro de su nieta.

—Y tú estás… —responde Antonia, intentando contener la emoción que le produce la caricia.

La abuela y Marcos eran las dos únicas personas cuyo contacto anhelaba. Su marido acaba de morir hace unas horas, desconectado de las máquinas de soporte vital por decisión de Antonia, después de años de insensata espera. Y a la abuela Scott no le queda mucho. Este viaje sorpresivo en mitad de la noche no ayuda en absoluto.

Antonia contempla el manojo de huesos cubiertos por un vestido de lunares. Con la mano que no acaricia a su nieta, rodea un vaso con un dedo de whisky.

Antonia percibe enseguida la ausencia de marcas de labios en el borde del vaso, la ausencia de olor en su aliento, y comprende que ya no puede mover el brazo izquierdo. Abre la boca para preguntarle por ello, pero un pensamiento cruza por su cabeza. Un pensamiento con acento vasco y voz gruesa, que no gorda.

Se ha tomado muchas molestias para ocultártelo. Déjala creer que lo ha conseguido.

—… más guapa que nunca —termina diciendo, con un esfuerzo.

—Voy para el siglo, niña. Hace décadas que eso dejó de ser cierto.

Antonia mira a los ojos azul desleído de la abuela, y siente que el corazón se le desgarra. Quizás sea la última vez que puedan mirarse cara a cara. Quiere inclinarse sobre ella y abrazarla, lo desea con todas sus fuerzas, pero no es capaz.

—Vamos, niña —le disculpa la abuela, con una última caricia de despedida—. Ve hacer lo tuyo. Y cuéntamelo después.

Antonia asiente, y se levanta. Repasa la cabina del avión durante largos minutos, desoyendo los intentos de Carla de entablar conversación, y notando cómo su ansiedad va creciendo. Finalmente, da por bueno el examen, por más superficial que sea.

No hay tiempo para más.

Se acerca a Carla.

—¿Alguna noticia del inspector Gutiérrez? —pregunta la empresaria.

—La furgoneta escapó. Por ahora no sabemos nada.

Carla duda, tiene miedo, pero finalmente se atreve.

—Ella… ella estaba ahí, ¿verdad?

Antonia asiente. Hay un silencio incómodo, de esos que, en el pasado, se veía obligada a rellenar con promesas. Promesas grandes, tranquilizadoras. Para otras personas, vacías.

Para otras personas, una promesa hecha en un momento como éste, no son más que palabras.

No para Antonia Scott.

Para Antonia Scott, una promesa es un contrato. Un contrato, que, si no cumple, acaba pagando igualmente. En culpa y remordimiento, moneda inflacionaria.

Por eso, en estos momentos Antonia no rellena el silencio con palabras como encontraré al inspector Gutiérrez o capturaré a la mujer que te secuestró y torturó. No, Antonia ha aprendido algo en los últimos meses sobre las promesas.

Por eso, lo que le dice a Carla es:

—Lamento lo de tu padre.

Una sombra cruza el rostro de la joven, que aparta la mirada.

—Era muy mayor.

—¿Pudiste hablar con él? Antes de…

Esos puntos suspensivos entierran enciclopedias enteras.

—Yo no quería, y él no podía —dice Carla, encogiéndose de hombros.

Carla

El ictus que golpeó a Ramón Ortiz unos meses atrás le había dejado reducido a un despojo babeante. La muerte no excluye a nadie de su lista, ni siquiera al hombre más rico del mundo. Todo el poder y la fortuna del empresario tan sólo habían mejorado el lugar de su fallecimiento, pero no lo habían evitado.

La rica heredera se había transformado durante el tiempo en el que había estado secuestrada por Ezequiel.

Había emergido del pozo distinta. Todo lo que quedaba de ella de veleidad y capricho había ardido sin llama en la oscuridad del encierro. Donde antes había egoísmo y necesidad de validación había ahora generosidad y una seguridad en sí misma oscuras y desconcertantes. Sonreía menos, pero cuando lo hacía era de verdad.

Y no, nunca llegó a reconciliarse con su padre. El empresario estaba esperándola al borde de la alcantarilla, en la calle Jorge Juan, en mitad de una nube de fotógrafos y periodistas. Ella rechazó la mano que le tendía, y eligió apoyarse en el inspector Gutiérrez, el hombre que había afrontado un túnel lleno de explosivos y recibido un disparo para salvarla. No respondió al abrazo que le dio Ramón, ni sonrió, ni vertió una sola lágrima. Después, se apartó de él y se dirigió a los periodistas. Con voz sorprendentemente clara, les dio las gracias por su interés, y dijo encontrarse perfectamente, lista para regresar al trabajo. El mundo entero escuchó sus palabras serenas en las noticias de la mañana, y las acciones de la empresa subieron un seis por ciento.

A Ramón no volvió a dirigirle la palabra en privado. Lo intentó en ocasiones. Quiso preguntarle un centenar de veces por qué la había dejado abandonada a su suerte. Por qué no había cedido al chantaje de Ezequiel, como hubiera hecho ella sin dudar un instante si hubiese sido su propio hijo quien estuviese en peligro.

Su hijo, que ahora dormía en uno de los sofás de la zona central del jet privado, tapado con una manta, era todo lo que importaba. Nada más. Volver a abrazarle era lo único que había deseado mientras estaba secuestrada. Por él lo cambiaría todo. Hasta el último de los miles de millones de euros que poseía, y la calderilla del bolsillo, si se la pidieran también.

Sólo cuando murió Ramón —a las tres de un sábado, en mitad de los titulares del telediario—, ella lo comprendió todo. Estaba en la cama del hospital, mirando la televisión, cabeceando ligeramente, como si se quedara dormido. Y de pronto, murió. Sin hacer ruido, simplemente se fue. Todo esto se lo contó la enfermera privada, una de las cuatro que le cuidaban día y noche. Carla cogió el teléfono a las 15:08, sabiendo de antemano —esas cosas se saben siempre— que su padre acababa de morir. Y tan pronto colgó, miró a su vez el telediario, sin prestar atención al desfile de sucesos banales, ni a la ironía cruel de que ambos hubieran estado viendo exactamente lo mismo a ocho kilómetros de distancia.

Acababa de heredar un imperio de doce cifras. Un uno seguido de once ceros. Una cantidad imposible, absurda, a la que en vida de Ramón Ortiz había prestado tan poca atención como al telediario ahora mismo. Al igual que esas imágenes, era algo simplemente que estaba ahí. Que pasaba, fuera de su ámbito de responsabilidad e influencia.

Sí, ella se había dejado el alma en la empresa, echando horas como si las llevara en un saco. Pero lo había hecho para ganarse lo único que no podía poseer. El respeto de su padre.

Casi pudo ver en el enorme televisor de cien pulgadas las imágenes del telediario del día siguiente. Casi, que el televisor era caro, pero no tanto. Pudo verse a sí misma, vestida de negro, recibiendo en el tanatorio a los invitados. Los reyes, seguro, el presidente del Gobierno, algún ministro. Y también gente importante, como Laura Trueba o Bill Gates. De pronto ella era algo distinto. Un volquete de responsabilidad le acababa de caer encima. Las vidas de cientos de miles de empleados y las inversiones de millones de personas dependían, desde aquel instante, de cada uno de sus gestos. Una inflexión, una sílaba a destiempo, podía arruinarlo todo.

Fue entonces cuando comprendió la traición de su padre. Fue entonces cuando quiso llamarle, decirle que le entendía. Que no le perdonaba —le resultaría imposible—, pero que le entendía.

Porque, junto con aquella cifra exorbitada, junto con aquellos once ceros, había heredado una verdad, acerada y luminosa, en tan sólo seis palabras.

No se los había ganado ella.

2
Un cubo

—Vamos a repasar el plan —dice Antonia, moviéndose hacia la parte delantera del avión.

Mirando a aquella mujer menuda, casi un palmo más baja que ella, Carla Ortiz siente una extraña envidia. Antonia Scott no es fea, pero tampoco una belleza. No es eso, ni siquiera su intelecto lo que Carla envidia. Es su determinación inquebrantable. Le salvó la vida en los túneles de Goya Bis, y por tanto adquirió una deuda perpetua.

Cuando Antonia la llamó, tan sólo unas semanas atrás, Carla esperaba una petición. Un pago, de alguna clase. Estaba dispuesta a dárselo, claro. Deseosa, incluso.

No hay favor más barato que el que puedes rescindir con dinero.

En lugar de eso, Antonia Scott le contó una historia, una historia que le revolvió el estómago y le robó el sueño. La historia de cómo una mujer desconocida, a la que llamaremos Sandra Fajardo, a falta de mejor nombre, manipuló a un enfermo mental para hacerle creer que era su hija. De cómo ambos la habían secuestrado para, supuestamente, chantajear a su padre. De cómo el cadáver de la falsa Sandra nunca había aparecido.

De cómo todo lo que creían saber era una inmensa mentira.

—No lo comprendo. ¿El chantaje a mi padre no fue real?

—No fue más que una elaborada farsa —respondió Antonia—. De alguna forma que desconozco, todo esto tiene que ver conmigo.

Le habló entonces del elusivo y misterioso señor White. El hombre que tiraba de los hilos de Sandra Fajardo.

—No puedo creerlo. Todos aquellos policías que murieron intentando salvarme. La mujer en el colegio de tu hijo. ¿Cuántas vidas se han perdido por esta farsa, como la has llamado?

—Ocho, que sepamos.

—Creía… que había terminado —dijo Carla, con la voz anegada por el miedo. Aguarda, en vano, una respuesta tranquilizadora de Antonia. Que no llega.

Entonces el recuerdo la alcanzó.

El desvío.

El hombre del cuchillo.

La persecución en el bosque.

El pinchazo en el cuello, cuando ella se había rendido.

Y después la batalla desesperada con la oscuridad. La voz amable que había resultado ser su torturadora.

—¿Sabes…? ¿Sabes qué es lo que quiere?

—No lo sé. Pero lo sabré.

Antes de colgar, le había dado a Carla instrucciones muy claras sobre lo que tenía que hacer si alguna vez se cumplía la peor de sus pesadillas.

Diez horas antes, sucedió.

El mensaje de Antonia decía sólo:

HA VUELTO

Pero eso fue todo lo que necesitó Carla. Se levantó en mitad de una cena con unos socios comerciales, murmurando una excusa, y se subió al coche, al tiempo que daba instrucciones a la niñera para que sacara a su hijo de la cama.

El vuelo desde La Coruña hasta Gloucester para recoger a la abuela Scott les había llevado dos horas. Salir del aeropuerto, otras cuatro. Pero allí estaban, por fin.

Según el plan.

—Nada de teléfonos móviles. Ningún dispositivo electrónico. Tampoco búsquedas en internet sobre mí, ni sobre noticias de España. Ningún acceso a mis cuentas de correo, ningún contacto con nadie —recita Carla.

—Dame tu cartera —pide Antonia.

Carla rebusca en el bolso y se la alarga, con un mohín de disgusto. Antonia saca las tarjetas de crédito, el DNI, incluso el carnet de descuento del Sephora, lo arroja en una bolsita para el mareo y ésta a su vez en una papelera. De su bandolera saca un mechero y un bote de fluido para encendedor, y convierte la vida de Carla en un charco pestilente en pocos instantes. Tan sólo salva un rectángulo negro y metálico que se guarda en el bolsillo.