Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Sobre lo que hicieron entonces.

Reflexiona lo justo, todo hay que decirlo, porque enseguida pone el motor en marcha y tierra de por medio.

Sabiendo muy bien que sus problemas saben aún mejor dónde encontrarle.

Y dudando aún menos de que vayan a hacerlo muy pronto.

11
Un patio

Jon aparca cerca de la entrada, en un sitio libre junto a un Prius, y se vuelve hacia ella.

—Dale, cari.

—¿Que le dé a qué?

—Al informe. Tendrás que contarme algo, para que no entre en pelotas.

Antonia abre la boca, forma la primera sílaba, y luego la cierra.

Ya empezamos, piensa Jon.

—Creo que será mejor que no.

—¿Hay algún motivo, o es por diversión?

—Si te cuento lo que pone aquí, te estaré contando las conclusiones de la investigación. Y nosotros hemos venido a buscar otra cosa.

—¿Exculpar a un inocente? —pregunta Jon, con cierto retintín.

—No. Buscamos lo de siempre. La verdad. Que no siempre coincide con una sentencia. Y tú, Jon, no eres muy objetivo con los maltratadores de mujeres.

No, no lo soy, piensa él. Y tres cojones si me importa.

—¿Entonces?

—Entonces yo pregunto, y tú, sobre todo, observa. No quiero que entres condicionado. Más.

Jon se aviene a la estrategia, sin creérsela demasiado. Cuando ponen un pie fuera del coche, comienza a llover a mares. Trotan hacia la entrada, al ritmo de la lluvia sobre las capotas.

Se identifican. Hoy Antonia es inspectora de policía, nada de las tapaderas complejas de otras ocasiones.

Un funcionario con malas pulgas les pide vaciarse los bolsillos sobre una de las mugrientas bandejas de plástico antes de cruzar el detector. Jon, que conoce a Antonia, se adelanta para depositar una bandeja en la cinta delante de Antonia, ya que ella odia tocar cualquier cosa que haya pasado por un trillón de manos, por razones distintas —y por tanto, las mismas— por las que odia que la toquen.

—Han avisado de que veníamos —dice Jon.

—Sus objetos personales tienen que quedarse en esta caja —responde el funcionario, abriendo una sucia caja de cartón para cada uno. En comparación con ellas, las bandejas de plástico de la entrada parecían cristal de Bohemia recién soplado.

—¿También la pistola? —dice Jon, un poco por joder.

El funcionario le mira con cara que no invita al recochineo. Cara que se avinagra más cuando el detector de metales pita, descontrolado, al pasar Jon.

Antonia lo mira, y él a ella.

—Me han operado hace poco. Una prótesis.

El funcionario agarra el detector manual y se pone en pie, con la misma energía que si el postoperatorio lo estuviera pasando él.

—¿En dónde?

—En la clavícula —dice Antonia.

—En las vértebras—dice Jon, al mismo tiempo.

—¿Se aclaran?

Jon se baja un poco el cuello de la camisa, donde el esparadrapo ensangrentado es claramente visible. El funcionario le pasa el Garret por la zona, y confirma lo de la prótesis.

Siguen al funcionario hasta un patio que hay tras una puerta de cristal con una raja que va de arriba abajo. Una de esas rajas que no forman los cambios bruscos de temperatura. Más bien los cambios bruscos de humor, y la aplicación de una suela del cuarenta y tres.

—Esperen aquí —dice el hombre, indicándoles un banco de madera. Está situado bajo una marquesina, pero aun así está empapado, porque ahora a la lluvia también acompaña un viento racheado y sibilante. Así que ellos aguardan de pie, pegados a la pared, con los brazos cruzados y los ojos entrecerrados.

Al otro lado del patio, la enorme torre de hormigón que domina el espacio tiene todos los focos encendidos. Enormes luces estroboscópicas. 3000 vatios, temperatura de color de 5700K. No hay calidez ni mentiras posibles bajo uno de esos focos. La lluvia tan sólo alcanza a afilar, precisos, los contornos de su haz.

Antonia se agita, inquieta.

—¿Qué te sucede? —pregunta él.

—Éste no es un buen sitio para mí, Jon.

—Venga ya. Habrás visitado una cárcel antes, ¿no?

Ella menea la cabeza, despacio.

Jon sí que ha estado, varias veces. Las suficientes como para insensibilizarse lo suficiente. Recuerda, no obstante, su primera vez. La recuerda bien. Los ruidos, el metal, los olores. La desesperación.

—No te preocupes. Luego no es para tanto. No es más que otro edificio. Unas cuantas cerraduras, unos cuantos guardias.

Lo otro lo omite, por razones obvias. Pero resulta que no estaba acertando, en absoluto.

—No estás acertando, en absoluto —dice ella.

—Ilumíname, cari.

Antonia señala su propia cabeza. El dedo índice, tembloroso, perpendicular a la sien. Cerca, pero sin llegar a tocarla. Como si tuviese miedo de lo que contiene.

—Aquí dentro. Aquí dentro hay monos.

Algo en su tono de voz hace a Jon dejar de lado todas las bromas, las impertinencias, las miradas. Algo en su tono de voz ya lo ha escuchado antes. También en un patio, también vacío. Un lugar gris y deprimente, de un colegio británico. El día en que le llevó a conocer, desde la distancia, a su hijo. El día en que se abrió a él por primera vez.

Así que no dice nada, mientras los segundos pasan, calzados con botas de metal, y las rachas de viento les arrojan a la cara las sobras de la lluvia.

Pero ella no continúa. Así que lo hace él. Qué remedio.

—¿Te asustan?

Ella sacude la cabeza de nuevo.

—Me ayudan. Me muestran cosas. Llaman la atención sobre detalles. A veces, demasiados.

Otro silencio. Lo más parecido bajo una tormenta que arrecia, en cualquier caso.

—Sé que no son reales, no tengas miedo. Son figmentos de mi mente. La manera en la que procesa la información para hacérmela comprensible. De ordinario están tranquilos. Pero…

Se calla, y mira a lo lejos. Jon ha visto esa mirada antes. El día —el mismo día— en el que le preguntó qué le habían hecho. Y ella no pudo y no quiso contárselo.

—En un lugar como éste, se ponen nerviosos —aventura Jon.

—Para esto me… para esto me entrenaron. Una escena de un asesinato, un lugar repleto de criminales. Los despiertan a todos.

Jon no necesita que Antonia le aclare que nunca le ha contado esto a nadie. Le inunda una mezcla extraña de sentimientos.

Alegría por ella, por ser capaz de abrirse.

Odio por los que le han hecho daño.

Orgullo, por haber sido el primero.

Y, flotando por encima, algo más.

Como un sucio zurullo, en una piscina. El resentimiento que aún perdura hacia ella, cada vez más consciente. Porque, con su mera existencia, Antonia Scott ha complicado la suya hasta el extremo.

—¿No puedes controlarlo? —pregunta, intentando no sonar exasperado.

—Es muy difícil.

—De ahí las pastillas.

—Pero no quiero volver a verlas —menea la cabeza, y se aferra los hombros, intentando abrazarse a sí misma. Jon, de ordinario tan dispuesto a ayudarla en ese cometido en el que hacen falta dos, no es capaz esta vez de encontrar fuerzas en su interior para obligarse y obligarla.

—Pues, como dice amatxo, tendrás que poder.

Antonia aparta la mirada, un tanto desencantada.

Aquella confesión ha tenido que ser muy dura para ella. Quizás esperaba un resultado distinto, con una respuesta emocional que Jon no puede ofrecer ahora mismo. Y que no está seguro de deber entregar. Ha visto lo que era capaz de hacer con su mera fuerza de voluntad, manteniéndose lejos de la química.

Pero Jon ha visto los suficientes adictos en su vida como para saber que la compasión de otros es el combustible de la suya propia.

Una vez se encontró a uno con una sobredosis en un callejón cerca de San Francisco. La goma aún en el brazo, la cara metida en un charco. Junto a su boca había un envoltorio de Phoskitos que un par de cucarachas habían elegido para pasar la noche. Salieron huyendo en cuanto el haz de la linterna de Jon rozó el plástico rojo y azul.

Cuando llegó la madre, después de llorar seco y en silencio —lágrimas no debían de quedarle ya—, apoyó un brazo en el joven policía de uniforme y le dijo:

—Ay, si no me hubiera dado tanta pena antes.

Así que Jon no dice nada.

Lo que tampoco es solución, porque Antonia suele refugiarse en el silencio como las cucarachas en un envoltorio de Phoskitos.

Por eso resulta aún más sorprendente lo que ocurre a continuación.

—Te voy a explicar lo que siento. Mete tripa —dice ella, cogiéndole por el codo y apoyándole la mano en el estómago.

Si le hubiera dado una patada en los huevos, el inspector Gutiérrez hubiera sentido, quizás, un desconcierto menor. Quizás.

—A ver, es verdad que este traje no me queda perfecto. Pero no es que esté gordo —acierta a decir.

—No es por eso. Hazme caso.

Jon hace caso.

—No tanto —instruye ella, acompañando hacia fuera el diafragma de Jon con la palma de la mano—. Como si te quedara aliento para diez o doce palabras.

Jon aprieta el estómago un poco. Sólo un poco.

—No sueltes.

Al principio es sencillo. Pero, a medida que transcurren los segundos, se da cuenta de lo que quiere transmitirle Antonia. Mantener el músculo tenso comienza a costarle cada vez más. De pronto, pasa a consumir toda su atención, hasta el punto que se le hace difícil mantener el ritmo de la respiración, y comienza a notar cómo sus enormes pulmones empiezan a quedarse sin aire.

—¿Todo el tiempo?

Ella asiente con la cabeza. Todo el tiempo. Todos y cada uno de los segundos que pasa consciente tiene que mantener esas defensas levantadas. Ese músculo invisible, apretado en el interior de su cerebro.

Jon no alcanza a sentir lástima por ella —lo hará, dentro de unas horas, y en el momento más inoportuno—, porque unos pasos al otro extremo del patio les interrumpen.

Madrid, 14 de junio de 2013

El hombre alto y delgado se restriega los ojos de puro cansancio. La jornada está a punto de concluir, aunque para él ya lo había hecho después de la segunda entrevista.

Se encuentran en la facultad de Psicología de la Universidad Complutense. Nada mejor para camuflar aquellas pruebas y que nadie sospeche nada que hacerlas pasar por ensayos estudiantiles. Y el lugar es apropiado. Una sala blanca, sin ventanas, en la que se puede controlar la temperatura, provista de visor unidireccional. Cristal por un lado, espejo por el otro. Una cabina de control y unos altavoces.

—No puedo más —dice el hombre alto y delgado, sin dejar de frotarse los ojos—. Voy a salir a fumar un cigarro.

—Deberías dejarlo.

—Nunca es buen momento para dejarlo.

—Hay una técnica nueva, con acupuntura. A mi novia le quitaron el vicio en sólo tres sesiones.

—¿No decías que quedaba una candidata más?

Su asistente hace pasar a la última participante, no sin antes hacerle un gesto de pretendida contrariedad.

Al hombre alto le cae bien. Es una buena persona. Flor mañanera. De esas que llegan al trabajo como una rosa después de haber corrido cinco kilómetros y que ve siempre el lado positivo de todo, y que se despiden con una enorme sonrisa, pensando ya en el trabajo del día siguiente. Es difícil pensar en alguien más despreciable.

Con el tiempo ha ido mejorando su opinión de ella. Hay días en los que ya casi no quiere estrangularla, ni a ella ni a la colección de tarados, cerebritos y bichos raros que han pasado por allí. Más de setecientos.

Casi ochocientos, en realidad.

Pero ninguno tan prometedor como la segunda a la que han entrevistado hoy.

La candidata 794.

Justo a tiempo, piensa el hombre alto y delgado.

Sabe bien que los responsables de Bruselas estaban a punto de darle una patada en el culo. Y no le gustaba. Todo lo que había hecho en su vida antes era sentarse delante de un libro. A absorber ideas de otros, sobre todo. Se le daba mejor repetir que crear. Por eso cuando le habían propuesto formar parte del proyecto Reina Roja había saltado dentro de la oportunidad con los ojos cerrados. Hasta hace unas horas se estaba dando un chapuzón increíble dentro de su propio fracaso.