Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

No existe una fórmula matemática para expresar la valentía, ninguna clase de ecuación del tipo inventario más atrevimiento multiplicado por inconsciencia, igual a equis. Pero, si existiera, una de sus variables habría cambiado por completo. Una cosa es salir al pasillo de la planta superior de casa armado con un palo de golf para investigar una posible intrusión. Otra muy distinta es hacer frente a un asaltante armado con un cuchillo de caza, mientras tú sostienes un trozo de aluminio y plástico.

Jaume retrocede, empujando a Aura, que está detrás de él, pulsando el botón de llamada a Emergencias.

—¿Qué es lo que quiere? ¡Váyase de nuestra casa! —grita Jaume, con la voz chillona y aguda, quebrada por el pánico. Escucha detrás de él cómo Aura está dándole su dirección a la operadora, pero lo que de verdad le gustaría es que saliese corriendo (y él con ella) y que los dos se encerraran en el baño. Pero ahora mismo sus cuerpos son lo único que se interpone entre el intruso y las habitaciones de sus hijas.

—He llamado a la policía —dice Aura, con tono triunfal, alzando el teléfono. Como si pudiera servir de barrera protectora contra todo mal el invocar el nombre de la Autoridad Suprema, que pone a los malvados en su sitio, que es fuera de las casas de la Gente Buena Con Trabajo y Que Paga Sus Impuestos Casi Siempre.

El conjuro no parece hacer mella alguna en el intruso, que da un paso hacia ellos, masajeándose el hombro donde ha golpeado Jaume con la mano derecha. La izquierda es la que sostiene el cuchillo, que puede ser con diferencia la visión más horrible que ha contemplado Jaume nunca. Un trozo de metal serrado en las proximidades del mango, curvado y puntiagudo en el extremo contrario de la hoja.

Jaume está seguro de haber visto uno así antes. Una imagen cruza su mente. Él mismo, sentado en el suelo del salón de sus padres, merendando un bocadillo de mantequilla con azúcar, extasiado ante la visión de un héroe musculoso, de torso desnudo, que clava un cuchillo igualito a ése en uno de los malvados soldados del vietcong. Todos los niños de su colegio querían un cuchillo como aquél, y sus padres le regalaron uno, justo a tiempo para que lo luciera en una excursión del colegio. Aquel cuchillo, sin embargo, era una imitación barata, plasticurrienta, que acabó en la basura enseguida.

Lo que tiene enfrente es real. Es lo más real que ha visto nunca.

El desconocido no habla, no abre la boca, tan sólo avanza un paso, y luego otro, hasta que su rostro queda iluminado por la escasa luz que emana del flexo de lectura de Aura, que se ha quedado encendido.

—No. Tú… ¿Por qué?

El intruso no contesta, sólo echa para atrás el brazo para ganar impulso y lanza una cuchillada que Jaume esquiva por poco. Al hacerlo, su cadera golpea a Aura, que cae al suelo. El móvil se le escapa de la mano, pero apenas se da cuenta. Lo único que le preocupa ahora es apartarse de las dos figuras que se han enzarzado en una pelea en mitad del pasillo.

Jaume es alto y tiene cierta fuerza, pero incluso Aura —que toda la acción que ha visto es en las películas, sin hacer nunca demasiado caso— puede ver que no es rival para el hombre del cuchillo. El desenlace es inevitable, para lo único que servirá la resistencia de su marido será para ocasionar un breve retraso.

Ahora mismo, Aura daría todo lo que posee por unos segundos de tiempo. La casa, los coches, las tarjetas de crédito. Todo por unos segundos más, hasta que llegue la policía.

Jaume tiene agarrado el brazo del intruso, pero no dura mucho. Éste le golpea en la cabeza, luego en el cuello, y finalmente logra liberar el brazo del cuchillo. Se lo clava en el estómago, lo saca y lo vuelve a clavar.

La resistencia de Jaume termina en ese momento. Aura contempla con horror cómo su marido empieza a vomitar sangre —no, no vomitar, sino más bien derramar sangre por la boca, como si la tuviese llena y no pudiese contener más—. Se deja caer sobre las rodillas, y su cuerpo se sacude, tiembla, al chocar contra el suelo. Hay un sonido de huesos rotos que trae a Aura imágenes de traumatólogos. Muletas. Una escayola blanca, inmaculada, que sus hijas dedicarán un buen rato a llenar de garabatos.

En otra vida, en otro universo.

Mientras su marido se desploma en el parquet, entre los últimos estertores de la muerte, lo único que logra pensar Aura es en qué poco tiempo ha durado. Qué poco tiempo ha logrado comprarles, a ella y a las niñas.

El intruso —ahora asesino, es un asesino, piensa Aura— no deja nada al azar. Agarra a Jaume del pelo, con una mano enguantada, y tira hacia arriba para alzarle, exponiendo su garganta. Coloca el filo del cuchillo debajo de la oreja derecha, y traza un semicírculo hasta la izquierda. Continúa sosteniendo la cabeza de Jaume hasta que se asegura que el corte es lo bastante preciso y después simplemente abre los dedos, dejándolo caer de nuevo, delegando en la gravedad y en la física el final del trabajo.

No grites. No grites. No grites. Las niñas no pueden ver esto, las niñas no pueden verlo, no pueden asomarse, no pueden, no pueden, no lo permitas. No.

Aura trata de incorporarse. Tiene los brazos extendidos, cubriendo el espacio de pared que hay entre la puerta de cada una de sus hijas. Por un momento, se imagina abriendo la puerta y entrando en uno de los dos dormitorios para proteger a una de las dos. Pero eso significaría abandonar a la otra a su suerte. La tentación es enorme, inmensa, arrebatadora.

Aura ha conocido muchos tirones en su vida. El tirón del sexo (sin dramas), el tirón del dinero (sin prejuicios) y el tirón de las drogas (sin excesos). Todos, más o menos pasajeros. Por encima de todos ellos, el más incómodo y más presente, el indomable, el tirón de la comida (el más pecaminoso, el que comparte, le consta, con todas sus amigas).

Pero todos ellos juntos palidecen ante el deseo absolutamente irrefrenable, imperioso y brutal de abrir esas dos puertas. Al otro lado de los diez centímetros de muro, sus hijas duermen en sus camas. Cómodas. Tranquilas. Sus cuerpos, pequeños y frágiles, cubiertos por el edredón, la luz de compañía de Amanda encendida, la de Patricia ya no, porque es mayor. Su pelo conservará aún el olor a champú del baño, tendrán la boca entreabierta, y los labios brillantes.

Aura necesita entrar en esas habitaciones a protegerlas, a abrazarlas. Lo necesita como no ha necesitado nunca nada, jamás en su vida. Pero no puede hacerlo. No puede, porque hay dos puertas. Elegir es imposible, así que se queda parada entre ambas, con los brazos en cruz y la espalda apoyada en la pared, impulsándose con los talones para incorporarse. En un último y patético intento de que su cuerpo sirva de escudo, sirva para comprar unos pocos segundos más antes de que llegue la policía.

El intruso alza el rostro y mira a Aura.

Da un paso por encima del cuerpo de Jaume, y se acerca a ella. Está a menos de medio metro. Sus ojos azules, líquidos, miran a las puertas —con los nombres de las niñas escritos con letras de madera pegada, de esas que venden en el Tiger a un euro y medio cada una— y luego miran de nuevo a Aura.

Levanta una mano enguantada y se la lleva a los labios, sin hablar. Y luego señala a una puerta, y a la otra, y por último, a sus ojos.

Aura comprende.

Aura asiente.

Cierra los ojos muy fuerte, y aprieta los dientes. Cuando el cuchillo se hunde en su estómago, Aura contiene el aullido en su interior

(nogritesnogritesnogrites)

diciéndose que ese dolor es la salvación de sus hijas, es la felicidad, es el tiempo, es Patricia recogiendo el diploma de graduación, es Amanda consiguiendo el trabajo de su vida, puede verlas a ambas, años en el futuro, siendo felices, a cambio de renunciar a un último abrazo, a cambio de entregar su vida en silencio, sin emitir un solo sonido, sin despertarlas, a cambio de ese dolor, ese dolor es

(insoportable)

vida, aguanta, aguanta, aguanta…

Es justo antes de que todo se vuelva negro, cuando escucha las sirenas.

3
Un lego

El Audi llega a la calle Cisne, 21, sorprendentemente intacto.

Es un milagro navideño, piensa Jon, a golpe de marzo.

—Cari, como sigas así van a acabar devolviéndote puntos del carnet.

—¿Qué carnet?

Jon se queda mirando a Antonia, descubre que habla completamente en serio, y respira hondo, hondo, hondo, para tranquilizarse antes de hablar.

No llega a hacerlo, porque Mentor —que tiene este don— interrumpe con una llamada.

—Acaba de saltar una alarma en Emergencias justo en vuestra posición —dice.

—¿Has mandado una unidad?

—Cuando me lo dijisteis. Tiene que estar a punto de llegar.

—Pues pide también una ambulancia —ordena, sombría.

Antonia cuelga, y salen del coche. En el exterior del chalet, todo parece tranquilo. Es una casa de estilo moderno. Paredes en blanco, acero corten, cubierta plana. Una valla exterior en piedra y aluminio, una puerta de acceso a la finca.

Intacta.

—¿Qué hacemos? —dice Antonia.

El inspector Gutiérrez duda. La siguiente decisión es un debate antiguo entre las fuerzas del orden en casos como éste. Si entrar a gritos o entrar de puntillas. El sospechoso puede estar dentro, y si anuncian su presencia, podría hacerle daño a los dueños.

Además, ya hemos tenido bastantes emociones últimamente, piensa Jon. Lo último que me apetece es avisar de que voy a entrar a alguien que está armado.

—Despacito.

—Haz los honores, entonces —pide Antonia, señalando la cerradura.

Jon vuelve al coche, saca de la guantera su viejo estuche con las ganzúas y otra cosa. Regresa junto a su compañera, que le alumbra con la linterna del móvil mientras Jon ejercita las habilidades que le enseñó el Luismi, hace ocho o nueve años, una tarde. Las cerraduras de finca son una perita en dulce, decía el Luismi. Y como sean de resbalón, ni te cuento. Con mirarlas se abren, con mirarlas.

Ésta es de resbalón, pero Jon no es el Luismi, así que le lleva buena parte de un minuto el abrirla. Por un momento encoge el estómago, pensando que al hacerlo saltaría la alarma del exterior. Justo debajo del telefonillo ha visto la placa de Securitas Direct.

—Ni alarma, ni alarmo —dice Jon, mirando a Antonia, que estaba esperando el mismo resultado.

—No parece de los que pongan la placa de adorno —responde ella, arrugando la frente.

—Toma —dice Jon, alargándole la otra cosa que acaba de sacar de la guantera.

Es la funda de la Sig Sauer P290 «de Antonia». El entrecomillado es porque, oficialmente, es suya, pero, según ella, no. No va a ser mía, cari, esta cosa pequeñaja, si no me da para meter ni el dedo, cógela. Que no la quiero, cógela tú, y así todo el rato.

—No es imprescindible.

—Cógela, o no entras.

Antonia acepta, de mala gana, sabiendo que lo siguiente que hará será ir al maletero y calzarle el chaleco antibalas. Para disuadirle de esto último aprieta el paso hacia la casa, entre los juramentos en voz baja de Jon. Que tiene que conformarse con que al menos vaya armada. Sin más luz que la de la luna, y la distante de las farolas, se agradece que los dueños hayan puesto las placas de granito de color blanco, aunque sólo sean veinte metros.

Se detiene en el metro trece.

La fachada está salpicada de enormes cristaleras de tres metros de alto, que conectan visualmente el jardín delantero con el salón. Una de las cristaleras es una puerta.

Abierta.

A lo lejos, se escucha una sirena de policía.

A la mierda el sigilo, piensa Jon.