Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

11
Una teoría

Antonia mira la foto durante unos segundos. Tomada en la calle, con un teleobjetivo. Las caras, a pesar de la distancia y de que la foto está borrosa, son inconfundibles. Una anciana en silla de ruedas, una mujer, un niño.

—Hotel Las Flores, San Salvador. Un remanso de paz en un país muy peligroso, donde la vida no vale demasiado. Tengo un contacto en la Mara Salvatrucha. Por matar al niño me cobrarían seis mil dólares. Por ellas dos, probablemente nada. Al fin y al cabo, lo más caro en todos los servicios es el desplazamiento. Donde tiras una bala, tiras tres, maje —concluye, en español.

El remedo de acento salvadoreño es entre pasable y malo.

Pero es suficiente para hacer que Antonia trague saliva con dificultad.

—Hemos hecho todo lo que nos ha pedido.

White junta las yemas de los dedos hasta formar un tejadillo con las manos.

—Ah, pero eso no es exactamente cierto, ¿verdad? No lograron resolver el primer crimen a tiempo. Ni tampoco el segundo. Y la deuda ha ido ascendiendo, poco a poco, señora Scott.

—Ha matado a doce personas —dice Antonia, intentando que el miedo no aflore a su voz. Fracasando.

—Me temo que eso ha sido cosa de mi asistente. Verá, ella tenía una cuenta pendiente con su jefe. Empleada descontenta, ya sabe.

Las emociones en el cuerpo de Antonia cambian como las luces de una pista de baile. El miedo, la ira, el odio, el sufrimiento. De nuevo vuelve a sentir la necesidad de llevarse la mano a la espalda. Está allí, indefenso, frente a ella. Puede que eso salvase la vida de Jorge, de Carla, de la abuela Scott.

Al precio de la vida de Jon. Una vida por tres.

Y, sin embargo, las matemáticas no le salen.

—Como le decía, su aleccionamiento ha sido algo más largo que la del médico. Pero es usted un ejemplar excepcional, señora Scott. Me ha hecho replantearme todo lo que sé, realmente.

—¿Qué es lo que quiere? —susurra Antonia.

—Espero no aburrirla. Si así ocurriera, le ruego que me lo haga saber. Verá, tengo una teoría. Una pequeña idea, que vino a mí hace muchos años, cuando estudiaba en la universidad. Un profesor nos explicó que las emociones son cambios que preparan al individuo para la acción. Y yo pensé… Si generamos en el sujeto las emociones adecuadas, podemos orientar sus actos de forma externa. Como…

Agita de nuevo en el aire el mando que tiene en la mano.

—Eso es una abominación —dice Antonia, asqueada.

Aunque, al mismo tiempo, y aunque jamás podría reconocerlo en voz alta, ligeramente fascinada.

White se da cuenta. Ha notado cómo la voz de Antonia ha subido un tono. Cómo sus pupilas se han dilatado un poco.

Él se anima a seguir hablando. Ésa es la fragilidad del genio. Necesita una audiencia.

—Lo mismo pensó mi profesor. Once días después se suicidó delante de su mujer y sus hijos. Costó un poco, fue un primer intento algo torpe. También mi momento eureka. Lo recuerdo con cierto cariño.

—Arquímedes usó su conocimiento para salvar a Siracusa. Usted lo ha hecho para ganar dinero.

—Como le dije hace unos días, confunde usted los métodos con el fin. Yo no he usado mi investigación para ganar dinero. Gano dinero para mi investigación.

—Tanto da. Lo que importa es que ha definido un método para la maldad —dice Antonia, que no se atreve a preguntar, pero que necesita saber.

—Más de uno. Descubrí que hay patrones de personalidad. Un número concreto de ellos. Los seres humanos encajan en ellos como un guante.

—Las personas no son prendas de ropa.

—Su amigo de ahí fuera, por ejemplo. Un tipo tres, indiscutiblemente. Creo que si le ordenase entrar aquí conseguiría que se saltase la tapa de los sesos en unos… —consulta su reloj, con afectación— digamos, setenta y cuatro segundos.

—Oh, yo no apostaría contra Jon Gutiérrez, señor White —dice ella, entrecerrando los ojos.

—Es usted quien ha apostado contra su vida, señora Scott. Espero no parecerle presuntuoso, pero diría que ha disfrutado de nuestro pequeño intercambio.

Antonia parpadea varias veces, con incredulidad.

—¿De verdad cree conocerme?

—No, en realidad no. Señora Scott, todo esto debía haber concluido hace ocho meses, cuando nos llevamos a su hijo. La idea era muy sencilla, sin duda alguna.

—Todo ese teatro del asesino en serie, de Ezequiel. ¿Eso le pareció sencillo?

—La idea, no su ejecución —admite White—. Pero usted resultó no encajar en ninguno de los patrones. Quién hubiera imaginado que se hubiera usted jugado la vida de su hijo contra la de una desconocida.

Antonia no puede, no quiere, no debe contestar a eso. Porque es la pregunta que alimenta aún las pesadillas que la consumen por dentro. Y no sólo por las noches. Sueños increíblemente lúcidos en los que no consigue llegar a tiempo para salvar a Jorge.

Sabe lo que está intentando. Manipular sus emociones para recordarle que es madre. Y es cierto. Pero es muchas más cosas.

—Eligió el deber. Le salió bien, debo reconocerlo. Y ganó aquella batalla, indiscutiblemente.

—Pienso ganar ésta también —dice ella. La voz le flaquea lo justo.

White estudia a Antonia durante unos instantes. Al principio, genuinamente intrigado. Después, pensativo.

Finalmente, sacude la cabeza.

—No, en realidad no. Realmente usted ya sabe que ha perdido —desestima—. Es casi tan orgullosa como inteligente, pero aún gana lo segundo.

—¿Qué es lo que quiere, White?

—Ya lo sabe. Quiero que investigue el crimen que se cometió en esta dirección.

—Usted sabe muy bien quién es el autor de ese crimen —dice Antonia, apretando los dientes.

—Lo sé. Quien no lo sabe es usted, señora Scott.

Antonia se queda paralizada al escuchar aquello.

—Sé que me ha culpado de esto durante años. Pero ahora le pido que busque en esa extraordinaria memoria suya.

A ella no le cuesta nada invocar la pesadilla.

12
Una pesadilla

Marcos está en su pequeño estudio. El cincel arranca de la piedra arenisca sonidos secos. Antonia es dolorosamente consciente de lo que va a ocurrir, puesto que ha ocurrido mil veces. No está en el salón, delante de un montón de papeles con pistas, con informes, con fotografías. Está a su lado, mirando por encima del hombro la escultura en la que él trabaja. Es una mujer, sentada. Las manos reposan quietas sobre los muslos, la espalda está inclinada hacia delante, en una postura agresiva que contrasta con la quietud de su rostro. Algo hay delante de la mujer que la impulsa a querer levantarse, pero sus piernas están hundidas en la piedra, el cincel aún no ha logrado liberarlas. Nunca llegará a hacerlo.

Suena el timbre de la puerta. Antonia quiere detener a Marcos, decirle que siga trabajando, que continúen con sus vidas, pero su garganta está tan seca como los trozos informes que hay por todo el suelo del estudio. Se oye a sí misma —a esa otra mujer, a esa tonta e ignorante mujer que sube el volumen de la música en sus auriculares— gritar algo, y Marcos deja el martillo sobre la mesa junto a la escultura a medio terminar. El cincel se lo guarda en la bata blanca, y va a atender la llamada. Antonia, la Antonia real, la Antonia que mira, la Antonia que sabe lo que va a ocurrir, quiere seguirle, y lo hace, pero despacio, muy despacio, de forma que no ve cómo abre la puerta, que no ve cómo el extraño y Marcos forcejean. Cuando alcanza el pasillo, Marcos y el extraño ya están en el suelo. El cincel ya asoma de la clavícula del extraño, su sangre está sobre la bata de Marcos, el extraño se retira, pero aún puede disparar dos veces. Una atraviesa a Antonia, la Antonia real, la Antonia que espera en el pasillo, y alcanza a esa mujer ignorante que está en el salón, con los cascos puestos y la música ya a todo volumen, sin apartar la vista de los papeles frente a ella. El tiro roza la esquina de madera de la cuna donde duerme Jorge, lo cual desvía la bala lo suficiente para que en lugar de entrar en el cuerpo de Antonia entre por la espalda y salga por el hombro. Una trayectoria amable para un balazo. Sin graves consecuencias. Sólo unos meses de recuperación. Quizás volver a barnizar la cuna.

El otro disparo no es tan afortunado. El otro disparo alcanza a Marcos en el hueso frontal, del que los médicos tendrán que arrancar luego un buen trozo para que el cerebro se expanda, intentando sanarse. Dicen que tras un rebote en la pared. Dicen que porque Marcos se arrojó sobre el extraño.

La pesadilla nunca lo deja claro. La pesadilla termina siempre con el estampido del segundo disparo aún resonando en sus oídos.

13
Una palabra búlgara

Antonia abre los ojos.

White está observándola, detenidamente. Tan inmóvil como ella.

—¿Qué sabe del intruso que irrumpió en su casa, señora Scott? —pregunta, con voz suave.

—Llamó a la puerta. Llevaba una pistola. Marcos le atacó con el cincel.

—La sangre del intruso estaba sobre la bata de su marido, ¿verdad?

—Unas gotas. No había ADN viable. Dijeron que era por los productos químicos de la bata.

—¿Quién lo dijo? ¿Quién hizo ese análisis?

Antonia se detiene, considerando las implicaciones de lo que está insinuando White.

—Yo…

—Usted no sabe utilizar un secuenciador de ADN. Es lógico. Yo tampoco. Ese tipo de tareas manuales corresponden a mentes inferiores. A la suya le corresponde saber en quién confiar. Repito. ¿Quién hizo ese análisis?

—Alguien del equipo de Mentor.

—Fue él quien le dio el informe. Quien le dijo que estaba en un callejón sin salida. ¿Verdad?

Los sentimientos vuelven a apoderarse de ella. El shock emocional vuelve a darle un tour gratuito por los lugares más interesantes de su psique. En autobús de dos alturas, con techo descubierto. Transita por la rotonda del Desconcierto, el monumento a la Rabia, la plaza de la Traición. El autobús tiene los asientos repletos de personajes de su vida, todos mirando alrededor, y señalando, y haciéndose selfis.

Cuando consigue recobrarse, con el pulso más acelerado que nunca, la sangre rebotándole en las sienes, la respiración entrecortada, siente la mano de White sobre su antebrazo. Su mano está fría como un pez recién comprado.

Extrañamente, Antonia no rehúye el contacto, tan perdida está.

—Puedo pedirle al inspector Gutiérrez que entre. Creo que aún tiene algunas de esas píldoras azules que la ayudan en momentos como éste —ofrece White, con una amabilidad pegajosa.

Antonia siente la necesidad —física, urgente, imperativa— de aceptar la oferta. Pero hay límites que no está dispuesta a cruzar de nuevo.

—Ya se encargó usted de que no me faltase de ese veneno. No pienso volver a caer.

—Ah, sí, la doctora Aguado. Un elemento de lo más útil. Debido a su profesión, en parte. Nunca he conocido a un forense que crea en Dios o en el alma. Suelen ser piezas muy sencillas de manejar. Fiables.

Al escuchar aquello, Antonia se recobra un poco. Aparta la mano de White de un tirón seco.

—Puede que manipulase a Aguado a su antojo. Puede que impidiese que analizaran el ADN del intruso, que ocultase las huellas digitales de Soler. Pero eso no prueba que usted no matase a mi marido.

White suelta el aire por la nariz y menea la cabeza, como un padre amoroso que no puede creer que su hijo aún no haya aprendido a usar el orinal.

—Corríjame si me equivoco, señora Scott, pero la carga de la prueba ¿no reside en la acusación? ¿Y aquello de «inocente hasta que se demuestre lo contrario»?

Antonia se inclina hacia delante y apunta con el índice a la cara de White.

—¿Pretende decirme que es una coincidencia que estuviese usted en Madrid acosando a Soler justo cuando ocurrió lo de Marcos?

—Es sorprendente que esté usted tan cerca y no haya sido capaz de llegar aún a la conclusión correcta. A lo mejor elegí a la reina roja incorrecta… —dice él, encogiéndose de hombros.

—Muchas veces he deseado que esa bala me matase, White. No lo crea. Que hubiese acabado usted conmigo, como ha hecho con los demás.

—Y, de nuevo, vuelve a dar un rodeo alrededor de la solución. Una vez más, obviando mis motivos y mi naturaleza. Debo reconocer que me siento muy decepcionado.

—Sus motivos… —susurra Antonia.

El mundo se detiene.

Antonia también.

Kuklenlěva.