Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

De nuevo, el silencio, subrayando la mentira. Tan sólo el chasquido uniforme del reloj, troceando el tiempo sin llegar a marcarlo, ofrece una mínima semblanza de vida, en el aire pesado y espeso. Pasa un minuto, pasan dos. Los dedos de la mujer se retuercen en un ángulo extremo, sus nudillos amenazan con asomar a través de la piel translúcida.

—No. No fue así como pasó —dice Antonia, desde el pasillo.

Ciento dieciséis segundos antes

Antonia apenas ha registrado la conversación que tiene lugar a su espalda. Está demasiado ocupada intentando hacer que el mundo vaya más despacio.

Los monos de su cabeza se habían calmado lo suficiente al salir de la cárcel de Soto del Real como para permitirle procesar lo que le había dicho el preso. Pero al entrar en casa de la víctima, los monos le dejan claro a Antonia que tan sólo habían ido un instante a por tabaco.

Tan pronto como ve la habitación de la víctima, pulcra y recogida, su cerebro se empeña en desordenar, manchar, alterar. Se empeña en devolverla a su estado original.

En su cabeza,

(Los monos exigen. Los monos se pelean
por su atención plena, chillando,
sosteniendo cosas en alto)

la jungla se obstina en recobrar el control.

Antonia cierra los ojos y, como tantas veces, recurre a su particular archivo de expresiones para intentar calmarse. Busca en los cajones de su mente, pero lo que encuentra no es una palabra, sino un proverbio.

Kkamagwiga nal ttae baega tteol-eojigo.

En coreano, cuando el cuervo echa a volar, cae una pera. Uno de los koan que Mentor le ha enseñado. Acude la expresión, pero no hay explicación alguna. No hay hilazón con la realidad. Tan sólo la repetición, obsesiva y machacona, de la misma frase.

¿Por qué esto, por qué ahora?

¿Qué es lo que no estoy viendo?

Antonia abre los ojos.

Vuelve su atención al pasillo. En su mente, recrea el momento en el que Víctor da la vuelta por el salón, escucha el gemido en la habitación de Raquel. Da dos pasos. Se encuentra con la víctima en el punto exacto en el que ella está ahora.

Antonia evoca las imágenes de la escena del crimen. No son muy buenas. La alfombra del pasillo es otra, sin duda cambiada. Sin embargo, hay algo. Está manchada de sangre, pero esa sangre no está bien. Hay salpicaduras, pero caen de forma intermitente.

Y la mancha, grande, circular y desagradable del suelo de la habitación, a tan sólo dos pasos. Lejos de donde cayó el cadáver, en mitad del pasillo. Sin patrón de comunicación con…

Cuando el cuervo echa a volar, cae una pera.

Por supuesto, piensa Antonia. ¿Cómo he estado tan ciega?

No es fácil saber si la pera ha caído porque el cuervo ha echado a volar, o si el cuervo ha echado a volar porque ha caído la pera.

¿Qué aprendemos de este koan, Antonia?, insiste Mentor en su cabeza.

Que son nuestras percepciones las que definen lo que creemos ver.

Que correlación no implica causalidad.

Desde el salón, le llegan los últimos retazos de la conversación entre la señora de Planas y el inspector Gutiérrez.

—… usted había temido por ella. Y que le había visto cuando subía en el ascensor.

—Sí —afirma la mujer, con un hilo de voz—. Fue exactamente así como pasó.

—No. No fue así como pasó —dice Antonia .

18
Una falla

No es sencillo concretar el instante exacto en que la señora de Planas se derrumba. Quizás al escuchar a Antonia desde el pasillo, o tal vez cuando la ve regresar con un aplomo distinto, con una luz de certeza en el rostro. Toda la que parece haber desaparecido del de la anfitriona, a la que la única fuerza que parece sostenerla en la silla es la de la costumbre.

Antonia se coloca frente a la mujer. Si ambas estuviesen de pie, Antonia quedaría dos cabezas por debajo. Ahora, es ella la que parece de una estatura inmensa, que obliga a la señora a mirar hacia arriba.

—Cuando los agentes de policía le preguntaron, usted nunca dijo que fue Víctor Blázquez. Se limitó a decir que le había visto saliendo de la casa. Cuando era obvio que no había nadie más.

—No mentí —susurra la mujer.

—No, en eso no —asiente Antonia—. Y no hizo falta más, ¿verdad? Un caso de violencia de género, un culpable con antecedentes de malos tratos. Los agentes no le dieron ni media vuelta. Tenían un culpable, y era todo lo que necesitaban.

Antonia retrocede un poco, y señala el mando a distancia sobre la mesa.

—Había indicios, claro. El televisor encendido, por ejemplo.

—En Telecinco, ni más ni menos —interviene Jon.

Una cadena que sólo ponen las personas mayores para tener compañía. No una joven de veintiséis años a la que no le gusta la tele.

—Lo que me desconcertó del todo fue que Raquel abriese la puerta a su novio. Eso era lo que no me cuadraba. Eso significaba que estaba viva cuando él llegó, pálida y nerviosa, pero viva. La propia declaración de Blázquez acabó por condenarle, aunque dijo la verdad en todo momento.

—Fue él —insiste la mujer. Cada vez peor, y cada vez más rota.

—Pero finalmente comprendí la verdad cuando Víctor me habló de sus zapatos. Siempre son los pequeños detalles los que no cuadran, señora de Planas.

Deja de gustarte y abrevia, cari, que nos quedan catorce minutos, piensa Jon, dando un par de toquecitos en la esfera de su reloj con la uña.

Antonia le mira de reojo, pero ahora tiene bien sujeta la presa en el hocico, y no la va a soltar. Cuando está así, produce auténtico pavor. Jon no puede dejar de pensar en la historia del perro de Mentor y el hueso de jamón.

—No sé de qué está hablando —niega la mujer.

Antonia la ignora.

—Por supuesto, usted no estaba en casa, pero se encontraba cerca. La verdad estuvo delante todo el tiempo. ¿Cómo si no es posible que Víctor viera sus zapatos en el ascensor antes de verle la cara, antes de que usted abriera la puerta? Muy fácil. Usted no subía en el ascensor. Bajaba del piso de arriba, donde había estado aguardando a que llegara Víctor.

La justicia es verdad en movimiento, piensa Jon. Y esta verdad en concreto se desploma sobre la mujer con el peso de una tonelada de ladrillos. Sus hombros se hunden, sus labios descienden hasta formar un semicírculo sobre su barbilla temblorosa.

—¿Quiere usted hablar ya, o prefiere que termine yo?

La mujer no responde. Jon cree que es físicamente incapaz. La fuerza que sea necesario aplicar hasta arrancar completamente la venda recae sobre Antonia.

—Raquel regresó aquella tarde a casa, y le pidió ayuda. Una ayuda muy concreta. Le dijo que Víctor iba a llegar enseguida, y que usted debía esperar cerca, y entrar cuando ya estuviesen los dos juntos en casa. Necesitaba un testigo. Pero ¿qué clase de testigo?

No me jodas en el suelo, piensa Jon, que de pronto lo comprende todo.

—Usted subió al piso de arriba, y esperó. Su hija mandó un mensaje, y aguardó junto a la puerta. Raquel estaba muy pálida cuando abrió la puerta a su novio. Él creía que estaba yendo a un encuentro de reconciliación, cuando en realidad acudía a una encerrona. Ella le esperaba, vestida con una gabardina. Víctor entró al salón, y ella fue a su habitación. Entonces se quitó la gabardina, y al hacerlo, soltó un quejido de dolor que llamó la atención de Víctor.

—La sangre de la habitación… —dice Jon.

Antonia asiente.

—Al quitarse la gabardina, la sangre que había acumulada en su herida y en lo que hubiese usado para taponarla, salió en tromba y cayó al parquet con una enorme salpicadura.

Igual que cuando cruzas los brazos en la ducha y los separas. El agua se acumula, y después cae, con un chapoteo.

—Porque Raquel no fue apuñalada en esta casa, señora de Planas. Su asesino la hirió, no lejos de aquí. Alguien a quien ella conocía, alguien a quien estaba protegiendo. Y ella tuvo la presencia de ánimo suficiente como para taponar la herida, ponerse la gabardina, y volver a casa para incriminar a su novio.

—No fue así…

—Raquel probablemente creería que tenían tiempo. Que llamando a la ambulancia, llegarían a tiempo para atenderla. Pero no contó con lo que pasaría al quitarse la gabardina.

Antonia se lleva las manos al abdomen, las separa, abre mucho los dedos. Jon casi puede ver la incisión, la sangre saliendo de golpe. Ella continúa hablando, más para sí misma, para seguir comprendiendo. Hay un aire feroz —incluso gozoso— en sus palabras, a medida que encuentra y redibuja la verdad de lo sucedido.

—¿Qué era lo que tapaba la herida? ¿Un pañuelo? ¿Una toalla? Sé que la gabardina no era suya porque era demasiado grande, así que sólo podía ser de su asesino. Pero… la toalla, el pañuelo, lo que fuera… eso tuvo que ir a alguna parte. En el caos de la ambulancia y la policía, lo hizo usted desaparecer, ¿verdad?

La mujer no contesta. Pero no quita los ojos de Antonia. En su mirada hay miedo y odio a partes iguales.

19
Un abrazo

Antonia sonríe, por dentro. Sabe que ha ganado.

Pero también que esa victoria es el final del camino, y es insuficiente. Le hace un gesto a su compañero, que Jon descifra enseguida. Ella ha llegado hasta aquí, pero ya no puede apretar más. Ahora es su turno.

Jon se acerca a la señora, se arrodilla, y le toma las manos, huesudas y largas, que desaparecen entre las suyas.

—Víctor no le gustaba demasiado, ¿verdad? No era lo bastante bueno para su hija.

Silencio.

—Raquel le pidió algo y usted hizo lo único que podía hacer. Ayudarla —continúa Jon, con voz suave y tranquilizadora—. Ayudó a su propia hija a proteger a su asesino.

La mujer le aprieta las manos. Es toda la aquiescencia de la que es capaz, después de años protegiendo la mentira de su hija, la última petición que le había hecho. Aunque fuera injusta e incorrecta, a ella se había atenido.

Pero esa exigua confesión a ellos no les basta.

El tiempo se agota. Y siguen sin tener lo único que necesitan.

El quién.

Pero antes del quién…

—¿Por qué lo hizo?

—Porque él le hizo daño. Quizás no la mató, pero la arrojó en brazos de quien lo hizo. Y la dejó sola, inspector. Sola.

Hay un atisbo de comprensión en la mirada de Jon. No justificación, pero sí comprensión. La suficiente. Va con el oficio, al fin y al cabo. Parte de ser policía consiste en encontrar comprensión para todo —incluso, con suerte, para ti mismo—. Te permite dar por buenos los actos del sospechoso, ganarte su confianza para que siga hablando. Te permite hacer afirmaciones como la siguiente, intuyendo que son ciertas, porque van a precipitar la respuesta adecuada.

—Engañó a su hija.

—Con una clienta del gimnasio. Raquel se enteró y cortó con él.

—Y empezó a verse con otra persona.

La mujer asiente, despacio.

—Necesitamos saber su nombre.

—Raquel estaba enamorada de él. Eso es todo lo que sé.

—Esa persona fue quien apuñaló a su hija.

—Raquel dijo que había sido un accidente. Que no había tenido más remedio.

El inspector Gutiérrez sabe cosas que Jon rechaza. Sabe que, en algún punto del alma de un ser humano, pueden gestarse palabras como las trece que acaba de escuchar.

Creyéndoselas.

Va con el oficio, también. Asumir que existen recovecos, dobleces, energías dentro del entendimiento de las personas que les permiten unir proposiciones antagónicas dentro de sentencias afirmativas. «Te quiero tanto que si no estás conmigo te mato» y «Ha sido un accidente, no ha tenido más remedio», brotan del mismo lugar. De esa falla entre dos placas tectónicas sobre la que los humanos urbanizamos nuestras certezas. A esos edificios los llamamos amor, familia, amistad. Qué hace una persona cuando las placas se mueven en direcciones opuestas, eso… Nadie lo sabe antes, ni es quién para juzgar con demasiada dureza después.