Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

El siguiente punto del cuestionario se vuelve enseguida relevante.

Punto 5: No hagas reproches.

Porque Antonia puede sentirse un poco traicionada porque Raúl la dejara en aquella habitación del hospital como un caso perdido y que siguiera adelante con su carrera. Puede que eso le pese, quizás él tenga sus propias quejas, por supuesto. Egoístas, simplistas, infantiles, como suelen ser los hombres en general. Así que Antonia procura que no se filtre demasiado en su voz la carga emocional, e intentar hacer una pregunta desde el punto de vista exclusivamente profesional.

—Entonces, ¿cómo explicas que le hayan asesinado esta madrugada?

—¿Cómo? No… no puede ser —se sorprende Covas.

—Quizás el metro iba tan despacio como esta conversación —dice Jon, señalándole el reloj a Antonia, desesperado.

—Ni se llamaba Enrique Pardo ni se tiró al metro. Su nombre era Jaume Soler, un consultor informático que podría estar relacionado con el proyecto Reina Roja. ¿De dónde sacaste la información?

—¿Estás insinuando que no hice bien mi trabajo?

—No sería la primera vez.

—Te equivocas. Fui yo mismo al depósito a comprobarlo.

Jon no puede soportarlo más. Mira el reloj. Tan sólo quedan ocho minutos. Siente que se ahoga, así que se quita el abrigo y la chaqueta, abre la ventana situada junto a la mesa del profesor. La bandera de España apenas se agita un poco, pero la escasa brisa sirve para devolver algo de color al demudado rostro de Jon. Apoya en el alféizar de la ventana los enormes brazos, y estira el enorme cuello, en busca de oxígeno. La costura de la herida es visible desde ahí.

Antonia mira a su compañero, sintiendo también la ansiedad, la urgencia y la desesperación.

—Fuiste tú en persona al dep…

Antonia se detiene.

El mundo también.

Qué ciega he estado, piensa.

Karışkırkira.

En kirguís, idioma hablado por tres millones de personas en Asia central, el lobo disfrazado de mecedora en el que llevas un buen rato sentada sin verlo. El sentimiento de estupidez que te embarga cuando lo que estás buscando lleva delante de ti desde el principio.

Vuelve, despacio, la mirada, hacia la herida de Jon. Más visible, ahora que ha descendido la hinchazón y no está recubierta de sangre. Y se fija en la costura. De punto longitudinal. Hecha con aguja recta. Con dos puntos de apoyo proximales y dos distales. Una costura muy buena, casi impecable. Que se conoce en medicina como punto de Sarnoff, o punto colchonero.

Y, en un extremo, una nudatura en mariposa.

Una nudatura tan pequeña y tan perfecta es muy, muy difícil de hacer.

Y Antonia Scott sólo la ha visto ejecutar así a alguien. Con soberana maestría.

Qué ciega he estado, se repite.

—¿Quién te atendió en el depósito?

El inspector jefe Covas no recuerda el nombre. Pero sí la descripción. Para las caras de mujeres atractivas nunca ha ido mal de memoria.

INTERLUDIO

Un cronómetro

Jon muestra a Antonia el cronómetro con la cuenta atrás, cuando sólo quedan unos segundos para que todo acabe.

Para que todo acabe, piensa Jon.

Se agarran fuerte de la mano.

Qué muerte más hortera y miserable.

Quiere mirar a Antonia a los ojos, quiere despedirse de ella.

Pero mira el cronómetro.

No puede evitarlo.

Seis segundos.

Cinco segundos.

Qué hortera, piensa de nuevo.

Cuatro segundos.

Tres segundos.

Morir mirando un cronómetro.

Dos segundos. Un segundo. Nada.

Jon suelta la mano de Antonia cuando después de unos instantes en que se detiene el aire, comprende —con una inexplicable decepción— que la cuenta atrás nunca fue para ellos.

CUARTA PARTE
WHITE

El infierno es la verdad vista demasiado tarde.

THOMAS HOBBES

Cuarta parte: White

1
Un rostro amable

El agente de recepción sonríe. Con desgana, pero sonríe. Al fin y al cabo, la mujer tiene un rostro amable.

Nadie desconfiaría de un rostro amable como ése.

No ve ningún motivo para poner la mano en el arma debajo del mostrador —una Glock 17 de cuarta generación—, porque la mujer tiene un aspecto inofensivo. Gotas finas de lluvia cubren su gabardina impermeable, alguna más en el pelo. Por eso lleva los hombros encogidos y las manos metidas en los bolsillos.

No es la primera persona desorientada que entra en la nave en busca de información, o incluso para curiosear. Hay un par de ellos a la semana, al menos. Delante de él —junto al móvil y un teclado viejo y cascado— hay un folio manoseado y envuelto en plástico que contiene una serie de frases con las que distraer la atención o desviar al curioso. Pocas veces hacen falta, basta con un «ni idea», un «es mi primer día» o un «aquí ya no queda nadie».

El agente lleva apenas dos meses en el puesto. Está recién salido de la academia e imaginaba cosas mucho más emocionantes cuando se sacó la oposición. Como casi todo el personal externo del proyecto Reina Roja, lo único que sabe de ese lugar es lo que le han contado. Que es una unidad encubierta de la Policía Nacional, pero que tras un breve servicio saldrá de ahí con una buena recomendación.

Le han encargado que sea discreto, que no hable de su trabajo con nadie, y que mantenga alejados a los extraños. Además de los agentes de apoyo, sólo tiene que hacer caso a las cuatro personas que llevan una identificación con el borde en rojo. Es imposible equivocarse: uno es el jefe, el funcionario gris y cincuentón que anda todo el día saliendo a fumar. Otro es la mujer bajita que apenas ha ido un par de veces, y que supone que será alguna clase de científica, o algo. Otro el inspector vasco grandote, que no gordo. Ése le cae bien. Por lo amable, y por lo mucho que se esfuerza en que no se le note la pluma.

La última persona a la que tiene que hacer caso está a su lado, buscando algo en su bolso. Es maja, la forense. Y está buena, con su pelo largo y rubio, con ese piercing que le pone un poquito. Ha intentado invitarla a tomar algo un par de veces, pero ella siempre le ha rechazado con amabilidad. El agente comienza a sospechar que no juegan en el mismo equipo, pero está dispuesto a probar alguna vez más. Quizás hacia el fin de semana, cuando estrenen alguna buena película en el centro comercial. A sus veintitrés años, su dilatadísima experiencia con las mujeres le dice que ninguna se resiste al plan de película y Gino’s. Quién podría.

La mujer está ya sólo a un par de pasos del mostrador, pero aún no ha dicho nada. No ha saludado, ni abierto la boca. Tan sólo sonríe y menea la cabeza al ritmo de una música que sólo ella puede escuchar.

Ahora que el agente la ve más de cerca, su rostro no parece tan amable.

—¿En qué puedo ayudarla? —dice.

La mujer se sitúa junto al mostrador y saca las manos de los bolsillos. En cada una lleva una pistola. El agente no sabe que cada una de ellas es una Sig-Sauer P-226, porque de conocimiento de armas va justito, y porque al verlas el estómago le pega un latigazo de miedo y de sorpresa. Lleva corriendo la mano a la suya, pero no llega a cogerla. El disparo no llega desde el frente, pero él no se entera.

Por algún motivo, el mundo ha decidido cambiar su orientación. El mostrador —que es todo su horizonte durante ocho horas al día— se pone de pie, asciende desde su derecha, y el suelo con él.

Qué raro, piensa, antes de que todo se vuelva negro.

La doctora Aguado devuelve el arma, aún humeante al bolso. Década y media de tratar con cadáveres le han enseñado una triste verdad. Hacer un hombre cuesta toda una vida de duro trabajo. Acabar con él apenas una ligera presión en un gatillo.

Es la primera vez que ella genera a un potencial cliente. Llevaba semanas dándole vueltas a ese momento, temiendo que no fuera capaz de hacerlo. Que en el último segundo se echaría atrás. Que simplemente los mecanismos de defensa que la sociedad nos implanta —conciencia, religión, empatía— tomarían el control y le impedirían meter una bala en el cerebro del agente novato mientras éste estaba distraído mirando a Sandra.

No ha sido así.

En los breves instantes que suceden a la detonación, con el olor a cordita aún impregnando el espacio de recepción, la forense se examina por dentro y no encuentra grandes cambios. Nervios, por supuesto, y ganas de mear, pero no detecta la esperable fractura sustancial en su alma. El asesinato cierra una puerta y abre otras. Por la mente de la doctora Aguado cruza una fugaz visión de la realidad de Dios, de su auténtica naturaleza. La cara visible, su infinita creatividad, no requiere de microscopios ni de fórceps para descubrirla. Basta con pasear por un bosque o mirar nadar a un ornitorrinco.

La otra cara, la infinita y criminal indiferencia del Creador por sus criaturas, es más difícil de apreciar. Se puede llegar a ella contemplando una foto de Auschwitz o Mauthausen, pero será un razonamiento vicario, de segunda mano. Es necesario apoyar una pistola contra la sien izquierda de un joven sano, inocente y más bien cortito, y apretar el gatillo. En el segundo siguiente, esperas que se abra la tierra, que se alcen las llamas del infierno, que un fuego purificador descienda de entre las nubes y derrita tu carne pecadora.

No sucede.

Es ahora cuando ves la cara oculta de Dios, sin intermediarios. Lo muchísimo que todo se la suda.

—Bien hecho, doctora —dice Sandra, acercándose a ella y retirándose el auricular de la oreja.

Aguado tiene la mano temblorosa.

—Cálmese, doctora. Ahora no es momento de tener miedo. Eso viene después.

La forense se guarda la mano en el bolsillo.

—Las bombonas están colocadas en el sistema de ventilación —dice—. Les he pedido a todos que me esperen en la sala de reuniones.

Sandra asiente con una sonrisa densa.

—¿Y… él?

—En su despacho.

—Bien hecho —repite Sandra, colocándose de nuevo el auricular en la oreja—. Ya puede usted marcharse. Y no se olvide de hacer su llamada.

Con un giro elegante del cuerpo, le da la espalda y se dirige hacia la entrada.

2
Una bombona

Hay una regla no escrita de la memoria, y es que ésta tiende a almacenar los lugares que han sido importantes para nosotros con ciertos errores de escala. No hay más que regresar a la habitación de nuestra infancia, al aula de la universidad, para comprobar que el lugar es mucho más pequeño y mundano de lo que recordábamos. Nosotros podemos no haber crecido ni un milímetro, pero el lugar habrá encogido sin remedio.

Lo mismo es cierto para el lugar donde te torturaron implacablemente, tal y como descubre Sandra al entrar. La amenaza, la oscuridad, el miedo y el trauma se han diluido. Se han convertido en ella.

Sandra se encamina hacia el módulo de la sala de reuniones, pasando por delante del módulo de entrenamiento sin dedicarle una sola mirada. En lugar de rodear el MobLab aparcado junto al laboratorio de Aguado, coloca el cuerpo de lado y avanza entre ambos, para que no la vean desde la puerta de la sala de reuniones. Sin perder el ritmo y sin dejar de tararear.

Contarás las noches largas como serpientes, dormirás debajo de la cama otra vez —canta, bajito. Limitándose casi a formar las palabras con los labios.

Cuando alcanza su objetivo, lo contornea por el lateral y se agacha junto a la maquinaria que sirve de acondicionador de aire. Allí, en efecto, están colocadas las dos bombonas de color verde, con sus letras y sus advertencias, y su pegatina con la calavera y las tibias cruzadas en negro sobre fondo amarillo. Aguado ha cumplido su parte. Ella sólo tiene que girar las espitas.

Rodea el módulo, por el lado contrario, y se acerca a la puerta. Se asoma a la ventanilla de cristal. Dentro hay once personas, en torno a la mesa de conferencias, con caras de aburrimiento. Ninguno se da cuenta de que ella está rodeando la manija de la entrada con una cadena, que cierra con un grueso candado. Tampoco parecen darse cuenta de que por la rejilla de ventilación surge una tenue niebla de color anaranjado. Una receta del húngaro, mezcla de bromoacetato de etilo e iperita. No se sentía orgulloso de ella, sin embargo. Si no explota, qué gracia tiene, decía, con su acento repleto de vocales dulces y jotas arrastradas.