Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

En una fiesta abarrotada, moverse de un punto a otro —que ni siquiera has determinado, cuando estás buscando a alguien, como es el caso— sin rozar a otro ser humano es algo complejo. Antonia lo intenta durante unos escasos y desperdiciados segundos. Trazar una ruta que atraviese todos esos cuerpos en movimiento, círculos de conversaciones intrascendentes, presunciones, sonrisas falsas y esmóquines alquilados. Esquivando de paso a las —casualmente— atractivas y jóvenes camareras, que hacen equilibrismos con bandejas repletas de exquisiteces —desgraciadamente— de la cocina inglesa.

Antonia lo intenta, Antonia fracasa, Antonia cambia de estrategia. Se dirige con paso decidido a la mesa de los cócteles, asediada por una bandada de invitados no lo suficientemente borrachos, y la rodea, seguida por un inspector Gutiérrez bastante confuso.

—Con permiso —dice Antonia, apartando a una de las camareras.

Pone un pie en una caja de cervezas, el otro en dos cajones de vinos, y alcanza lo alto de la mesa con un tercer paso que derriba una hilera de vasos de tubo con los hielos medio derretidos. El efecto dominó acaba generando una marea de mejunje asqueroso que se arrastra por la mesa recubierta de mantel de hilo y desemboca en el vestido blanco de una señora. No se le llega a pintar el disgusto en el rostro ya que el botox le arrebató hace tiempo la capacidad para dibujar emociones. Pero donde no llega el gesto, llega la garganta.

—Ese vestido era demasiado corto para una ocasión formal, de todas formas —acalla Jon a la gritona inexpresiva.

Ajena al drama que ha causado, Antonia se alza medio metro por encima de todas las cabezas. Desde arriba todas las fiestas son un poco deprimentes. El jolgorio a nivel de los ojos se convierte en un campo de cabezas calvas y peinados caros. Que se giran todos en la dirección de la loca que acaba de subirse a la mesa.

Antonia divisa al hombre que busca al final de la sala, cerca de un diminuto escenario en el que un DJ con traje de lentejuelas intenta animar el cotarro con resultados dispares.

—Vamos —dice, apoyándose en Jon para volver a bajar.

El inspector Gutiérrez ejerce de rompehielos humano y le abre paso a Antonia por entre la multitud, hasta que alcanzan el lateral del escenario. Los enormes altavoces y un par de mesas altas han formado un pequeño claro. En el centro del cual sir Peter Scott, embajador del Reino Unido en España, escucha —algo encorvado y muy poco interesado— la perorata de un señor regordete que gesticula mucho.

—¿Antonia? —dice sir Peter, al ver a su hija aparecer detrás del enorme torso del inspector Gutiérrez—. ¿Qué haces aquí? ¿Ha vuelto ya Jorge?

Antonia avanza en su dirección…

—Padre —le saluda, con una inclinación de cabeza.

… le rebasa y se dirige al hombre que aguarda paciente, tan sólo unos pasos por detrás, con las manos cruzadas delante de la cintura. Metro noventa, ochenta y siete kilos, y no demasiada simpatía por Antonia. Un muro de ladrillos con traje, entrenamiento de élite, oficial del SAS, guardaespaldas personal de sir Peter y jefe de seguridad de la embajada.

—Noah Chase —grita Antonia, mirando hacia arriba, intentando imponer su voz por encima del sonido de los altavoces—. Queda usted detenido por el asesinato de Jaume Soler y el intento de asesinato de Aura Reyes.

El enorme inglés mira a Antonia con extrañeza, mira a Jon, y después hacia la salida. Su mandíbula cuadrada se agita un poco, la inquebrantable seguridad de hace unos instantes se viene abajo como un castillo de naipes.

—Yo…

Va a levantar la mano derecha en dirección al bulto a la izquierda de su chaqueta, pero se encuentra inmediatamente con el brazo del inspector Gutiérrez sujetándole por la muñeca. El guardaespaldas intenta zafarse de la mano del policía, pero sería como intentar librarse de una trampa para osos.

—No montes una escena, corazón —dice Jon, al tiempo que le introduce la otra mano por la abertura de la chaqueta. La pistola abandona la cartuchera y desaparece discretamente en la parte trasera de la chaqueta del inspector.

—¿Qué demonios está pasando aquí, Antonia? —dice el embajador, que ya se ha deshecho de su molesto interlocutor.

—No tengo tiempo para explicártelo, padre. Tenemos que fichar a este hombre.

El embajador mira a su hija como si le estuviese hablando en una jerga incomprensible. Sólo parece reaccionar cuando Jon agarra a su guardaespaldas por debajo de la axila y le empuja hacia la puerta.

—Antonia, te recuerdo que estáis en territorio soberano del Reino Unido. No tenéis jurisdicción aquí —alega el embajador.

—Puede ser que la detención no sea válida —dice Antonia, encogiéndose de hombros—. Incluso que tu gobierno no renuncie a la inmunidad diplomática para el señor Chase, según el convenio entre nuestros países. Pero para entonces ya nos habrá contado todo lo que queremos saber. Y saldrá en todos los periódicos.

Sir Peter mira a Chase, que con todos sus músculos de soldado de élite parece un peluche en manos de Jon Gutiérrez.

—No puedes hacer esto.

—Yo tengo quién me proteja —dice Antonia, señalando a su compañero—. Tú, no.

El embajador frunce los labios ante la pulla de su hija.

—Quizás deberíamos hablar en un sitio más tranquilo.

19
Un despacho

Hace casi quince años, el gobierno británico decidió vender por cincuenta millones de euros el enorme edificio que le servía de sede en el barrio de Almagro, en el que llevaba cuatro décadas, y trasladarse a unas oficinas ultramodernas que ocupaban las plantas diecisiete a veintiuna de Torre Espacio. La compra de la nueva sede y su aprovisionamiento había sido dirigida por el propio sir Peter, con la promesa —en plena recesión económica— de que la operación no le costaría ni una libra al gobierno de Su Majestad.

En tiempos como aquéllos —no tan distintos de los que vendrían después, tras un breve espejismo—, un movimiento como aquél levantó muchas suspicacias. El embajador, un hombre tan recto y tan pulcro que acababa los bolis Bic, no estaba dispuesto a permitir la más mínima sombra de duda sobre su gestión. Invitó a tres medios de comunicación distintos —BBC, The Sun y The Guardian— para que revisaran en tiempo real las cuentas de la transacción. Resultó que, al concluir, las cuentas arrojaron un déficit de ochenta y cinco mil doscientas setenta y cuatro libras, debido a un error en el presupuesto para mobiliario.

El diplomático reunió a los medios que habían auditado el proceso, y delante de ellos firmó con gesto altanero un cheque personal por la cantidad exacta que se había excedido del presupuesto inicial.

Ése es el padre de Antonia.

El despacho de sir Peter está en el piso dieciocho, en la zona noble de la embajada. La planta inferior está destinada a recepción, las superiores a oficinas y tareas administrativas. En el dieciocho, todo son gruesas moquetas y maderas coloniales que recuerdan al visitante que Inglaterra fue una vez un enorme imperio.

Antonia sigue a su padre hasta el enorme despacho, situado en la esquina del edificio. El inspector Gutiérrez va detrás, agarrando a Noah Chase. El guardaespaldas, lejos de la multitud, ha recobrado parte de su entereza, y ya no le pone a Jon tan fácil lo de conducirle por el pasillo desierto.

Cuando entra en el despacho, Antonia siente un latigazo en el corazón. Tan sólo ha estado aquí un par de veces antes, nunca sin un motivo importante. La última vez fue después de lo de Marcos, cuando intentó explicarle a su padre su teoría acerca de un asesino invisible. La respuesta de su padre había sido quitarle la custodia de Jorge.

Pero el latigazo en el corazón no es —o no tan sólo— por las circunstancias de su última visita.

Es por la decoración.

No por las butacas y el escritorio Chippendale original. Ni por las paredes forradas de teca, o el enorme ventanal de suelo a techo. Ni por el velador de mármol con una pata ligeramente desequilibrada, debido a que Antonia lo arrojó al suelo jugando al escondite de niña.

No, no es por esos detalles, aunque a Antonia no se le escapa que el único mueble que el embajador conserva de su etapa de cónsul en Barcelona, es precisamente el que ella estropeó en un descuido. Su padre siempre ha sabido mandar los mensajes adecuados, desde luego.

Es por el cuadro.

Antonia no recuerda el nombre del pintor, ni cree haberlo sabido nunca. Pero recuerda perfectamente las largas horas que pasó de pie, posando para él. Un hombre enjuto y altivo, que no sonrió ni una sola vez.

El cuadro muestra a sir Peter, sentado en un butacón de dos plazas. A su lado, con las piernas juntas, apuntando hacia el espectador, una mujer hermosa sonríe, cariñosa y enigmática. Paula Garrido tiene el rostro vuelto hacia su hija. La pequeña Antonia tiene seis años, el pelo por los hombros, y los ojos mucho más verdes y llenos de luz que ahora. No sonríe, sin embargo. En su rostro hay una tristeza, un presagio de lo que ha de venir en el siguiente año, con la enfermedad que ya consumía a Paula sin que ninguno de ellos lo supiera. Tres seres humanos congelados en el que quizás fuera el último instante feliz de sus vidas, captados al óleo, con un trazo no demasiado elegante y una paleta de colores mediocre. Pero que sacude un fuerte latigazo en el corazón de Antonia cuando entra en el despacho, aunque sabía que lo iba a ver, aunque se había preparado para ello.

—¿Ésa eres tú? —pregunta Jon, arrojando a Chase sobre una de las sillas. El mármol del velador tiembla sobre las patas de bronce, la silla cruje bajo el peso del guardaespaldas.

—Tenga usted cuidado, con los muebles, inspector. Créame que no se puede permitir pagar la reparación.

Jon va a replicarle, pero el gesto de Antonia corroborando lo que acaba de decir su padre le quita las ganas.

—Antes de que comencemos —dice sir Peter— les informo de que mi despacho está protegido contra cualquier vigilancia electrónica. Se tratan asuntos importantes de seguridad aquí.

—No estamos grabando la conversación, padre —dice Antonia—. Tan sólo queremos que sepas qué es lo que ha estado haciendo este hombre a tus espaldas.

—¿Noah? Eso es ridículo. No tenéis ninguna prueba de que…

Antonia saca del bolsillo de la chaqueta la fotografía de Chase y la arroja sobre el escritorio del siglo XVIII. Incluso de noche se pueden apreciar las salpicaduras de sangre en el rostro. Tal y como aprecia sir Peter en cuanto la desdobla.

—Tomada un par de minutos después de que matase a Jaume Soler, un consultor informático, y apuñalase a su esposa. La mujer está grave pero estable. Ya le ha identificado como su agresor.

Esto último es mentira, pero ocurrirá de todas formas, tal y como Antonia comprueba al ver cómo el color desaparece de nuevo del rostro de Chase.

—¿Noah? ¿Es eso cierto? —pregunta el embajador, alarmado.

El guardaespaldas se agita en la silla, y finalmente se cruza de brazos, evitando mirar a su jefe.

—No quedó otro remedio —confiesa. Volviéndose, finalmente, hacia él, con la culpa pintada en el rostro—. No podía permitir que llegase hasta nosotros, señor.

20
Un crimen

El embajador mira a su guardaespaldas durante largos segundos, y acaba apartando la mirada a su vez. Pero la huida es breve. Al otro lado está esperándole su hija. Los pensamientos fluyen bajo sus ojos, como peces bajo el hielo verde: inalcanzables.

—No sé qué es lo que crees saber, Antonia, pero te aseguro…

—No —dice ella.

Es una negativa tajante, pero a la vez dulce, casi tierna. Menea la cabeza y sonríe cuando la pronuncia. Es una negativa llena de hartazgo, llena de nostalgia. Que no la hay peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.

—No es lo que creo saber. Es lo que sé.

—Antonia…

Ella le ignora, y continúa hablando. Las luces de la habitación parecen oscurecerse a su alrededor, a medida que comienza a desgranar su historia, y sólo su rostro parece resaltar en mitad de las tinieblas.

—Hace cuatro años, un consultor informático llamado Jaume Soler fue abordado por un contratista independiente, llamado señor White. White chantajeó a Soler con destruir su vida y revelar a su mujer que tenía una amante. Como Soler se resistía a darle a White lo que quería, White asesinó a su amante y le incriminó a él.

Respira hondo. La voz se le quiebra un poco.

De dolor.

De rabia.

—Para nuestra desgracia, Soler acudió a mí para intentar librarse de White. Con ello sólo consiguió que White entrase en nuestra casa y disparase a Marcos y a mí, tratando de borrar sus huellas. Soler se rindió entonces. Entregó a White lo que quería. Pero algo no salió como él deseaba. No sé qué es lo que sucedió, pero White estaba herido, y probablemente bajo vigilancia. Uno de sus empleadores intervino y se quedó con el premio. Mi intuición es que fue el propio Chase. Al fin y al cabo, lleva mucho tiempo contigo, ¿verdad, padre?

—Antonia…