Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Antonia activa una cuenta atrás en el teléfono, con el tiempo límite que les ha dado White.

—Vamos a esa dirección.

—Así, ¿sin más? ¿Sólo porque has recibido un mensaje?

—Así, sin más.

—Podríamos investigar la procedencia del mensaje. Las pistas que haya podido dejar. Cuando me secuestraron, había dos personas con él. Habrá tenido que reclutarlos en algún sitio…

—Estás pensando como un policía —le interrumpe Antonia—. Y ahora no necesitamos un policía.

Jon tuerce el gesto, pero no dice nada. Se limita a poner el brazo en la puerta del conductor cuando ella intenta abrirla.

—¿Qué haces?

—Mantenernos vivos. Vivos y en marcha. Éste es el último coche que nos queda, me lo ha dicho Mentor.

—Ni que hubiéramos siniestrado tantos —dice ella, entregándole las llaves, con un suspiro.

—Madre mía, cómo relativizamos cuando nos conviene, cari.

A Jon, incluso sin tener que pagar la factura, el casi medio millón de euros en Audis destrozados se le hace mucho. Sobre todo cuando tiene que aguantar a Mentor. Lo que no deja de sorprenderle es la lasitud que muestra Antonia con las matemáticas y los medios de locomoción. Está casi a la altura de su desprecio a las normas de tráfico.

Antonia se coloca en el asiento del copiloto y usa FaceTime para conectarse con Mentor mientras se ponen en camino. Deja el iPad en el soporte del salpicadero, para que Jon pueda verlo también.

—¿Cómo está el inspector? —pregunta, al descolgar.

—Lo bastante bien para conducir, aparentemente —responde ella, encogiéndose de hombros.

—Expongámoslo de la siguiente manera, Scott. Si en algún momento tienes que acompañar al inspector a la UCI porque le hayan pegado un tiro, aun así te preferiré en el asiento del copiloto.

El inspector Gutiérrez hace esfuerzos infructuosos para no sonreír.

—Técnicamente él ha roto más que yo.

—Técnicamente, me da igual. ¿Qué sabemos de ese hijo de puta?

—Ha contactado —informa Antonia, detallándole el mensaje que acaba de enviarles White.

Mentor les pide que no cuelguen mientras accede a los datos. Jon casi espera que les ponga una musiquita atroz, como un teleoperador de Movistar. Pero, a diferencia de estos últimos, Mentor tarda menos de un minuto en regresar.

—Ha habido un único crimen en esa dirección en los últimos treinta y cinco años. Más allá de eso, no lo tenemos informatizado.

Una foto aparece en pantalla. Una mujer joven, de pelo rizado y sonrisa tímida.

—Su nombre es Raquel Planas Mengual. Diseñadora de interiores.

Muestra una fotografía de la escena de un crimen. Apenas se distinguen los detalles. Hay una gabardina cubriendo un cuerpo. Y mucha sangre.

—Fue asesinada de una puñalada en la calle Santa Cruz de Marcenado hace cuatro años.

Jon arruga la nariz al escuchar aquello.

En una ocasión, Jon había colaborado en la investigación de un caso antiguo, o caso frío, que es como los conocen los policías. Habían aparecido nuevas pruebas referentes al asesinato de un adolescente en Getxo, a las afueras de Bilbao. Una camiseta manchada de sangre desconocida. El dueño había resultado ser bastante conocido, y el caso acabó en todas las portadas de los periódicos. El proceso implicó a ocho investigadores de la Ertzaintza, tres policías nacionales, dos forenses, un laboratorio externo y decenas de miles de euros.

El caso sólo tenía dos años y medio. Pero para cuando los investigadores llegaban a los lugares relacionados con la víctima, había infinidad de detalles que habían cambiado. Los testigos no recordaban nada, o recordaban algo totalmente distinto de lo que le habían dicho inicialmente a la policía.

No hay nada que un policía tema más que un caso frío.

—¿Sospechosos?

—Un culpable.

Una nueva foto aparece en pantalla. Treinta y muchos, pelo largo, mandíbula huidiza y ojos aún más huidizos. No es guapo bajo ningún concepto de cuello para arriba, así que ha intentado subsanarlo en dirección sur. Unos músculos de gimnasio, de pinchacito en el culo, de huevos del tamaño de aceitunas. Un Rolex dorado que dice, a gritos «tengo algo que compensar».

Le falta salir en la foto subido a un deportivo, piensa Jon, que no es muy caritativo con los asesinos de mujeres.

—¿Su marido?

—Su novio, Víctor Blázquez. Dueño de un gimnasio. Con antecedentes de maltrato.

—¿Dónde está?

—En Soto del Real. Cumpliendo veintitrés años. Saldrá en seis, es un preso modelo.

—Da gusto ver cómo el sistema funciona.

Antonia mira la foto, mira a la carretera, mira a su compañero y toma una decisión.

—Da la vuelta.

—¿Qué dices?

—Que des la vuelta. Vamos a Soto del Real.

—Pero ¿no íbamos a Santa Cruz de Marcenado?

Ella le dedica una de esas miradas suyas contra las que es mejor no entablar una discusión. Así que Jon hace un giro bastante ilegal, y da la vuelta al coche. Busca en el GPS del Audi la dirección de la cárcel mientras Antonia se dedica a lidiar con la insatisfacción de Mentor.

—¿Qué se supone que haces, Scott?

Antonia no lo tiene demasiado claro. Pero una palabra le ha venido a la cabeza.

Katsrauvsaali.

En jemer, idioma hablado por veinte millones de camboyanos y que tiene el alfabeto más largo del mundo, el que corta el trigo cuando se supone que tiene que cortar el trigo. El mejor paladín de una causa posible.

—Lo lógico sería recorrer la lista de testigos, el sumario del caso, visitar el escenario del crimen, hablar con el fiscal, con el juez, con los policías encargados. ¿Cuánto tiempo nos llevaría eso?

—Demasiado —admite Mentor.

—Es de noche ya. Incluso si movilizáramos un ejército, los sacáramos a todos de la cama y los pusiéramos en fila, tardaríamos días en poder hablar con ellos —admite Jon.

—¿Y en qué dirección crees que apuntarían todos?

Jon ya sabe en qué dirección. La M-609, en el kilómetro 35. La misma que acaba de introducir en el GPS.

—White nos ha ordenado resolver este crimen —dice Antonia—. Si Blázquez no es el culpable, no hay otra persona mejor a la que preguntarle.

—Preguntar a un preso si es inocente. ¿Qué podría salir mal? —dice Jon, poniendo el intermitente.

—Estoy de acuerdo con el inspector Gutiérrez. Podéis estar perdiendo un tiempo precioso, Scott.

Antonia no contesta. Es uno de sus recursos habituales cuando quiere dar a entender lo poco que le importa la opinión de los demás sobre un asunto en el que cree tener razón. Mentor ya lo conoce de sobra, así que usa el truco más viejo del libro de los jefes: Hacer creer que todo es idea suya.

—Será mejor que se den prisa. Intentaré facilitarles la entrada en tanto llegan. ¿A qué distancia están de la prisión, inspector?

—A veintiocho minutos. Llegaré en quince, soy un conductor modelo.

Mentor ignora la pulla al impecable sistema penitenciario español y se vuelve hacia Antonia.

—Scott, coge el teléfono —dice, antes de interrumpir la llamada de FaceTime en el iPad.

Antonia obedece, extrañada.

—No pongas el manos libres —le advierte—. Tengo que hablarte en privado.

—De acuerdo —responde ella, aún más extrañada.

7
Un aparte

No es el estilo de Mentor darle a ella información que no le dé a su compañero. Más bien al contrario.

—Necesito saber que estás en condiciones, Scott.

—¿Por qué no habría de estarlo?

—No te hagas la tonta. ¿Cuánto hace que no tomas una pastilla roja?

Antonia lo sabe muy bien. Podría decirle las horas, los minutos, incluso los segundos, aunque para eso tendría que concentrarse un momento.

Una vez, de niña, Antonia metió la mano inocentemente en el hueco que quedaba entre la puerta del garaje y el marco. Había visto a su padre hacerlo más de una vez. Un pequeño truco de adulto, para ahorrarse unos pasos hasta la entrada de peatones: aprovechar que un coche acababa de salir, para acceder al garaje por el camino más corto. Tan pronto como su padre metía el brazo, la puerta dejaba de cerrarse y comenzaba a recorrer el camino inverso.

Con el inconveniente de que ella lo hizo por un lugar donde no estaba la célula fotoeléctrica.

La puerta continuó inexorable, aprisionándole la carne. Su padre llegó a tiempo de impedir que el pesado marco de acero rojo le amputara el brazo, pero no lo suficiente para evitar el dolor. Condujo como un loco hasta el hospital más cercano, y allí le pusieron un sedante muy suave, y todo quedó en un susto y en un mes sin poder mover la mano derecha. De regalo le ha quedado una cicatriz blanquecina de tres centímetros en el antebrazo, y una depresión en el músculo, que nunca acabó de crecer del todo bien.

Y algo más: cada vez que escuchaba el sonido de la puerta de un garaje o que se miraba la cicatriz, el recuerdo del dolor volvía nítido a su memoria. Un latigazo eléctrico recorría el camino entre el brazo y el cerebro, y ella se encogía un poco, no importaba lo que estuviese haciendo. Aún hoy, después de tantos años.

El recuerdo de Jon tirando por el desagüe en casa de una víctima los restos de su alijo —y ella forcejeando entre sus brazos, intentando llegar a la pila donde las cápsulas se van poco a poco disolviendo en el agua sucia—, produce en Antonia la misma sensación. El recuerdo sólo tiene unos días, no tres décadas. Aun así, conservan improntas casi idénticas. Una acción impetuosa, un resultado inesperado, y una enorme masa inexorable cerrándose sobre ella para atraparla. O liberarla, para el caso. Lo que deja detrás es dolor, y músculos doloridos.

—Estoy perfectamente —responde a la pregunta de Mentor. La segunda mentira es casi igual de grande que la primera—. Ya no las necesito.

—Antonia —dice Mentor, lo cual es más raro aún, ya que casi nunca la llama por su nombre de pila—, llevo años diciéndote eso mismo. Pero, ¿por qué precisamente ahora?

—Estoy intentando rendirme a la corriente, no domar el río. La cita no es literal, pero creo que la recordarás igualmente.

—Es una filosofía bastante buena. ¿Formaba parte de ella robar cápsulas de la cámara refrigerada?

Antonia cierra los ojos, y aprieta los labios. Se alegra de que la conversación sea por teléfono, y no una videollamada o en persona, porque es una mentirosa malísima. En una escala de cero a Presidente del Gobierno, a Antonia le sale a ingresar.

Tampoco puede decirle la verdad. No debe. Así que opta por darle largas y desviar su atención. En eso es campeona del mundo imbatible.

—¿Alguien ha cometido errores con el inventario?

—Faltan cincuenta pastillas rojas y diez azules, Scott.

—Es un error bastante grande.

—Y a la cámara refrigerada sólo tengo acceso yo.

—Al menos ya tenemos al culpable. Caso resuelto.

—La única persona que podría reventar la seguridad eres tú.

Antonia no tiene que pensar demasiado su respuesta. No es como si hubiera fantaseado decenas de veces con ello en los últimos días. Con arramplar en el maldito sitio y meterse las cápsulas en la boca a puñados.

—Supongo que podría averiguar el número de diez dígitos del panel numérico. O conseguir una copia de la llave física. También saltarme las medidas biométricas, ésas son casi un chiste. Pero la cámara de seguridad es una cinta analógica, si mal no recuerdo. ¿Has podido revisarla ya?

Una cinta analógica Serfram Cobalt de banda inversa, que son las que mandó instalar Mentor, es imposible de falsificar. Puedes romperla, puedes destruirla, puedes tapar la cámara, puedes hacer cualquier cosa con ella, menos alterar su contenido.

Mentor lo sabe.

Antonia lo sabe.

Y él sabe que ella sabe que los dos lo saben.

Así que es un empate. Mentor podría haberlo dejado ahí, y de ordinario quizás lo habría hecho. La competición con Antonia Scott no es una carrera de velocidad, sino el Tour de Francia. Consiste en ir llegando como se puede, sin desfondarse. Pero algo dentro de él se agita —el estrés, que baja las defensas—. Y no puede callarse.

—No hay nada en esa cinta. Pero a lo mejor sólo tengo una sospechosa. A lo mejor te has estado metiendo más de lo que debías en Málaga. A lo mejor te has vuelto una yonqui, Scott. Y ahora el inspector necesita algo mejor que eso.