Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Pero todo eso ha cambiado con la 794.

Antonia Scott, piensa el hombre alto y delgado. Tengo que empezar a familiarizarme con el nombre.

Quizás sea ella. Quizás sea la aspirante que el proyecto Reina Roja está necesitando para España. Él tiene una intuición, y es algo que le ocurre muy poco. No es que haya destacado nunca por su desbordante imaginación. Tiene más de contable que de artista. En una escala del uno al diez, siendo el uno un inspector de Hacienda y el diez Julio Iglesias, el hombre alto y delgado sería la calculadora encima de la mesa.

Las intuiciones y las copas de whisky tienen algo en común: cuanto menos acostumbrado estás a ellas, mayor efecto producen. Así que él está dispuesto a dejar de buscar y apostar por la candidata 794.

—¿Podemos librarnos de la última?

—Será sólo un momento. No vamos a haberla hecho venir para nada…

Él hace un gesto de conformidad. Total, un rato más, qué importa. No es como si estuviese alguien esperándole en casa.

—Que pase la 798.

La mujer es delgada. De estatura mediana, bien vestida. Una manicura perfecta. Aún no debe de haber cumplido los veinticinco. Hay una cierta bondad en su rostro.

No, no bondad, piensa él.

Amabilidad.

—Buenas tardes —dice el hombre alto, apretando el botón del interfono, que comunica la cabina con la sala de observación—. Voy a plantearle una historia. Todas las respuestas que dé serán válidas para la puntuación que usted obtenga en nuestro estudio. Le rogamos que se esfuerce al máximo, ¿de acuerdo?

La mujer asiente.

—Está bien, comencemos —dice el hombre alto y delgado, y empieza a leer el texto que va apareciendo en la pantalla, y cuyo principio, después de una semana, casi conoce de memoria—. Es usted la capitana de una plataforma petrolífera Kobayashi Maru, situada en alta mar. Es de noche y está usted disfrutando de un plácido sueño. De pronto su asistente le despierta en mitad de la noche. Las luces de emergencia están encendidas, la alarma sonando. Hay una alerta de colisión. Un petrolero se dirige hacia ustedes.

La mujer se mantiene en silencio, mirando al espejo directamente. No se ha quitado el abrigo, y sigue aferrada a su bolso.

—Ahora es su turno —dice el hombre alto y delgado.

—¿Tenemos algún barco a nuestra disposición? —dice la mujer. Acorta el final de las palabras, como si no le gustara hablar y prefiriera dedicarles tan poco tiempo como pudiera.

Al hombre, la pregunta le sorprende.

Casi todo el mundo acaba preguntando por el barco, claro. Cuando se dan cuenta de que no hay modo de contactar con el barco, que éste continúa su avance inexorable, que no hay modo de impedir la colisión. Cuando se dan cuenta de que no hay manera de salvar la plataforma, piensan en salvar a la gente a bordo. Ésa es la clásica actitud ante un escenario imposible, ir poco a poco retrocediendo, quedándose sin opciones, hasta que la única solución lógica es la rendición.

—Nunca preguntan por el barco al principio —interviene la asistente, extrañada.

—En fin, casi mejor. Al menos nos iremos a casa pronto.

El test ha sido diseñado para actuar reaccionando a las acciones del sujeto del experimento, modificando el escenario de forma dinámica, de modo que cada vez sea más complejo. Puntúa, además, en función de la originalidad de las respuestas o de la capacidad de improvisación.

—En efecto —contesta el hombre alto y delgado, apretando el botón del intercomunicador—. Disponen de un buque de salvamento.

—¿De qué tamaño?

Al haber hecho esa pregunta la primera, el programa ofrece una respuesta distinta a haberla hecho varios minutos después.

—Treinta metros —apunta la asistente.

—No soy experta en navegación, pero parece bastante grande. ¿Disponemos de explosivos a bordo de la plataforma?

Esa pregunta es bastante menos común.

De hecho, el hombre alto y delgado no la ha escuchado ni una sola vez.

Pero el programa tiene una respuesta para ella, y él la transmite, algo extrañado.

—Bien —responde ella, tras pensarlo unos instantes—. En ese caso, acumulo la tonelada y media de explosivos en la proa del buque de salvamento, y ordeno a un tripulante que lo lance contra el costado del petrolero que viene en nuestra dirección.

Se hace un silencio atónito en la cabina de control. La asistente teclea los datos en el programa, cuando logran recobrarse un poco de la sorpresa. Es cierto que el ejercicio es puramente teórico. Aun así, ambos lo han sentido como completamente real.

El hombre alto y delgado aprieta el botón del intercomunicador, pero no dice nada. Durante unos instantes, por los altavoces del interior de la sala se escucha tan sólo un tenue ruido de estática.

—¿Puedo preguntarle cómo ha llegado a esa conclusión? —dice él, al cabo de unos segundos muy largos.

—Es sencillo. Hay más gente en una plataforma que en un petrolero. Es el resultado más lógico —dice ella, sin pensar.

Después, mucho después, regresarán a su memoria una infinidad de detalles sobre este momento.

La inflexión en el tono de voz de la mujer.

Su hieratismo.

El hecho de que no soltase el bolso en ningún momento, ni se quitase la ropa.

Su mirada, fija en el espejo.

Muchos de esos detalles, casi todos, eran más una proyección que un recuerdo real. Una reescritura del pasado, con la ventaja de la información que pone a tu disposición el futuro. O con sus desventajas, como la culpa, el remordimiento, la tortura que supone que todo esté delante de ti y no puedas cambiarlo.

Pero, por el momento, el hombre alto y delgado tiene algo muy distinto en la cabeza. Y es que ocurra algo que no ha sucedido antes en ningún país de los participantes en el proyecto.

Ni siquiera escucha a su asistente

—Ha sacado la máxima puntuación —está diciendo ella, boquiabierta—. Según los desarrolladores, sólo una persona de cada veintitrés millones daría una respuesta así.

Dos Reina Rojas. ¿Será eso posible?

—Me gustaría hablar con usted acerca de una propuesta de trabajo —dice, apretando de nuevo el botón del intercomunicador.

Al otro lado del espejo, la mujer, por primera vez, sonríe. Es sólo un pliegue en la comisura de la boca. Calculado, como todas sus expresiones. Como si hubiera repasado el presupuesto y decidido que podía permitirse el gasto.

—Estaré encantada de escucharle, señor…

—Puede llamarme Mentor.

12
Un taconeo

—Soy la jefe de servicio —dice una mujer enjuta, de mediana edad y ojos hundidos, al llegar a su altura. No parece nada feliz. No añade su nombre, no extiende la mano. Su boca es una línea dibujada a escuadra y cartabón.

—Le agradecemos que nos atienda tan tarde —dice Jon, alzando la mano a modo de saludo. Cuando hay que lidiar con bordes, Jon suele limitarse a hacer el mismo gesto, pero con la identificación policial. La misma que se ha quedado en las cajas de fuera. El gesto del cuero al cerrarse de golpe ayuda a finalizar las presentaciones.

—No se equivoque ni un pelo, inspector. Ya estaba saliendo para mi casa, me han hecho darme la vuelta.

Jon ya ha vivido en un par de ocasiones esta situación. Personas con una cierta cuota de poder, acostumbradas a hacer y deshacer en su pequeña parcela del mundo, reciben un día una llamada de teléfono. No de su jefe directo, con ése están acostumbrados a discutir. Ya sea de amistad o de odio mutuo, hay una relación, y las relaciones son manejables.

Lo que hace Mentor es hacer que llame el jefe del jefe. O más alto, a veces.

Se pregunta de qué hilo habrá tirado esta vez. El secretario de Estado, quizás. O la ministra de Justicia. Una conversación breve, amable pero seca. Una vaga promesa de recordar el nombre de la persona en cuestión. Un saludo apresurado, sin dejar lugar a negociación ni a objeción alguna.

A cambio, tenemos una puerta abierta, y mala hostia como para llenar una piscina.

Antonia había recordado en un caso similar cierta frase popular entre los nativos de la Amazonia brasileña. Cuando el río baja lleno de pirañas, el caimán nada de espaldas.

—No es cierto desde el punto de vista etológico ni anatómico, pero te haces una idea.

Jon se la hacía. Lo que no aclaraba el dicho era qué hacías cuando el río tenía un caimán con bolso de Mulaya y falda pantalón. Un caimán, al que has alejado de su cena y de la gala de Master Chef.

—Es un caso urgente, señora. Le ruego que disculpe las molestias que hayam…

La mujer se limita a darse la vuelta, lo que Jon y Antonia entienden como una invitación a seguirla.

—Cuanto antes acaben, antes se van. El interno les está esperando en la sala seis.

Atraviesan varias puertas enrejadas. En una de ellas hay una cabina de control, el resto se va abriendo a su paso, a medida que la jefa de servicio va mirando a la cámara situada sobre ella.

Apenas se detiene en cada una de las puertas, como si no las viera, como si simplemente no estuvieran allí. Se limita a seguir a paso firme por los pasillos, desiertos e interminables. Las suelas de madera de sus zapatos resuenan en el linóleo verde con un paso tan firme y regular como un metrónomo. Uno algo tendencioso, ya que, por algún motivo, el zapato derecho (clap) hace un ruido ligeramente distinto al izquierdo (clapa).

El resultado

clapclapaclapclapa

es tan enloquecedor que Jon siente que va a volverse loco. Y una mirada de reojo a Antonia, que camina a su lado —muy recta moviendo los pies a la misma velocidad que él—, le hace pensar que para su compañera es aún peor.

—¿Cuántos internos tienen aquí, señora? —dice Jon, intentando acallar el ruido de los tacones.

—¿Por qué? ¿Quiere aprovechar el viaje para despertar a alguno más?

—Como ya le he dicho…

—La vida en una cárcel es una cuestión de ru-ti-nas. Una cuestión de horarios estrictos, de calendarios de acero. El castigo viene de ahí, de la firmeza. Cualquier cambio en la ru-tina, cualquier desviación, aunque le suceda a otro, es un alivio de ese castigo.

—Yo creía que estaban ustedes para reinsertar —dice Antonia, con voz queda.

La mujer logra volver la cabeza lo suficiente como para mirarla por encima del hombro sin aminorar el paso.

—No diga gilipolleces, que es usted policía, por favor.

En el silencio embarazoso que sigue, los taconazos se hacen más presentes. Así que Jon opta por disculparse en nombre de Antonia.

—La inspectora tiene un sentido del humor particular.

Antonia abre la boca para desmentirle, pero Jon le hace un gesto para que se calle. Ajena al intercambio, la jefa de servicio continúa.

—Aquí hay más de mil internos. Tenemos tres asesinos en serie, once terroristas, ochenta y cuatro violadores múltiples, dieciséis pederastas. Y luego los cuatro o cinco corruptos que habrá visto usted en la tele jugando al mus. Esto no es una guardería, inspector. Es una prisión. El que está aquí, es porque tiene algo que pagar.

Llegan delante de una última puerta. Ésta, a diferencia de las demás, no se abre antes de que lleguen. Ésta permanece firmemente cerrada.

—Éste es el módulo F. El más jodido de la prisión, inspectores. Aquí dentro sólo hay escoria. La parte más difícil de nuestro trabajo no es mantenerlos a raya. Es evitar que nos maten, o que se maten entre ellos.

Un guardia aparece al otro lado de la puerta. Lleva colgada una llave del cuello, que es la que usa para abrir la puerta. Después de granjearles el paso, vuelve a encerrarse en una cabina, tras gruesos cristales.

—Nos habían dicho que Blázquez era un preso modelo.

—Es una forma de verlo —contesta la jefa de servicio, con una sonrisa retorcida, antes de abrir la puerta de la sala seis—. Hay tres personas que se han tenido que quedar más horas para poder garantizar su seguridad esta noche, inspectores. Horas extras que no tengo cómo pagarles. Les ruego que sean breves.