—Me gustaría que ahora fuera más despacio, señor Blázquez. Con tantos detalles como le sea posible.
—Bueno, llegué al piso…
—Antes. Antes de eso. Salió del gimnasio. ¿Recuerda la hora que era?
—No hace falta que lo recuerde. Tenemos un control de salida, la hora se queda grabada cuando pasas la tarjeta. Eran las ocho y cuarenta y tres.
—De acuerdo. Ahora, paso a paso.
—Salí a la calle. Fui andando hasta el portal de Raquel.
—¿Llevaba el móvil en la mano?
—No, creo que no. Sólo… llevaba las manos en los bolsillos.
—¿Qué hizo al llegar al portal? ¿Llamó al telefonillo?
—No hizo falta. El portero estaba abajo y la puerta abierta, con la cuña de madera.
—¿A esa hora?
—Su edificio siempre tiene portero, hacen tres turnos.
—Comprendo. Saludó al portero.
—No, bueno, supongo. Saludé con la cabeza, supongo.
Miente, piensa Jon. Con toda su calle y todos sus muertos, no es más que un pequeño clasista. De los de chupar hacia arriba y pisar hacia abajo.
—¿Y luego?
—Seguí recto hacia el ascensor, qué iba a hacer. Llamé y subí. Cuando llegué a la puerta, Raquel me abrió.
—Y no se cruzó con nadie.
—No, nadie.
—¿Llamó a la puerta?
—No, Raquel me abrió antes de que llegara. Supongo que me oiría llegar.
—Descríbame a Raquel.
—Tiene el pelo rizo, es más bien alta, casi como yo…
—Me refiero en ese momento. ¿Qué es lo que vio al abrir la puerta?
—Estaba muy pálida. Lo noté, tenía mala cara, como de bajona.
—¿Estaba detrás de la puerta, o la abría del todo?
—La abría del todo. Me dijo que pasara, que fuera al salón.
—¿Qué hizo usted?
—Intenté darle un beso, pero ella se apartó. Así que fui al salón. Pero me entraron ganas, así que fui al baño.
—¿Antes o después de ir al salón?
—Entré por una puerta al salón y salí por otra.
—¿Había a alguien más en la casa?
—No. La casa es pequeña, estábamos solos.
—¿Pasó por delante de la habitación de Raquel?
—No, quedaba justo en medio. El baño está al lado de la de su madre.
—¿Vio algo al pasar por el salón?
—No comprendo. ¿Los sofás, la mesa del comedor, se refiere?
—Algo inusual. Algo que le llamase la atención.
Jon no puede dejar de admirar la inmensa paciencia que está teniendo Antonia con él. En contraste, a él le queda más bien poca, y va a menos a medida que transcurren los minutos. Mira el reloj, con angustia. Ya han transcurrido cuatro horas de las seis que les ha dado White. A tenor de que le quedan ciento veinte minutos de vida, Jon está tentado de aplicarle a Blázquez un método de interrogatorio algo más directo. Una variedad de boxeo en la que uno de los contrincantes tiene las muñecas atadas.
Como si intuyera lo que le pasa por la cabeza, Antonia extiende los dedos de la mano derecha —la más cercana a Jon— y la mueve despacio arriba y abajo, apenas unos centímetros. Jon no sabe si está botando un balón invisible o pidiéndole calma.
—No. No sé. La tele estaba encendida.
—¿Algún canal en concreto?
—Telecinco.
—Y eso era inusual.
—A Raquel no le gusta la televisión.
—¿Qué hizo al salir del salón?
—Iba hacia el baño pero escuché a Raquel en su habitación. Un gemido. Le pregunté si le pasaba algo y fui hacia ella por el pasillo.
—El que separa las habitaciones y el salón.
—¿Cómo lo sabe?
—He visto las fotos. ¿Vio a Raquel desde el pasillo?
—No, no hasta que estuve frente a la puerta. Entonces prácticamente se me echó encima.
—¿Le atacó?
—No. Me agarró. Me dijo que llamara a una ambulancia. Entonces fue cuando vi la sangre en sus manos.
—¿Sólo en las manos?
—No. También en la ropa. La habían apuñalado.
—¿Pudo ver la habitación de Raquel desde el pasillo?
—Sí. Estaba vacía.
—¿Y qué hizo?
—Llamar al 112.
—¿Enseguida?
—Al momento. Estaba muy nervioso, pero me acuerdo.
—¿Y luego?
—Raquel cayó al suelo. Y yo… me achanté.
Hay un silencio, bastante largo.
Jon procura no moverse. Antonia, lo mismo.
—Sólo para dejar constancia, señor Blázquez —dice ella, al cabo de una eternidad—. Usted se marchó justo en ese momento. Después de llamar a la ambulancia. Dejando a su novia herida en el suelo, y sola.
El preso reacciona a la crudeza de la exposición de Antonia encogiéndose en la silla. Se diría que quiere desaparecer. Con los inconvenientes habituales de ese deseo.
—¿Por qué? —pregunta Jon.
Blázquez le mira, se mira las palmas, agarra el paquete de tabaco. Está vacío, como sus excusas. Lo estruja, con todas sus fuerzas, hasta que el celofán deja de crujir, y sólo queda una pelota arrugada sobre la mesa de acero.
—Por miedo, por qué va a ser.
—Es curioso. Su forma de expresarlo.
—¿A qué se refiere?
—Omisión del deber de socorro. Otros hombres tendrían más reparos en admitir una cosa así.
Tendrían vergüenza.
—Han pasado años. Lo que hice no ha cambiado. Yo sí.
El inspector Gutiérrez se ha preguntado muchas veces acerca de lo que Víctor Blázquez acaba de expresar. Acerca de la posibilidad del cambio. Si éste es posible. Y si lo es, qué lo motiva. Unos barrotes, una paliza en las duchas. O el arrepentimiento puro.
No hay forma de juzgar, claro, y ésa es la desgracia de su profesión. Un policía no es la cura, ni por desgracia el remedio. Tan sólo el coche escoba, que va recogiendo los pedazos de algo que está roto, y apartándolos a los lados de la carretera. Permitiendo que la vida siga rodando con la menor cantidad de baches posibles.
En el primer año en la academia, cada vez que Jon entraba en clase, se encontraba con la misma frase escrita en lo alto de la pizarra. Llevaba allí tantos años que estaba medio borrada —sus trazos enmendados una y otra vez—, y aun así se le quedó grabada en el cerebro.
Justicia es darle a cada uno lo suyo.
En el primer año en la calle, Jon comprendió que aquella frase no era más que un conjunto de palabras huecas. No hay manera de devolverle a Raquel Planas Mengual lo que le han quitado. Comprendió lo que era de verdad la justicia.
La justicia no es satisfacción, es la verdad en movimiento. Porque la primera es imposible, y la segunda es su trabajo.
—Es usted consciente de lo que nos ha dicho deja la situación muy complicada para usted —le dice.
—A ver, inspector, más complicado que esto… —responde el preso, haciendo un gesto a su alrededor.
—Nosotros hemos venido porque ha surgido la posibilidad de ayudarle. Pero no nos lo está poniendo fácil.
—Yo no la maté.
—Pero estaban solos en casa.
—Lo sé. Pero no la maté. Se lo dije al juez, se lo dije al jurado, y se lo vuelvo a repetir a ustedes.
—Y, ¿cómo lo explica, entonces?
—No puedo —dice él, encogiéndose de hombros—. Pero yo no la maté.
—¿Se apuñaló ella a sí misma, entonces?
—El forense dijo que no.
—Y usted no tiene una explicación.
—No.
—Encontraron la sangre de ella en su cuerpo.
—Porque ella me abrazó. Ya se lo he dicho.
—¿Qué pasó al salir, Víctor?
—Corrí hacia la puerta. Dije algo en voz alta, no me acuerdo.
Sí se acuerda.
—Salí al pasillo, creo que me tropecé. Estaba mareado. No recuerdo gran cosa, la verdad.
—¿Bajó por la escalera? —pregunta Antonia.
—No. Es un séptimo. Fui al ascensor.
Jon enarca una ceja, al escuchar aquello. Pero no dice nada. Es Antonia quien pregunta.
—¿Apretó el botón del ascensor?
—Los dos botones. El del ascensor y el del montacargas. A ver cuál llegaba primero. Entonces fue cuando me crucé con la madre de Raquel. Supe que era ella por los zapatos, unos blancos muy feos que tiene. Enseguida me vio a través del cristal del ascensor, pero el montacargas había llegado mientras tanto. Yo me subí antes de que ella abriera y me fui.
Antonia se pone en pie, de golpe. Echa la silla hacia atrás, tan deprisa que Jon tiene que echar la mano para evitar que caiga al suelo.
Está dirigiéndose a la puerta, pero antes de llegar se da la vuelta, al mejor estilo Colombo.
—Una cosa más. ¿Raquel tenía alguna gabardina?
El preso se la queda mirando, desconcertado, tanto por la reacción como por la pregunta.
—No, que yo sepa… Pero aquel día llevaba puesta una.
—¿Y usted?
—No, tampoco —dice, ahora más convencido.
—Eso será todo, señor Blázquez —dice, haciéndole un gesto a Jon—. Gracias por su ayuda.
15
Un resoplido
Antonia no habla hasta que tiene la mano en el manillar del Audi.
—¡Lo tenemos, Jon!
El aludido tarda aún un rato en poder hablar, lo que le lleva a recuperar el aliento. Ha venido todo el camino desde el control de seguridad hasta el coche trotando detrás de Antonia, lo cual no ha sido fácil.
Para las piernas tan cortas que tiene, cómo esprinta, la cabrona.
La velocidad se explica en parte por las ganas que ella tiene de abandonar el ambiente tóxico de la prisión, y en parte por esa energía maníaca que se apodera de ella cuando ha encontrado una de las piezas del puzle.
—Como no lo tengas tú —dice, con la voz entrecortada, metiéndose en el coche y girando el contacto.
Antonia, excitada y en vena, no le escucha.
—Hay que volver a Madrid cuanto antes. Vamos a Santa Cruz de Marcenado.
—¿Ahora sí? —dice Jon, que ya había puesto rumbo hacia allí.
—¿Quién lo hubiera pensado? Y si no hubiera llevado esos…
A la hora de reeducar a Antonia sobre las reglas básicas de la interacción humana —como, por ejemplo, que las personas que te rodean no pueden leer mentes—, Jon sigue distintas estrategias de inteligencia emocional, a cual más sofisticada. En este caso opta por ciscarse en sus muertos pisoteados, en voz bastante alta.
Dieciocho segundos de tratamiento después, Antonia consigue registrar cuál es el problema. Respira hondo, y consigue que sus pensamientos vayan lo suficiente despacio.
—Lo siento —dice, aunque él duda que sea verdad.
Lo que parece es que sigue en el interior de su propia cabeza. Aunque al menos hace el intento de fingir lo contrario.
Al inspector Gutiérrez el esfuerzo le parece enternecedor. La ama por ello lo suficiente para no estrangularla durante unos minutos más.
—Vamos a empezar por el principio —le dice Jon—. Tenías razón.
—¿En qué? —pregunta ella, inocente. Perdiendo los puntos del esfuerzo anterior.
Ay, amá. Si esta mujer supiera que vive al borde de la muerte.
—Ese tío no la mató —dice Jon—. Eso está claro. O eso, o se merece seis Oscars.
—Te dije que era inocente. Pero estaba en el lugar inadecuado en el momento inadecuado. Tenía antecedentes de maltrato. Y es posible que también le levantase la mano a la víctima.
—He dicho que no la mató, no que sea inocente. Es un gañán, un machista y un cobarde. Y un mentiroso. Nos ha contado varias trolas, ha intentado manipularnos para quedar bien y hacerse el pobrecito.
—Nada de eso justifica que siga en la cárcel, Jon.
Lo que al inspector Gutiérrez le jode más no es que Antonia tenga razón. Lo duro es que no hace mucho se enfadó con ella por algo parecido, aunque desde el lado opuesto.
Es la actitud de ella la que no ha cambiado.
Jon es partidario de que los que matan se mueran de miedo, que ser cobarde no valga la pena. Antonia también, pero mirando el precio de la factura. Si en ella va a sufrir quien no lo merece, prefiere romperla.
Pero dar su brazo a torcer nunca ha sido plato de gusto para él.
Por eso, insiste.
—Puede que se asustara y dejara morir a la víctima, o que llevase algo encima que no quisiera que le encontrara la policía y dejase morir a la víctima.
—Es omisión del deber de socorro, con atenuantes. Llamó a la ambulancia.
—La dejó morir sola, Antonia. A una persona a la que se suponía que quería —dice Jon.
Bajo y grave.
Despacio.
No añade nada más, ni falta que hace. Es el tono en el que hablaría de un imposible, como un perro con tres cabezas o llevar una camisa azul marino con un jersey negro. Basta con enunciarlas en voz alta para dejar las cosas claras.
—Es cierto. Pero se ha comido ya unos años de cárcel, y no parece que le estén sentando muy bien.
—Ya te has encargado de cambiar eso, con el traslado al módulo de respeto.
—Jon, él no la mató.
—Eso ya lo sé —admite Jon.
—Tendremos que sacarle de ahí.
—Eso también lo sé.
La justicia no es satisfacción. Es la verdad en movimiento.
Y es nuestro puto trabajo.
—Pues nada —dice, con un largo suspiro—, ya hemos descartado a un madrileño. Nos quedan tres millones.
—Según el censo del año pasado, somos 3.397.174 —informa Antonia, siempre dispuesta a ayudar.
—Pues, si te parece, vamos casa por casa. Aún nos queda hora y media para resolver el crimen antes de que ese cabrón me mate.
El inspector Gutiérrez cierra con un resoplido que se queda colgando entre los dos. El sarcasmo y la resiliencia vascos se tambalean un poco cuando los minutos que te quedan bajan de las tres cifras.