Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Hay un cambio de planes. Si lo que parece es cierto —y la cara de Blázquez parece confirmarlo—, hablar de eso con una mujer le resultará muy difícil. Especialmente viéndole el pelaje al animal.

—Víctor —dice Jon, sentándose frente a él—, ¿estás teniendo problemas aquí?

El preso gravita hacia Jon, inmediatamente. Hay algo en su actitud —en su falta de ella, quizás—, que está demandando algo a gritos.

Antonia se levanta a su vez, va hacia la pared, se coloca de espaldas, y simula hacer una llamada en voz muy baja.

—Soy el cirio —dice Blázquez—. Eso pasa.

Jon no está tan familiarizado con el argot carcelario de la meseta como requiere la situación, y se le nota en la mirada.

—La puta del F. El palo de las tortas —le aclara el preso—. Siempre hay uno, ¿sabe? Siempre hay uno.

Se enciende otro cigarro, con manos temblorosas. Jon le echa una mano para encenderlo, persiguiendo la punta del cigarro con la llama.

Ahora todo le cuadra.

El módulo F es el de los hijos de puta. Si no ponen aquí a alguien débil, alguien que se lleve las hostias, se las dan entre ellos. Y cuando se las dan entre ellos, acaban muertos. Y eso queda fatal en las revisiones semestrales. Los muertos bajan muchos puntos.

Ha escuchado historias similares antes. De gente que ha ganado estancias full credit en Basauri, en Nanclares, en El Dueso. Historias que podría haber contado el guardián de un zoo, porque no hay tanta diferencia. Si dejas a un lobo por módulo, se convierte en el rey y la vida se hace muy jodida. Si los pones a todos juntos en el mismo, tienes que andar sacándoles pinchos del culo casi a diario. De lo contrario, ese mismo pincho acabará en la garganta de otro.

Así que dejan unas cuantas ovejas por módulo. Para que los lobos sacien su sed de sangre con ellas, pero sin que ésta llegue al río. O, aún peor, a los titulares.

—Cualquiera diría, al verte, que tú eres uno de los hijos de puta.

Es mentira, claro. Pero Jon no puede dejar de ver, superpuesta sobre la de la piltrafa humana que tiene enfrente, superpuesta la imagen del macho alfa de la foto. O la sangre de Raquel Planas Mengual en el suelo.

Manda cojones que este asesino de mujeres me haya elegido a mí como su protector, piensa Jon. Pues va más de culo que san Patrás, añade, con esa filosofía urbana, tan suya.

—Inspector, yo no soy así. Yo no tengo que estar aquí.

—No me digas más. Un hombre tranquilo, que busca la vida para él y los suyos. Injustamente acusado, ¿verdad?

—Yo no maté a Raquel. Pero da igual, a todo el mundo le da igual. Yo lo único que quiero es cumplir la pena, y hacer , como el gato, ¿mentiende? Pero a este paso, no voy a salir vivo de aquí. Me tienen enfilado.

—¿Quiénes?

—Todos. Todos. Pero dos sobre todo. Cuervajo, es un asturiano, un cabrón con pintas. Y Sergei, es un amigo suyo.

—¿Ruso?

—Qué va, de Moratalaz. Es un flipao. Qué más da de dónde sea. Me la tienen jurada.

—Algún motivo les habrás dado.

—¿Es que no me ha escuchado? No necesitan motivos. Lo que necesita la zorra esa de ahí fuera es un cirio. Para dar espectáculo en el patio y en las comidas.

—Ésas no son formas de hablar de la funcionaria, Víctor.

—Las formas. Las formas las tengo yo. Que le he pedido ayuda un montón de veces. «Señorita, me han roto la nariz. Señorita, me han roto el brazo. Señorita, ayúdeme.» Una mierda pamí.

Jon mira a Antonia, que sigue de espaldas a ellos. No parece dispuesta a ayudar. Le surge la duda de que fuera capaz de hacerlo. A pesar de que agarra una mano —vacía— con la otra, como si estuviese hablando por teléfono, puede notar el ligero temblor en la punta de los dedos extendidos de la mano izquierda.

—¿Es su jefa? —dice Blázquez, en voz baja, a Jon.

—Mi compañera.

—Es por si quiere decirle que aquí no hay cobertura, que puede dejar de hacer el indio.

Al inspector Gutiérrez se le queda una cara de boniato que, si le pones sal, ya tienes merienda. Luego, sin poder evitarlo, se echa a reír. Es una carcajada seca, contenida, una carcajada a su pesar. Su primera carcajada desde que lleva la muerte atornillada al esqueleto. En aquel pozo de angustia en el que están —a juego con el que él lleva dentro—, ese sonido puro, transparente, queda flotando un instante antes de diluirse como una gota de agua en un cubo de brea. Y, sin embargo, deja algo detrás. Una brizna de ligereza.

Jon se promete que nunca, jamás —viva mil años o hasta el final del plazo de White—, le dirá nada de lo que acaba de contarle el preso a Antonia Scott. Jamás.

O hasta que haya que aplicarle un correctivo, piensa Jon, aún sonriendo por dentro. Lo que pase antes.

En ese momento Antonia interrumpe sus ocasionales ajás y ujums a su teléfono imaginario. Se da la vuelta y se incorpora a la conversación.

—Vamos a hacer una cosa, Víctor. Usted responde nuestras preguntas, y yo me encargo de que le trasladen a un módulo de respeto.

Jon mira a Antonia sin poder creer lo que acaba de escuchar. Le gustaría recogerlas, pero es tarde, las palabras ya han impactado en el rostro de Blázquez. Primero sus ojos se iluminan con esperanza. Un módulo de respeto es el lugar más codiciado de la prisión. Seguro, limpio, muchas de las celdas son individuales. Las puertas de la cárcel están abiertas para sus internos durante un par de horas al día. Cualquier altercado da con su iniciador en un módulo normal, así que todos se comportan.

Tan sólo hay un pequeño problema.

Que es el que hace que los ojos de Bláquez se entrecierren con sospecha.

—No pueden hacer eso. Tengo un delito de sangre. Y violencia de género. No me lo van a dar.

A Jon le parece una idea pésima. Se supone que este tipo ha matado a su pareja. Pero ahí está su compañera, haciéndole promesas.

—Se sorprendería.

—Lo quiero por escrito. Cuando me trasladen, y luego hablo con ustedes.

—No es tan sencillo —dice Jon, meneando la cabeza.

El preso se echa hacia atrás y se cruza de brazos.

—Ya sabía yo…

—Tendrá que confiar en nosotros.

—Y dejarme llevar, ¿no? Ya me han dicho eso aquí un par de veces.

Jon se pone en pie, y tira del brazo de Antonia.

—¿Podemos hablar fuera?

Antonia se sacude el tirón de Jon de malos modos, pero le acompaña al pasillo. La jefe de servicio está esperándoles apoyada en la pared, con cara de concentración y la mirada fija en la pantalla de su móvil. A juzgar por los «Divine» y los «Sweet» que emite el auricular, el inspector Gutiérrez sospecha que no está exactamente trabajando.

—¿Han acabado ya? —dice, sin dejar de jugar.

—No, señora. Le avisaremos enseguida —dice Jon. Y luego, a Antonia, antes de que pueda recriminarle la manera en la que la ha sacado de la sala.

—¿A qué ha venido eso?

Antonia está muy tensa. Vuelve a tener esa mirada vidriosa y vacilante.

—No vuelvas a tocarme sin que yo lo sepa, y menos aquí —no lo iba a dejar pasar, claro—. No podemos decirle la verdad, Jon. Le concedería un poder enorme sobre nosotros.

—¿Y la mejor forma de conseguir que hable es regalarle lo que le has prometido?

—¿Por qué no? Hemos venido aquí con la premisa de que es inocente.

Jon aprieta los labios con cierta intranquilidad. Todo aquello no deja de provocarle muchas dudas.

—No sabemos eso. Sólo sabemos lo que White te ha dicho. ¿Y si este tipo es un secuaz suyo? ¿Alguien a quien quiere que liberemos por encima de todo?

Antonia mira a Jon. Mira a la puerta metálica de la sala seis. Mira de nuevo a Jon.

—Reconozco que el tipo no es exactamente un jugador de primera división —admite el inspector Gutiérrez, tras una breve introspección.

—Y aunque no lo fuera. No tenemos tiempo para hacer nada que no sea sobrevivir a esta noche. Por eso no te he contado nada de este caso antes.

El que no tiene tiempo soy yo, piensa Jon. También deberían ser mías las decisiones.

Pero dice otra cosa, porque los puntos ya no sólo le tiran, también le escuecen.

Antonia se acerca a la jefa de servicio, que sigue enfrascada en su videojuego.

—Disculpe —le dice Antonia.

—Un instante —responde ella—. Llevo ya una semana intentando pasarme este nivel. Y no hay manera.

Antonia le quita el móvil con suavidad, tanta que la jefa de servicio aún está mirándose la palma de la mano vacía cuando se da cuenta de que ya no lo tiene.

—¡Oiga!

Antonia no le escucha. Está ocupada moviendo el dedo a toda velocidad por la pantalla, aplastando caramelos. Cinco segundos después, le devuelve el aparato. La imagen muestra NIVEL COMPLETADO.

Antonia espera a que la jefa de servicio recoja la mandíbula del suelo, y luego le dice:

—Si no es mucha molestia, nos gustaría pedirle un favor.

Víctor

Raquel y yo estábamos enamorados. Pero enamorados de verdad. Bueno, yo más de ella, ¿sabe? Supongo. Nos conocimos en mi gimnasio, un par de años antes de… de eso. Ella vivía con su madre. Una vieja insoportable, la tipa, una pelleja de misa diaria. No, no nos mudamos juntos. A ver, ella dormía muchas noches en mi casa, sí, claro. Pero no podíamos vivir juntos. No, era sobre todo por su madre. ¿Cuántas? Yo diría que dos a la semana. En mi casa, sí. Fines de semana juntos, también. Unos cuantos. Le gustaba viajar, le gustaban los regalos. ¿Su trabajo? Iba por rachas. A veces sacaba bastante pasta, otras veces, pues menos. Era diseñadora de interiores, pero no siempre tenía curro. Dedicaba demasiado a cada proyecto. No, no es eso. Es… le ponía todo el alma, ¿mentiende? Yo le decía, Raquel, planéatelo, que luego lo pasas mal, pero ella ni puto caso, así era ella. ¿Celos? ¿Celos de qué? ¿Yo? No, me daba igual. Yo no le decía lo que tenía que hacer. A ver, si venía al gimnasio y pillaba a alguno de los clientes mirándole el culo cuando estaba en la estática, pues sí, no te jode, de piedra no es uno, eso está claro, vale, es que… no, no. No es eso. En tu cara… Pero que no, que yo no le decía nada. Discutimos, sí, pero nunca le puse la mano encima. Y no, no. Aquel día tampoco. Llevaba… llevaba un tiempo muy rara. Estábamos medio enfadados, pero no había motivo. A veces se rayaba, las pibas, a veces se rayan, no es que… no, no pasa nada… a ver. Serio, no. De esto que te dices por el Guas cosas que a lo mejor te pasas. Pero no iba en serio. El día que pasó era seis de junio… tres, tres días sin vernos. No, no era raro. Ya había… sí, una vez. De aquélla estaba con el tomatazo, y las pibas son como son, qué le voy a contar yo, inspector… Y esta baza, pues yo creo que lo mismo, que a lo mejor necesitaba hueco, sus cosas. ¿Muchos mensajes? No sé… alguno. A ver, hay que mostrar interés. Eso me decía ella. Te quiero porque eres como Don Quijote, jajajaja. El cabrón está loco, pero pone interés, jajaja. Sí, era… joder. Perdonen. Yo me reía mucho con Raquel, sí. Y bueno, pues sí, le mandé muchos guas, vale, y qué, no es que sea delito eso. (Silencio). Ah, pues no sabía. Pero vamos, que me contestó ella, me contestó, pues esa misma tarde, me dijo: «ven a casa de mi madre, quiero hablar contigo», y yo fui, claro. El gimnasio está cerca, en Alberto Aguilera. Sí, es franquicia. No, somos más socios, hay dos capitalistas. No, yo hice INEF… yo pongo el curro y ellos la pasta, sí. Pero se me daba bien, la gente, fidelizar… Muchas pijas, les van los tíos como yo, que tienen mazo calle encima. Yo soy de Estrecho, sí. Somos noblotes, sí, a lo mejor no mucha escuela, pero sí tenemos labia, y eso les priva. ¿Ligar? No, no. O sea, por mí, que bueno, lo de ligarse al monitor ya sabe la muesquita que todas se quieren marcar un poco, pero no. No, vamos. Sí, me mandó el guas y yo fui. ¿Enseguida? Pues claro, no te jode, hay que poner interés.