Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

—Es omisión del deber de socorro, con atenuantes. Llamó a la ambulancia.

—La dejó morir sola, Antonia. A una persona a la que se suponía que quería —dice Jon.

Bajo y grave.

Despacio.

No añade nada más, ni falta que hace. Es el tono en el que hablaría de un imposible, como un perro con tres cabezas o llevar una camisa azul marino con un jersey negro. Basta con enunciarlas en voz alta para dejar las cosas claras.

—Es cierto. Pero se ha comido ya unos años de cárcel, y no parece que le estén sentando muy bien.

—Ya te has encargado de cambiar eso, con el traslado al módulo de respeto.

—Jon, él no la mató.

—Eso ya lo sé —admite Jon.

—Tendremos que sacarle de ahí.

—Eso también lo sé.

La justicia no es satisfacción. Es la verdad en movimiento.

Y es nuestro puto trabajo.

—Pues nada —dice, con un largo suspiro—, ya hemos descartado a un madrileño. Nos quedan tres millones.

—Según el censo del año pasado, somos 3.397.174 —informa Antonia, siempre dispuesta a ayudar.

—Pues, si te parece, vamos casa por casa. Aún nos queda hora y media para resolver el crimen antes de que ese cabrón me mate.

El inspector Gutiérrez cierra con un resoplido que se queda colgando entre los dos. El sarcasmo y la resiliencia vascos se tambalean un poco cuando los minutos que te quedan bajan de las tres cifras.

—Jon —dice ella, al cabo de un rato.

—¿Qué?

—Confía en mí.

—¿Acaso sabes ya quién mató a Raquel Planas Mengual?

—No. No lo sé. Pero sé quien lo sabe.

Lo que hicieron entonces

La sala de pruebas ha cambiado.

Ahora es más grande. La silla está anclada al suelo con tornillos de doce centímetros. Del techo cuelgan cinco cintas de nailon negro. La más ancha está destinada a la cintura. Las otras cuatro, a las muñecas y los tobillos. Cada una de éstas tiene incorporado un electrodo en el extremo, al final de los velcros de sujeción. Ese electrodo puede soltar descargas de 50 voltios.

Hoy toca cintas.

A la mujer no le importan los electrodos. Se supone que no debe recordar nada de las sesiones de entrenamiento. Cuando comienzan, se sienta a la mesa. Hay un vaso de agua y dos cápsulas frente a ella. La roja la toma al principio, junto con la mitad del contenido del vaso. La azul la toma al concluir. Es la que se lleva los recuerdos.

Pero no siempre.

El recuerdo, por ejemplo, de que un minuto después de tomar la cápsula, dos hombres vestidos con monos azules la cuelgan de las cintas, cabeza abajo.

Comienzan a gritar en sus oídos. Uno a cada lado. Insultándola. Vejándola. Escupiéndola.

La voz de Mentor resuena por los altavoces.

—Del ruido, la mente surge.

La mujer respira hondo y cierra los ojos. Intenta aislar su mente de los gritos, de las amenazas. Uno de ellos ha sacado un cuchillo y se lo ha colocado en la garganta. Poco a poco, a medida que la droga va a haciendo efecto, el ruido va transformándose en su alimento.

Llenándola.

Se concentra en el koan. Una pregunta irresoluble que los maestros zen hacían a sus discípulos hace siglos, y que Mentor le hace ahora antes de cada sesión.

Del ruido, del caos, del miedo, la mente surge.

Abre los ojos.

La sesión comienza.

Una imagen aparece frente a ella en la pantalla. Once hombres en fila, mirando hacia la cámara. La imagen permanece menos de un segundo en el monitor.

—¿Quién tenía un tatuaje en el cuello?

—El número tres.

—¿Quién podía suponer una amenaza?

—El número ocho. Tenía una mano a la espalda.

—¿De qué color eran los tirantes del número ocho?

—Verdes. —Cae en la trampa ella, antes de comprender que el número ocho no llevaba tirantes. La descarga le atenaza manos y pies y le revuelve el estómago, hasta casi hacerla vomitar.

Las cintas ascienden hasta que la espalda y los talones de la mujer casi rozan el techo. Los hombres vuelven a gritar, a zarandearla.

Ella suelta un rugido rabioso, frustrado.

—A través de la calma viene el pensamiento —le advierte Mentor—, y necesitas pensamiento para detectar cosas. Ni siquiera necesitas una pistola. Y definitivamente no necesitas esa rabia. La rabia nunca puede resolver nada. La calma, sí.

—Déjate de cháchara y continúa —le interrumpe ella.

Una nueva imagen aparece en la pantalla. Esta vez son números. Ocho líneas de trece cifras cada una.

El cronómetro se activa bajo la pantalla, al tiempo que los números desaparecen. La mujer comienza a repetirlos, lo más deprisa que puede.

El cronómetro se para.

09:313.

—Ni un solo fallo. Esta vez casi me has impresionado.

Las cintas descienden veinte centímetros.

Las normas son claras. Una respuesta correcta, veinte centímetros. Si tocas el suelo, el entrenamiento termina. Si fallas, si no contestas suficientemente deprisa, recibes una descarga y asciendes hasta el techo, perdiendo todo el progreso.

En la cabina, Mentor se estremece cuando se da cuenta de algo.

La mujer no ha dejado de sonreír desde que han empezado. El sudor que le cae de la frente nubla sus ojos.

Ya sólo quedan dos metros y medio hasta el suelo.

Lleva la sonrisa pegada a la cara como un herpes. Igual de agradable.

16
Una madre

Cuando llegan al portal de Santa Cruz de Marcenado es casi la medianoche. Jon deja el coche aparcado en doble fila, y los dos se encaminan hacia el portal Antonia ha dedicado los últimos veinte minutos a explicarle a Jon Gutiérrez cuál es la estrategia que pretende seguir. Está, por decirlo de alguna manera, hilvanada con alfileres.

—Suponiendo que tu teoría sea correcta, tenemos que hacer que confiese antes de cincuenta y ocho minutos.

—Necesitaremos algo por donde entrarle.

—¿Alguna sugerencia?

—No tenemos perfil, ni apoyo, no tenemos nada. Habrá que improvisar.

Y cuándo no es fiesta, piensa Jon.

El edificio al que Antonia y Jon se acercan es impresionante incluso de noche. Todos los madrileños lo conocen, por distintos nombres. El edificio Princesa, San Bernardo, lo de los militares. Es imposible llegar a la glorieta Ruiz Jiménez y que la vista no se desvíe a la imponente estructura de hormigón, taladrada de balcones de los que cuelgan impresionantes enredaderas.

Más de medio siglo después de su concepción, el edificio —que no tiene nombre— es una de las estructuras más emblemáticas de Madrid. Pero pocos conocen su historia. El hombre que lo proyectó, Fernando Higueras, fue un paria para los franquistas, que le creían rojo, y un fascista para los rojos, ya que aceptó el dinero de los primeros. Murió muy pobre, muy solo, y muy español, que poco hay más nuestro que el talento arrumbado. Esta obra maestra cuyas escaleras de entrada suben ahora Antonia y Jon, fue la última piedra de su ataúd.

—Aquí estaba el antiguo Hospital de la Princesa —le explica Antonia, mientras se aproximan a la entrada—. Lo demolieron para levantar casas para los oficiales del patronato militar en los años setenta.

Jon se identifica ante el portero mostrando su placa, y éste les granjea el paso sin abrir la boca. Ni dónde van, ni qué horas son éstas ni qué se les ofrece.

—¿Los porteros de Madrid han perdido el toque, o qué pasa?

—Este lugar es un poco especial —dice ella, al notar su extrañeza.

—¿Has estado aquí antes?

—Una vez. De visita. Un contacto de Mentor. Pero sí, éste puede ser de los pocos sitios que quedan donde ese escudo que acabas de enseñar te abra todas las puertas.

La ligera satisfacción que había sentido Jon se vuelve prevención en cuanto escucha esto —si hay un ser humano que es un revoltijo de contradicciones es el inspector Gutiérrez—. Pero se le esfuma pronto.

Nada más franquear la portería y alzar la vista.

Y mirar hacia arriba, sin dejar de caminar.

La parte más visible —por dar a la plaza y a Alberto Aguilera— es, paradójicamente, la parte más pequeña del conjunto. En el interior, tal y como comprueba Jon, una calle divide en dos la manzana, dando espacio a un patio continuo, repleto de terrazas, jalonadas por enormes jardineras. Además del cristal, el único elemento constructivo es el hormigón, que va trazando círculos desde la última planta hasta alcanzar el patio, ensancharse un poco, y después convertirse en el garaje, subterráneo pero abierto hacia el cielo. El aire, muy frío en el exterior, es aquí suave, cinco o seis grados más cálido que en la calle. El ruido de los coches se ha desvanecido, y tan sólo se escucha el suave murmullo de las enredaderas.

—Esto es alucinante —dice Jon.

—Al que lo hizo lo tacharon de loco —responde Antonia, abriendo la puerta interior del portal al que se dirigen.

Gritando desde fuera, piensa Jon, avivando el paso. Porque nadie que ponga un pie en este lugar emplearía esa palabra.

Sigue Antonia al interior. Al final de un corto pasillo recubierto de espejos hay dos puertas, una de cristal y una metálica. Un ascensor y un montacargas.

Jon se pone inmediatamente en guardia.

—Aquí fue donde sucedió —dice.

Antonia aprieta el botón del ascensor, grande, de color blanco, con una luz tenue en su interior. Moderno, no debe tener más de siete u ocho años. El montacargas tiene un botón diferente, pero está esperando abajo.

—Subamos por separado —dice Antonia, abriendo el ascensor, cuando éste llega.

Jon entra en el montacargas —no es que esté gordo— y se fija que el interior es completamente distinto a lo que ha visto en el otro vehículo. Mucho menos lujoso, con el suelo de plástico, sin espejos.

Aprieta el botón del séptimo. Cuando llega arriba, Antonia está esperándole.

—Ha tardado mucho más —dice, enigmática.

Al salir del ascensor no se encuentran con las puertas de las viviendas, sino que éstas están al final de un pasillo largo. Jon camina mirando al suelo.

—¿Te has fijado?

Jon hace un gruñido de asentimiento.

Blázquez les ha dicho que la víctima abrió la puerta antes de que él llegara. Pero él no había llamado al telefonillo. Ni tampoco al timbre.

Supongo que me oiría llegar.

En el suelo hay una alfombra gruesa, de color verde. Las paredes son de madera clara.

Los zapatos italianos de Jon no arrancan ni un sonido de la moqueta.

Y las deportivas de Blázquez harían aún menos.

Hay cuatro puertas. Dos entradas de servicio, dos principales. Las del piso de Raquel Planas Mengual están a la derecha.

El timbre suena bonito. Antiguo. De los de campanilla de bronce, con su delicada pausa en medio. Timbre de postín.

Suena, pero nadie viene.

Jon llama de nuevo, con paciencia la primera vez. Algo menos la segunda. Al cabo de un minuto, se limita a dejar el índice de la mano derecha apoyado. Al cabo de dos minutos, incorpora a la mezcla el puño de la mano derecha. Los vecinos abren la puerta, alarmados, y Antonia les espanta con un volteo de su placa. La puerta se cierra enseguida.

En todos sus años de policía, Jon ha podido comprobar un curioso fenómeno, que se repite con pasmosa regularidad. Lo comentó con sus compañeros, y los fumadores le ofrecieron un símil. El autobús dobla la esquina cuando te enciendes el cigarro en la parada, pensando que tienes tiempo.

De la misma forma, justo en el instante en el que por tu cabeza pasa la idea de que la sospechosa no está en casa y que igual debes tirar la puerta abajo, es cuando se escucha una voz al otro lado de la madera.

—¿Quién es a estas horas?

—Señora Mengual, somos la policía —dice Jon, sosteniendo la identificación frente a la mirilla.

—¿Cómo sé que son de la policía y no ladrones?

—Señora, los ladrones no aporrean la puerta y despiertan a todos los vecinos.

La lógica incontrovertible consigue que la puerta se abra unos centímetros, los que le permite la cadena. Jon va a mostrarle de nuevo la identificación, pero Antonia se le adelanta.