Sentada en el coche, en la calle solitaria, con la música a todo volumen en sus AirPods —Los Ronaldos, Saca la Lengua, 1988—, Sandra piensa que apenas ha hecho otra cosa que esperar a este momento desde que White la liberó del manicomio.
Es curioso cómo la felicidad pura, sin adulterar, no deja poso en nuestros corazones, mientras que las aguas turbias de la tristeza manchan por doquier. Cada día que Sandra ha estado esperando a este momento ha sido un día de ansiedad, un día de agonía, desperdiciado. Es cierto que junto a él ha aprendido muchas cosas. Habilidades nuevas que no estaban en el libro de Mentor. Por ejemplo, apuñalar a alguien en la base del cráneo con un tenedor. Dejando que el cubierto se hunda hasta el mango en la carne blanda, alcanzando el bulbo raquídeo, matando instantáneamente. Lo ha podido practicar ya en dos ocasiones, ambas momentos especiales, que atesora con enorme deleite y que recuerda de tanto en tanto. Una, en una gasolinera, de madrugada. Ningún desafío, más allá de lidiar con las cámaras y demás molestias modernas. Otra, en una casa solitaria y apartada escogida al azar de un pueblo escogido al azar. Ninguno de los dos asesinatos había tenido otro propósito que el del mero desarrollo personal.
También había aprendido a manejar y detonar explosivos. No tan cercanos e íntimos como los objetos punzantes, pero, aun así, apasionantes. Le había enseñado un húngaro viejo y aburrido, del tamaño y forma de un metro cúbico. Al húngaro le faltaba medio brazo izquierdo —contra todo pronóstico, la pérdida había sido por sacar el brazo en mal momento conduciendo más borracho que un Mon Chéri—, lo cual había limitado sus oportunidades profesionales a la enseñanza.
El húngaro le había contado todos sus trucos sucios, los secretos pasmosos de quien usa la física y la química para causar el mayor daño posible. Había disfrutado con cada pequeño descubrimiento, con la sutileza y la astucia desapasionadas inherentes al oficio. La guinda del pastel fue, por supuesto, volar al propio húngaro cuando concluyó su entrenamiento. El viejo se lo tomó con sorprendente deportividad. Atado a una silla y todo, entre gimoteos, aún le hizo un par de observaciones sobre el detonador y el cartucho de dinamita que le había colgado del cuello.
Había habido encargos reales, por supuesto. No tantos como a ella le hubiese gustado. Todo el rato tenía la sensación de que White la trataba como a un cachorro con una correa corta.
Me sorprende que no me guarde en una caja por las noches, piensa, a menudo.
Pero White ejercía una extraña brujería sobre ella. Sandra intentaba buscar la confrontación a menudo con él, trataba de buscar su límite, sacarle de quicio. Incluso, en un momento de especial necesidad, había pretendido tener sexo con él. Ninguno de sus acercamientos, salidas de tono o excesos había obtenido resultado alguno. A veces intentaba engatusarla con esas palabras suaves, las que se emplean para atraer a un gato por el hueco de una valla. Pero casi siempre se limitaba a quedarse impasible.
La impasibilidad es un método de control más eficaz.
Eso Sandra lo ha descubierto desde el lado negativo de la ecuación. Pero ha averiguado otra cosa sobre White. Después de preguntarle una y otra vez por qué la ayudaba.
—Tengo un motivo egoísta, cosa que te conviene, porque los motivos egoístas son los únicos en los que deberías confiar —le había dicho.
El egoísmo es algo que Sandra es capaz de asimilar. Cuando por fin White comenzó a ejecutar el plan que había comenzado con Ezequiel, Sandra asumió el nombre que ahora ostenta.
También asumió que su propia venganza, su propósito particular, era un simple decorado. Un añadido dentro de un plan mayor.
Está dispuesta a jugar un poco más. Mientras le convenga.
Y luego…
Luego habrá cambios.
Spotify interrumpe la reproducción porque entra una llamada. Ella descuelga dando un golpecito en el auricular inalámbrico.
—Ejecuta mis instrucciones —ordena White.
—Aún no se ha cumplido el plazo que le has dado.
—Estoy cambiando las normas.
Eso sólo puede significar una cosa, piensa Sandra.
—¿Ya la ha descubierto?
—Lo hará en un par de minutos. Y después irá derecha hacia ti. Scott es más brillante de lo que imaginaba —hace una pausa y luego añade—: No preví que llegaría aquí tan pronto.
Sandra sabe por qué lo ha dicho. White no pronuncia ni una sola palabra que no haya pensado detenidamente antes. Sabe por qué alaba a su rival, a la mujer que odia por encima de todo. Es la manera en la que él cree que consigue provocarla, incentivarla, despertar en ella sentimientos de rabia y frustración.
No sabe que no es necesario. Que ella tiene un suministro interminable de ambos combustibles.
Ése es mi secreto. Siempre estoy rabiosa.
White es endiabladamente inteligente. Pero ella también. Y mientras él cree controlarla, ella ha ido jugando sus propias cartas. Mientras cree agitar un trapo rojo frente a ella, no se da cuenta de que también revela algo sobre sí mismo.
Nunca preví que llegaría tan pronto.
Es cierto. Este plan que va a ejecutar ahora Sandra es el cuarto de una lista de varias opciones. Hace meses, mientras preparaba las piezas para arrancar a Scott de la soledad de su ático, cuando disponía todo para que el juego comenzara, ni siquiera lo había considerado.
Lo que significa que el genio es falible.
Eso es lo que sucede con el control: no es unidireccional. Para tirar de los hilos de la marioneta, tienes que atarlos a tus propios dedos.
Y un día puedes encontrarte con que la marioneta empieza a tirar a su vez.
Sandra sonríe, no contesta. Opta por dejarle creer que su alabanza a Scott la ha alterado, como él pensaba. Y espera a que él hable. Un pequeño tirón del hilo.
—Será mejor que te pongas en marcha. Esto es lo que tanto estabas deseando.
—Puedes contar con ello —dice Sandra, sin dejar de sonreír.
Cuelga. Comprueba una vez más las dos pistolas, se ajusta la gabardina y se baja del coche. Sube la música en sus auriculares y comienza a andar hacia la parcela del final de la calle.
Nada hay de especial en ella.
Una nave industrial más, con un aparcamiento vallado, un nombre respetable de una empresa de fabricación de áridos, un edificio de aluminio arriba y cemento abajo.
14
Un cuestionario
Encontrarte con un ex, aunque no sea sentimental, siempre es una experiencia emocionante. Hacerlo a 13 minutos de que a tu nueva pareja le estalle una bomba en el cuello contiene aún más desafíos.
Por eso Antonia, mientras esperaban para entrar al complejo, dedicó unos pocos segundos a informarse. Una búsqueda en Google le llevó enseguida a un cuestionario de la revista Telva —Encontrarte con tu ex: cómo no quedar como una imbécil— , con información relevante para la situación.
Punto 1: Finge un encuentro casual.
Esa parte ya ha quedado cubierta con la irrupción en las clases y las dieciocho llamadas perdidas, así que Antonia pasa al siguiente.
Punto 2: Actúa con naturalidad.
—Las huellas que te di, para que averiguaras la identidad del hombre que me había abordado cuando estaba con Marcos. ¿Qué es lo que recuerdas?
El inspector jefe se incorpora un poco, se da una vuelta por el estrado y se ajusta un poco el cabello, había tres o cuatro pelos fuera de sitio.
—No gran cosa. Te di el expediente, ¿verdad?
Punto 3: Que no te note la ansiedad.
—Me lo diste. Pero necesito saber qué es lo que recuerdas tú. Es muy importante, Raúl.
Covas sonríe —una pequeña arruga de condescendencia se le forma en el pómulo— y mira de arriba abajo a Antonia. Debido a la diferencia de altura y del estrado, parece que está en un primer piso.
—Creía que tú no olvidabas nada.
Antonia ha desmentido ese mito en muchas ocasiones, tantas que ya se ha cansado de hacerlo. Y más teniendo en cuenta las circunstancias de aquella petición. Ella estaba sola, en su habitación del hospital. Había pasado una semana del atentado contra Marcos y ella. Raúl se pasó a verla, y ella le encargó que fuera a su casa a por la botella de cristal (ahora en un cajón de su escritorio, envuelta en plástico) y comprobase las huellas.
Raúl tardó otra semana en regresar. Para aquel entonces, Antonia apenas hablaba. La pena y la culpa había ido creciendo en su interior como una mala hierba, se había adueñado de todo. Casi no podía mover el brazo izquierdo, estaba hasta las cejas de tranquilizantes. Fragmentos de bala seguían aún dentro de ella, a la espera de una segunda operación, desgarrándola.
Y sí, Raúl le alargó un papel, le hizo un par de indicaciones, y eso fue todo. Pero Antonia apenas registró nada de aquel informe. Para aquel entonces ya había comenzado su descenso al infierno de la depresión y de las intenciones suicidas.
Pero Antonia se atiene al
Punto 4: Evita el drama.
y se limita a decir:
—Raúl, por favor. Esto es muy serio.
—Está bien —dice, tras una pausa—. No había mucha información. Comprobé las huellas, tal y como me lo pediste. El hombre se llamaba Enrique Pardo, era un empleado de banca que se había quedado en paro después de la crisis. Se tiró a las vías del metro un día antes de lo de tu marido. Así que lo descarté como sospechoso enseguida.
El siguiente punto del cuestionario se vuelve enseguida relevante.
Punto 5: No hagas reproches.
Porque Antonia puede sentirse un poco traicionada porque Raúl la dejara en aquella habitación del hospital como un caso perdido y que siguiera adelante con su carrera. Puede que eso le pese, quizás él tenga sus propias quejas, por supuesto. Egoístas, simplistas, infantiles, como suelen ser los hombres en general. Así que Antonia procura que no se filtre demasiado en su voz la carga emocional, e intentar hacer una pregunta desde el punto de vista exclusivamente profesional.
—Entonces, ¿cómo explicas que le hayan asesinado esta madrugada?
—¿Cómo? No… no puede ser —se sorprende Covas.
—Quizás el metro iba tan despacio como esta conversación —dice Jon, señalándole el reloj a Antonia, desesperado.
—Ni se llamaba Enrique Pardo ni se tiró al metro. Su nombre era Jaume Soler, un consultor informático que podría estar relacionado con el proyecto Reina Roja. ¿De dónde sacaste la información?
—¿Estás insinuando que no hice bien mi trabajo?
—No sería la primera vez.
—Te equivocas. Fui yo mismo al depósito a comprobarlo.
Jon no puede soportarlo más. Mira el reloj. Tan sólo quedan ocho minutos. Siente que se ahoga, así que se quita el abrigo y la chaqueta, abre la ventana situada junto a la mesa del profesor. La bandera de España apenas se agita un poco, pero la escasa brisa sirve para devolver algo de color al demudado rostro de Jon. Apoya en el alféizar de la ventana los enormes brazos, y estira el enorme cuello, en busca de oxígeno. La costura de la herida es visible desde ahí.
Antonia mira a su compañero, sintiendo también la ansiedad, la urgencia y la desesperación.
—Fuiste tú en persona al dep…
Antonia se detiene.
El mundo también.
Qué ciega he estado, piensa.
Karışkırkira.
En kirguís, idioma hablado por tres millones de personas en Asia central, el lobo disfrazado de mecedora en el que llevas un buen rato sentada sin verlo. El sentimiento de estupidez que te embarga cuando lo que estás buscando lleva delante de ti desde el principio.
Vuelve, despacio, la mirada, hacia la herida de Jon. Más visible, ahora que ha descendido la hinchazón y no está recubierta de sangre. Y se fija en la costura. De punto longitudinal. Hecha con aguja recta. Con dos puntos de apoyo proximales y dos distales. Una costura muy buena, casi impecable. Que se conoce en medicina como punto de Sarnoff, o punto colchonero.
Y, en un extremo, una nudatura en mariposa.
Una nudatura tan pequeña y tan perfecta es muy, muy difícil de hacer.
Y Antonia Scott sólo la ha visto ejecutar así a alguien. Con soberana maestría.
Qué ciega he estado, se repite.
—¿Quién te atendió en el depósito?
El inspector jefe Covas no recuerda el nombre. Pero sí la descripción. Para las caras de mujeres atractivas nunca ha ido mal de memoria.
INTERLUDIO
Un cronómetro
Jon muestra a Antonia el cronómetro con la cuenta atrás, cuando sólo quedan unos segundos para que todo acabe.
Para que todo acabe, piensa Jon.
Se agarran fuerte de la mano.
Qué muerte más hortera y miserable.
Quiere mirar a Antonia a los ojos, quiere despedirse de ella.