Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Definitivamente, no es un contable. La camisa es buena, cara. Los puños están ligeramente brillantes alrededor de los botones. La chaqueta es cómoda, pero no la usa para trabajar. Se sienta delante de un ordenador, pero no se la pone para ir a la oficina, no tiene la marca característica en la tela, ese abultamiento de los que la cuelgan, ni ese abombamiento de los que la dejan en el respaldo. Sólo se la pone para salir a la calle. Nada de corbata. Las uñas limadas, el pelo bien cortado.

—No sé de qué me está usted hablando.

—Sabe muy bien de lo que le estoy hablando, y yo también.

—Lo que me gustaría saber es su nombre.

—De lo que vengo a hablarle es de lo que necesita saber, no de lo que le gustaría.

Y así, el hombre extraño comienza a contarle una historia extraña y a todas luces falsa. Acerca de un asesino a sueldo. Un hombre extraordinariamente peligroso.

—Puede hacer pasar cualquier asesinato por una muerte accidental. Incluso los más complicados. Ha trabajado en América, en Oriente Medio, en Asia… Desde hace unos meses se ha instalado en Europa.

El hombre alarga una fotografía. Antonia no hace ningún ademán de cogerla, así que la deposita frente a ella. Entre el vaso de agua y el azucarero.

La foto está realizada desde lejos, y muestra a un hombre elegante de unos treinta y cinco años. Pelo rubio y ondulado. A punto de subirse a un coche. Antonia piensa que tiene cierto parecido con el actor escocés que salía en Moulin Rouge. Pero es difícil decirlo. La imagen es borrosa.

—Es la única foto que existe de él. De hecho, él no sabe que existe. De lo contrario, no hubiera parado hasta destruirla y matar a todos los que la han visto. Tiene un cierto gusto por lo teatral.

—¿Por qué me está contando todo esto?

—Porque este individuo es un demonio, señora Scott. Un ser implacable, de una inteligencia sobrehumana. Y hace falta alguien como usted para detenerle.

—¿Yo? Yo soy filóloga inglesa.

—Lo que no es usted, seguro, es actriz —dice el hombre, pasándose la mano por el estómago. Es evidente que está hambriento y sediento. Lleva siguiéndoles todo el día y no le había dado tiempo a pedir nada. Están en la terraza de uno de los mejores restaurantes de Madrid, en la azotea del edificio. Y la puerta del Sol, en pleno junio y a las cuatro de la tarde, hace honor a su nombre.

Antonia levanta el dedo, y uno de los camareros acude enseguida. Al cabo de un rato, regresa con una botella de agua para el hombre y un café para ella.

—Sigo sin comprender por qué me ha seguido durante todo el día. Podría acudir a la policía.

—Señora Scott, la mera existencia de este… ser, por llamarlo de alguna forma, es la razón por la que se creó el proyecto Reina Roja.

Definitivamente, informático. No es un ejecutivo, nada encaja en su forma de hablar ni de moverse. Un ingeniero, un consultor externo, deduce Antonia. El acento es de Barcelona. ¿Quizás uno de los involucrados en la nueva herramienta que comenzaron a testar antes de Valencia? Los ordenadores están en Barcelona.

—No es muy inteligente usar esas dos palabras en público.

—Estoy desesperado. Necesito su ayuda. Y, créame, no podrá usted negarse. No cuando le cuente lo que sé.

Antonia se inclina hacia delante en la mesa.

—Hable, entonces. Me quedan cincuenta minutos antes de la hora de la merienda. Empiece por su nombre. Empiece por decirme qué le vincula al proyecto Reina Roja. Y no me mienta. Si de verdad sabe quién soy, sabe que lo averiguaré.

El hombre se reclina hacia atrás, rehuyendo la proximidad de Antonia. Mira por encima del hombro, y hacia detrás. Las mesas se van vaciando, a medida que acaban de comer los clientes. A su alrededor ya no queda nadie.

—Aquí… aquí no —dice el hombre, sin embargo—. Ya hablaremos. Piense en lo que le he dicho.

Se levanta, con torpeza, haciendo chocar el respaldo de su silla con la más cercana. Y luego se marcha, sin mirar atrás.

Antonia permanece aún un rato más en la mesa, pensando en el extraño encuentro que acaba de tener lugar. No dice una palabra, salvo en el momento en el que se acerca el camarero para retirar la botella de agua vacía. Antonia se lo impide. Después coge una servilleta y agarra la botella por el cuello, evitando cuidadosamente tocar la parte inferior, allá donde el hombre ha puesto sus dedos.

7
Un billete

—Y eso fue todo —dice Antonia, que no ha apartado la vista de la ventana en todo el relato.

Afuera, el sol ha roto por el horizonte. Va a ser una de esas mañanas gélidas de Madrid. Ni una sola nube en el cielo, ni un atisbo de calor. Jon piensa, y no es el primero, que en el invierno madrileño el sol enfría más que calienta.

—¿Ya no le volviste a ver?

—No. Dos días después, White irrumpió en nuestra casa. Dejó a Marcos en coma. A mí, casi me mata. El resto ya lo sabes.

No, piensa Jon. No, el resto no lo sé.

No sé nada de esos tres años. No sé nada de lo que hiciste, de hasta dónde te hundiste.

No sé nada de cuánto te dejaste por el camino. De lo que perdiste entonces, ni de lo que estás ganando ahora. Porque recomponerte es como juntar un puñetero puzle, sin tener la foto de la caja. A oscuras. Con las manos atadas.

No lo sé, pero lo sabré. Como tú dices siempre. Si me dejas. Si me dejaras.

Jon quiere gritarle. Quiere abrazarla. Quiere estar a mil kilómetros de allí con una bomba de menos y una cerveza de más.

Pero el mundo no es la maravillosa fábrica del extravagante Willy Wonka. El único billete que ganas seguro no es de color dorado ni te lleva a un lugar mágico con ríos de chocolate, sino a uno bien distinto.

Y el billete de Jon tiene la hora de salida cada vez más cerca.

—Entiendo por qué no me lo has querido contar antes.

—Dos días, Jon. Tuve dos días completos de preaviso. Y aun así…

—No hiciste nada porque te parecieron las divagaciones de un loco. Pero aun así le tomaste las huellas, ¿no?

—Sí. Pero me dijeron que estaba muerto.

—Pues parece que no.

—Ya volveremos a eso. Primero averigüemos quién es la víctima. Lo más importante es saber quién lo ha matado, no mi relación con él —dice Antonia, apartándose de la ventana.

—Te equivocas.

Antonia se da la vuelta, con una expresión extraña en la cara. Más sorprendida que intrigada.

Que ella recuerde, Jon jamás le ha dicho algo así.

—Tu cerebro. La manera que tiene de funcionar… está programado para las evidencias —dice Jon, señalando a su cabeza—. A analizarlas y extraer conclusiones. Todo esto que estamos viviendo, todo este sinsentido, intentas recomponerlo en tu cabeza…

Como yo contigo.

—… pieza a pieza, por colores. Los qués y los cómos te apartan de lo más importante.

Antonia hace una pausa, mirando al suelo, como si la respuesta estuviera en un punto indeterminado entre los dedos de sus pies.

—De acuerdo. El porqué es lo más importante.

—No puede ser casualidad que este hombre fuera quien te hablara de White hace cuatro años y que ahora esté muerto. ¿Alguien tan celoso de su privacidad que elimina a todos los que saben de su existencia?

—¿Me estás diciendo que lo ha matado él?

—No tiene sentido. Si está cubriendo sus huellas matando a Soler, entonces, ¿por qué nos encarga resolver su asesinato?

—Un asesinato que sabía que se iba a producir. Recuerda que primero nos dio la dirección. Y sólo cuando estuvimos aquí nos mandó el segundo mensaje.

—Sigue sin tener sentido.

—Como parte de su juego, ¿entonces?

—Eso es una respuesta circular. Lo ha matado porque juega con nosotros. Deja fuera tu pregunta más importante. ¿Por qué?

Jon se lleva la yema de un dedo a los labios, como hace siempre cuando está a punto de lanzar alguna afirmación profunda.

—No tengo ni puta idea.

Antonia se frota la cara, se pasa la mano por el pelo —sin mejorar el desastre— y, finalmente, acaba por pronunciar la variante Scott de la misma afirmación que acaba de hacer el inspector Gutiérrez.

—Vamos a trabajar sobre lo que sí sabemos. El reloj corre.

8
Un cascanueces

Cuando regresan junto al cadáver, la doctora Aguado está recogiendo su instrumental. A Jon siempre le ha fascinado la multitud de trastos y cachivaches que lleva la forense encima. Reglas, escalímetros, cuerdas, lupas, cámaras, frascos con toda clase de polvos, productos químicos y reactivos, bolsas de plástico y recipientes vacíos de todos los tamaños. Le fascina que domine el manejo de todos aquellos elementos, pero aún más un detalle aparentemente menor. Cuando termina de trabajar, como ahora, vuelve a colocar cada uno de los elementos en sus dos maletines de acero, sin dejarse fuera ni un clip. Esa capacidad prodigiosa que uno puede comprender cuando compra un producto hecho en China, lo saca de su caja, comprueba que no funciona, e intenta meterlo de nuevo en la caja en idénticas condiciones a como se lo encontró.

—Poco me queda por hacer aquí. La escena del crimen está procesada, el resto de la casa se lo dejo a los de la científica, aunque no creo que haya gran cosa.

—Es un trabajo profesional —concuerda Antonia.

—Hubo algo que salió mal. Si no, los hubiera encontrado indefensos en la cama y matado sin tanto estropicio.

—Quizás la mujer viera algo —aventura Jon—. Tendremos que hablar con ella.

—Está en la UCI en La Zarzuela. Le he pedido a Mentor que le ponga custodia en la puerta. Si ella le vio, quizás el asesino quiera ir a concluir el trabajo. Yo mientras regreso al cuartel y pondré a todo el mundo a trabajar en esto. A ver si conseguimos algo.

—Gracias, doctora —dice Antonia.

Después de varios minutos inspeccionando la casa —tan convencional y aburrida desde el punto de vista policial como cualquier otra— por separado, ambos acabaron convergiendo al mismo tiempo en la puerta del despacho de Jaume Soler.

Era un lugar sorprendentemente sobrio. Una estantería cubierta con libros de lenguajes de programación y manuales de software. Jon se fija en que uno en particular tiene un nombre que le salta a la vista.

—Parece que el tipo también era escritor —dice, sacando uno de los tomos y mostrándole la portada a Antonia.

Deep learning and high-level programming languages, by Jaume Soler, Ph. D., reza en la portada. La ilustración muestra un sobrio dibujo de un cerebro formado con unos y ceros.

No hay más libros firmados por Soler, pero sí un montón de fotografías familiares. La más grande está colgada en la pared, cerca de la mesa. Una imagen del día de la boda de los dueños de la casa. Jaume parecía mucho más joven vestido de novio, con cara de idiota. Todos los novios ponen cara de idiota, pero ésta es de concurso, piensa Jon.

Es difícil deducir la felicidad de un matrimonio a través de las fotos, pero el inspector Gutiérrez ha desarrollado un cierto músculo para esto en sus años como policía. Un músculo que no parece estar flexionándose adecuadamente, ya que no es capaz de sacar conclusión alguna de lo que está viendo. El señor Soler tiene uno de esos rostros de los que no eres capaz de deducir si ocultan inteligencia o segundas intenciones. Algo que a Jon le pone particularmente nervioso.

Dentro de un rato verá lo acertado que está, aunque por ahora está demasiado ocupado con otra cosa que le produce disonancia cognitiva.

—Hay algo que no entiendo. Si este tipo es informático, ¿por qué no hay ni un solo Funko en las estanterías? Ni una figurita de Cazafantasmas, ni un triste y básico Darth Vader… ¿Algo?