Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

—Lo recuerdo —responde Antonia—. Justo antes de que me inyectaras lo que me inyectaste.

—Pues ya no.

Cuelga.

Antonia, no sabe muy bien por qué, cree que le acaba de pedir perdón.

Seis preciosos minutos les lleva alcanzar la puerta del edificio. Antonia hace algunas averiguaciones en la entrada, y finalmente arrastra a Jon por los pasillos hasta una de las salas de formación del lado oeste del complejo. Otros tres minutos.

Quedan 13 minutos.

Los dos irrumpen en la sala —pintada de verde vómito y con carteles motivacionales en las paredes—, encontrando a treinta y cuatro policías en chándal, muy extrañados. Y a uno más, de uniforme, subido en el estrado —pizarra con esquemas, bandera de España, retratos del rey titular y del fugado—, aún más perplejo.

La perplejidad se convierte en malestar cuando Jon anuncia:

—Venga, niños, al recreo. Tenemos que hablar con el profesor.

Los alumnos se levantan, despacio, mientras el profesor se vuelve hacia ellos, indignado. Da tres pasos y se agacha en el estrado, para susurrarles

—Éstas no son formas, Antonia.

—Inspector Gutiérrez, te presento al inspector jefe Raúl Covas —dice ella.

Jon no contesta. Ahora mismo está —potenciado por el estrés— bajo los efectos del síndrome de Stendhal. O su equivalente sexual, por más señas. El inspector jefe Covas, el antiguo compañero de Antonia, su primer escudero. Cincuentón, metro ochenta, pelo color caoba, ojos grises y hombros de rechupete. Jon contempla el cuerpo del policía como el que se queda atascado delante del mapa de Disneyland, sin saber dónde montarse primero.

Esto sí que es una razón para vivir, piensa Jon.

—Creo que la última vez que nos vimos me dijiste que sería la última vez que nos veríamos —Covas ignora a Jon, y se dirige a Antonia sin que apenas se le note el resquemor en la voz.

—Raúl, tenemos mucha prisa. La vida de un compañero depende de ello. Necesito hablar contigo.

Al oír aquello, el ceño de Covas se desfrunce un poco.

—¿Qué es lo que queréis?

—Hace cuatro años te hice un encargo. El último. Quiero que me cuentes todo lo que recuerdes.

13
Una espera

Nunca le ha gustado esperar.

¿A quién le gusta?

Por supuesto, si en la faceta conductual de tu diagnóstico psicopático pone «impulsiva, necesitada de sensaciones fuertes, inestable. Propensa a saltarse las normas y a incumplir responsabilidades y obligaciones», eso quiere decir que esperar te gusta algo menos de lo normal. Esperar la vuelve irritable, la encadena a un limbo extraño entre pausa y acción.

Como siempre, se muerde los padrastros de las uñas. Y, como siempre, le duele. Se da cuenta de que es un mal hábito. Como siempre.

Sentada en el coche, en la calle solitaria, con la música a todo volumen en sus AirPods —Los Ronaldos, Saca la Lengua, 1988—, Sandra piensa que apenas ha hecho otra cosa que esperar a este momento desde que White la liberó del manicomio.

Es curioso cómo la felicidad pura, sin adulterar, no deja poso en nuestros corazones, mientras que las aguas turbias de la tristeza manchan por doquier. Cada día que Sandra ha estado esperando a este momento ha sido un día de ansiedad, un día de agonía, desperdiciado. Es cierto que junto a él ha aprendido muchas cosas. Habilidades nuevas que no estaban en el libro de Mentor. Por ejemplo, apuñalar a alguien en la base del cráneo con un tenedor. Dejando que el cubierto se hunda hasta el mango en la carne blanda, alcanzando el bulbo raquídeo, matando instantáneamente. Lo ha podido practicar ya en dos ocasiones, ambas momentos especiales, que atesora con enorme deleite y que recuerda de tanto en tanto. Una, en una gasolinera, de madrugada. Ningún desafío, más allá de lidiar con las cámaras y demás molestias modernas. Otra, en una casa solitaria y apartada escogida al azar de un pueblo escogido al azar. Ninguno de los dos asesinatos había tenido otro propósito que el del mero desarrollo personal.

También había aprendido a manejar y detonar explosivos. No tan cercanos e íntimos como los objetos punzantes, pero, aun así, apasionantes. Le había enseñado un húngaro viejo y aburrido, del tamaño y forma de un metro cúbico. Al húngaro le faltaba medio brazo izquierdo —contra todo pronóstico, la pérdida había sido por sacar el brazo en mal momento conduciendo más borracho que un Mon Chéri—, lo cual había limitado sus oportunidades profesionales a la enseñanza.

El húngaro le había contado todos sus trucos sucios, los secretos pasmosos de quien usa la física y la química para causar el mayor daño posible. Había disfrutado con cada pequeño descubrimiento, con la sutileza y la astucia desapasionadas inherentes al oficio. La guinda del pastel fue, por supuesto, volar al propio húngaro cuando concluyó su entrenamiento. El viejo se lo tomó con sorprendente deportividad. Atado a una silla y todo, entre gimoteos, aún le hizo un par de observaciones sobre el detonador y el cartucho de dinamita que le había colgado del cuello.

Había habido encargos reales, por supuesto. No tantos como a ella le hubiese gustado. Todo el rato tenía la sensación de que White la trataba como a un cachorro con una correa corta.

Me sorprende que no me guarde en una caja por las noches, piensa, a menudo.

Pero White ejercía una extraña brujería sobre ella. Sandra intentaba buscar la confrontación a menudo con él, trataba de buscar su límite, sacarle de quicio. Incluso, en un momento de especial necesidad, había pretendido tener sexo con él. Ninguno de sus acercamientos, salidas de tono o excesos había obtenido resultado alguno. A veces intentaba engatusarla con esas palabras suaves, las que se emplean para atraer a un gato por el hueco de una valla. Pero casi siempre se limitaba a quedarse impasible.

La impasibilidad es un método de control más eficaz.

Eso Sandra lo ha descubierto desde el lado negativo de la ecuación. Pero ha averiguado otra cosa sobre White. Después de preguntarle una y otra vez por qué la ayudaba.

—Tengo un motivo egoísta, cosa que te conviene, porque los motivos egoístas son los únicos en los que deberías confiar —le había dicho.

El egoísmo es algo que Sandra es capaz de asimilar. Cuando por fin White comenzó a ejecutar el plan que había comenzado con Ezequiel, Sandra asumió el nombre que ahora ostenta.

También asumió que su propia venganza, su propósito particular, era un simple decorado. Un añadido dentro de un plan mayor.

Está dispuesta a jugar un poco más. Mientras le convenga.

Y luego…

Luego habrá cambios.

Spotify interrumpe la reproducción porque entra una llamada. Ella descuelga dando un golpecito en el auricular inalámbrico.

—Ejecuta mis instrucciones —ordena White.

—Aún no se ha cumplido el plazo que le has dado.

—Estoy cambiando las normas.

Eso sólo puede significar una cosa, piensa Sandra.

—¿Ya la ha descubierto?

—Lo hará en un par de minutos. Y después irá derecha hacia ti. Scott es más brillante de lo que imaginaba —hace una pausa y luego añade—: No preví que llegaría aquí tan pronto.

Sandra sabe por qué lo ha dicho. White no pronuncia ni una sola palabra que no haya pensado detenidamente antes. Sabe por qué alaba a su rival, a la mujer que odia por encima de todo. Es la manera en la que él cree que consigue provocarla, incentivarla, despertar en ella sentimientos de rabia y frustración.

No sabe que no es necesario. Que ella tiene un suministro interminable de ambos combustibles.

Ése es mi secreto. Siempre estoy rabiosa.

White es endiabladamente inteligente. Pero ella también. Y mientras él cree controlarla, ella ha ido jugando sus propias cartas. Mientras cree agitar un trapo rojo frente a ella, no se da cuenta de que también revela algo sobre sí mismo.

Nunca preví que llegaría tan pronto.

Es cierto. Este plan que va a ejecutar ahora Sandra es el cuarto de una lista de varias opciones. Hace meses, mientras preparaba las piezas para arrancar a Scott de la soledad de su ático, cuando disponía todo para que el juego comenzara, ni siquiera lo había considerado.

Lo que significa que el genio es falible.

Eso es lo que sucede con el control: no es unidireccional. Para tirar de los hilos de la marioneta, tienes que atarlos a tus propios dedos.

Y un día puedes encontrarte con que la marioneta empieza a tirar a su vez.

Sandra sonríe, no contesta. Opta por dejarle creer que su alabanza a Scott la ha alterado, como él pensaba. Y espera a que él hable. Un pequeño tirón del hilo.

—Será mejor que te pongas en marcha. Esto es lo que tanto estabas deseando.

—Puedes contar con ello —dice Sandra, sin dejar de sonreír.

Cuelga. Comprueba una vez más las dos pistolas, se ajusta la gabardina y se baja del coche. Sube la música en sus auriculares y comienza a andar hacia la parcela del final de la calle.

Nada hay de especial en ella.

Una nave industrial más, con un aparcamiento vallado, un nombre respetable de una empresa de fabricación de áridos, un edificio de aluminio arriba y cemento abajo.

14
Un cuestionario

Encontrarte con un ex, aunque no sea sentimental, siempre es una experiencia emocionante. Hacerlo a 13 minutos de que a tu nueva pareja le estalle una bomba en el cuello contiene aún más desafíos.

Por eso Antonia, mientras esperaban para entrar al complejo, dedicó unos pocos segundos a informarse. Una búsqueda en Google le llevó enseguida a un cuestionario de la revista TelvaEncontrarte con tu ex: cómo no quedar como una imbécil— , con información relevante para la situación.

Punto 1: Finge un encuentro casual.

Esa parte ya ha quedado cubierta con la irrupción en las clases y las dieciocho llamadas perdidas, así que Antonia pasa al siguiente.

Punto 2: Actúa con naturalidad.

—Las huellas que te di, para que averiguaras la identidad del hombre que me había abordado cuando estaba con Marcos. ¿Qué es lo que recuerdas?

El inspector jefe se incorpora un poco, se da una vuelta por el estrado y se ajusta un poco el cabello, había tres o cuatro pelos fuera de sitio.

—No gran cosa. Te di el expediente, ¿verdad?

Punto 3: Que no te note la ansiedad.

—Me lo diste. Pero necesito saber qué es lo que recuerdas tú. Es muy importante, Raúl.

Covas sonríe —una pequeña arruga de condescendencia se le forma en el pómulo— y mira de arriba abajo a Antonia. Debido a la diferencia de altura y del estrado, parece que está en un primer piso.

—Creía que tú no olvidabas nada.

Antonia ha desmentido ese mito en muchas ocasiones, tantas que ya se ha cansado de hacerlo. Y más teniendo en cuenta las circunstancias de aquella petición. Ella estaba sola, en su habitación del hospital. Había pasado una semana del atentado contra Marcos y ella. Raúl se pasó a verla, y ella le encargó que fuera a su casa a por la botella de cristal (ahora en un cajón de su escritorio, envuelta en plástico) y comprobase las huellas.

Raúl tardó otra semana en regresar. Para aquel entonces, Antonia apenas hablaba. La pena y la culpa había ido creciendo en su interior como una mala hierba, se había adueñado de todo. Casi no podía mover el brazo izquierdo, estaba hasta las cejas de tranquilizantes. Fragmentos de bala seguían aún dentro de ella, a la espera de una segunda operación, desgarrándola.

Y sí, Raúl le alargó un papel, le hizo un par de indicaciones, y eso fue todo. Pero Antonia apenas registró nada de aquel informe. Para aquel entonces ya había comenzado su descenso al infierno de la depresión y de las intenciones suicidas.

Pero Antonia se atiene al

Punto 4: Evita el drama.

y se limita a decir:

—Raúl, por favor. Esto es muy serio.

—Está bien —dice, tras una pausa—. No había mucha información. Comprobé las huellas, tal y como me lo pediste. El hombre se llamaba Enrique Pardo, era un empleado de banca que se había quedado en paro después de la crisis. Se tiró a las vías del metro un día antes de lo de tu marido. Así que lo descarté como sospechoso enseguida.