Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

7
Una espantada

—Te están esperando dentro —dice Jon, cuando Antonia se separa de él.

Antonia se seca los ojos, vuelve a sorber por la nariz y le da más uso al pañuelo. Luego abre la puerta del copiloto, ve el desastre que ha causado en la tapicería, se lo piensa mejor y se sienta en la parte de atrás.

Jon golpea, suavemente, el cristal.

Antonia lo baja.

Jon se apoya en la puerta.

—La escena ya está limpia. Tenemos que…

—No vamos a volver ahí dentro —contesta ella, sin mirar.

—Antonia…

—No. Ya sabemos quién ha sido.

—Antonia…

—¿Quién está al mando de la escena?

Jon mira por encima de su hombro, y se da cuenta de que no tiene una respuesta.

—No lo sé. Había alguien de la policía, pero estaba discutiendo con uno del CNI. Había una juez en camino, también…

—Exacto.

Jon comprende, de pronto, lo que Antonia está pensando. Normalmente ellos llegaban a cualquier escena del crimen por la puerta de atrás, sin preguntar a nadie y sin pedir permiso. Si surgía cualquier clase de problema, tan sólo tenían que hacer una llamada. A los pocos minutos, milagrosamente, todas las puertas se abrían, todas las barreras caían, todos los baches se allanaban.

El problema es que la persona que hacía las llamadas yace ahora en el suelo de hormigón de la nave, cubierto por un charco de su propia sangre.

—No podemos dejarle ahí solo, Antonia.

Ella mira a su alrededor, a todos los extraños que entran y salen de la nave, las caras desconocidas, las luces estroboscópicas. El caos que les devorará sin remisión, si no juegan bien sus cartas.

—En esta escena del crimen no somos investigadores, Jon. Conocemos a las víctimas, sabemos quiénes son los asesinos. Ahora somos personas de interés.

—Pero…

—Si entramos ahí, no saldremos. Nos meterán en una sala de interrogatorios, y no es como si tuviéramos tiempo que perder —dice ella, señalando a su cuello.

—¿Y qué propones, entonces?

—Volar bajo. Durante un rato. Necesito pensar.

El inspector Gutiérrez tamborilea con los dedos en el techo, ponderando lo que ha dicho Antonia. Por desgracia, es cierto. Sin su paraguas habitual, no son más que un humilde funcionario oficialmente suspendido y una filóloga en paro.

—Nos buscarán, igualmente.

—Tendremos que ser fugitivos, durante unas horas. No será la primera vez.

Jon sonríe, a través del cansancio, y rodea el coche. Se sienta al volante y mira por encima del hombro hacia el asiento trasero.

—¿Adónde vamos, miss Daisy?

Antonia le devuelve la mirada, con un desconcierto rayano en la indefensión.

—No importa —dice Jon—. Conozco el lugar ideal para una mujer de tu categoría.

8
Un Toblerone

La estación de servicio Repsol de la avenida de Aragón, enfrente de la ITV, puede no figurar en la Guía Michelín ni haber ganado ningún premio en TripAdvisor, pero a cambio tiene colesterol envasado de primeras marcas. Incluso el nuevo Toblerone relleno de Funduk, que está haciendo furor.

Antonia coge los veinte euros que le alarga Jon y se hace con todas las chocolatinas que puede. Se las come, sentada en el banco cercano a los servicios, tan cercano que puede escuchar el sonido de las cisternas.

Jon, entretanto, lava el coche. Le pasa la aspiradora por dentro, lo limpia bien y lo rocía con ambientador hasta que huele a vómito con vainilla, en vez de sólo a vómito.

Cuando acaba, entra a ver qué puede encontrar que no sea mortal. Un vistazo al mostrador le confirma lo que temía: la comida es tan mala que se puede ver a los estreptococos correr por el mostrador huyendo de ella. Al final se resigna a deleitarse con un bocadillo de lomo reseco, la opción menos repulsiva que ofrece la amplia carta del establecimiento.

—Si Mentor te viera comiendo eso… —dice Antonia.

Jon se saca un hilo de lomo de la boca para poder contestar.

—Si no se hubiera dejado matar, no estaríamos aquí, semifugitivos.

—De nuevo haces eso —responde ella, tras un silencio largo.

—¿El qué?

—Eso que haces. No es gracioso.

—Cari, tú no reconocerías lo gracioso ni aunque te estuviese pateando el culo. Y las bromas son un mecanismo de manejo del dolor.

Antonia se mete el último triángulo de Toblerone en la boca, lo mastica despacio, considerando muy seriamente lo que Jon acaba de decirle.

—¿Crees que podrías enseñarme?

—No.

Jon arruga el papel rojo y blanco del bocadillo, intenta encestarlo en la papelera cercana, falla, se agacha a recoger el papel, se limpia el resto de las migas de la chaqueta, regresa junto a Antonia que continúa aguardando, expectante.

—No me mires así. No puedo enseñarte eso.

—Me enseñaste lo de los tacos.

—No es lo mismo.

—Explícame por qué.

—Porque no es lo mismo. Porque el dolor es personal, y el humor también. Sólo tú eres dueña de esas dos cosas.

—No lo entiendo. ¿Harías un chiste si yo me muriera?

Jon, que ha pasado noches enteras en vela sufriendo por la posibilidad de que eso sucediera. Que ha tenido que apartarla de la trayectoria de un todoterreno en marcha. Que ha recibido más de un disparo por su culpa. Que ha saltado de un tejado para salvarla y un cierto número de cosas más que no viene al caso, piensa en cómo se rompería su corazón si esa cosa minúscula de pelo sucio desapareciera del mundo.

—Aún no estarías fría del todo, y ya me estaría riendo —asiente, muy serio.

Antonia suelta una carcajada. Lo cual es un fenómeno más extraño que el cometa Halley. Tiene una risa preciosa, cristalina, armónica. Contagiosa, incluso. A pesar de ello, Jon considera su sagrada obligación mantener los labios rectos y las mandíbulas apretadas.

—¿Qué te parece tan gracioso? —dice, entre dientes.

—El algor mortis. El frío de la muerte. Se calcula con la ecuación de Glaister. Por un método muy concreto.

—¿Qué es?

—Un termómetro en el recto.

La sagrada obligación de Jon se va al carajo.

Ríe.

Ríe con todas sus fuerzas, de la fragilidad de la existencia, de los termómetros en el culo y de su propia indefensión.

Ríe, y Antonia se une a él, hasta que los dos acaban llorando.

—No quiero quedarme aún más sola —dice ella.

—Ya lo sé.

—No, no lo sabes, Jon. Hay algo que no te he contado.

Y Antonia le explica qué es lo que estaba haciendo la noche en la que él desapareció. Lo que iba a contarle cuando Sandra le drogó, le metió en un coche y se lo llevó.

Cómo tomó la decisión más difícil de su vida. Desconectar la máquina que mantenía a Marcos con vida.

Le cuenta cómo su cuerpo se había deteriorado todavía más en estos meses. Sus miembros se habían encogido, su piel se había vuelto opaca y flácida. Haciendo visible el diagnóstico. Los médicos le habían desahuciado hace años. Ninguna posibilidad, dijeron. Y Antonia no les creyó. Le dio la espalda a la razón, porque era demasiado orgullosa para admitir un error irreparable.

—Luego te conocí a ti, y lo cambiaste todo —le dice.

Le cuenta cómo Jon había vuelto a conectarla con la vida. Con la posibilidad de equivocarse. No le habla de su ritual diario, de su deseo de muerte, de sus tres minutos. De lo que la mantiene cuerda. Porque hay territorios del alma que no pueden ser compartidos, por mucho que quieras y confíes en la otra persona.

Le cuenta lo que ha significado volver a sentirse viva, sólo para ver cómo todo lo que amaba era destruido o se ponía en riesgo.

—Primero Marcos, luego Jorge, luego Mentor. Ahora tú.

Jon escucha el relato, en silencio.

Cuando ella termina, le cuenta uno a su vez.

—Sé lo que significa creer que tienes la culpa de todos los males del mundo. Tengo un amigo que se echó al monte con ocho años. Llevaba dos vueltas de chorizo, media barra de pan y una bota medio llena de Fanta Naranja. Todo porque un chaval en el colegio le decía a mi amigo que su padre se había marchado de casa por su culpa. Antes de la segunda noche dos guardias civiles lo sacaron a rastras de un aprisco. Que, si es por él, ahí se hubiera quedado.

Antonia lo piensa un momento y mira a Jon con ternura, sin decir nada.

—Mira, te lo voy a decir. El amigo soy yo —aclara él.

—Ya lo había adivinado.

—Realmente eres la mujer más inteligente del mundo —ironiza Jon. Y luego se pone serio—. Pero no tienes que ser la más solitaria.

Ella sonríe, una tímida sonrisa de agradecimiento, y se pone en pie.

—¿Puedo saber por qué me cuentas esto ahora? —dice Jon.

—Porque te has dejado el móvil en el coche.

El inspector Gutiérrez se palpa el bolsillo, extrañado. Luego mira a Antonia, que tampoco tiene su bolsa bandolera. Mira al coche, aparcado cerca del autolavado. A unos diez metros.

—No te entiendo.

—Esto era muy personal. No quería que él lo oyera.

Entonces Jon rebobina. Hasta el instante en el que se despertó sin teléfono en una silla de ruedas. Adelanta unos capítulos. Hasta la ocasión en la que Aguado le dio un nuevo terminal, con el mismo número.

Suma esos dos momentos, y les añade la certeza líquida, difusa y etérea, de que White siempre parece saber dónde están en cada segundo.

Que va siempre dos pasos por delante de ellos.

Como si…

—Jooooder.

—Exacto.

—¿Nos ha estado escuchando desde el principio?

Antonia asiente, despacio. Dejándole hueco para que vaya llegando a las conclusiones, por sí mismo. A veces tiene consideración. No muchas.

—¿Usando el micrófono de mi móvil?

Otro asentimiento.

—Y quizás también el mío. Me he quitado todo. El iPad, el teléfono, el reloj. Todo se ha quedado en el coche.

Jon menea la cabeza con incredulidad.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Lo he sospechado desde que empezó todo. Porque es exactamente lo que yo hubiera hecho. Saberlo, lo sé desde hace un rato.

—¿Cómo?

—Aguado ha usado una frase que tú me dijiste en casa de Soler. «Cerebro programado para las evidencias.»

—Tú y yo estábamos en otra habitación. No había forma de que ella lo escuchara —dice Jon.

—Creo que lo ha hecho intencionadamente para avisarnos, sin que White lo sepa.

Jon respira hondo, y cuando exhala el aire lo hace con un suspiro que agita las hojas muertas, un envoltorio de caramelos y uno de esos trozos de papel, con el que te limpias las manos después de echar gasolina, que hay por el suelo.

—Eso no la exime de culpa, en absoluto.

—No. Pero creo que, al final, quería ayudarnos.

—Espera un momento —dice Jon, que sigue asimilando poco a poco la nueva información—. Eso quiere decir que… si sabes que nos estaba escuchando desde el principio…

—No te lo he dicho, porque se te hubiera notado, Jon.

—Cari, que tú no sabes mentir —dice el inspector, con el rostro encendido—. Que eres la peor mentirosa que he visto.

—Y tú no sabes camuflar tus emociones.

Jaque mate.

La muy cabrona.

Jon tiene que admitir que, de haberlo sabido, con todo por lo que han pasado, por todo por lo que han sufrido, y dado su historial personal de confrontación —de liarse a hostias, en cristiano— con los obstáculos que se le presentan en la vida, a lo mejor se le hubiera notado.

Por lo que sea.

—Entonces… todo eso que has dicho sobre no tener ni idea de por dónde vamos, ni qué hacer, ni nada de eso, era…

—En su mayor parte, verdad.

—En su mayor parte —remeda él, con acento sombrío.

—Creo que intuyo lo que está pasando. Algo, al menos.

—Y no vas a decirme nada, ¿verdad?

—Si ya lo sabes, ¿para qué preguntas? —dice Antonia, con una mirada de pura inocencia.