Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

El pánico que siente ahora, con los nudillos blancos por el esfuerzo de agarrarse a las manijas, y los pies muy afianzados en el suelo del coche, es bien distinto. Ahora todo lo que ve a su alrededor —las farolas, los demás vehículos, el quitamiedos tan parecido a aquel que Antonia había atravesado hace unos meses— le parece una amenaza.

Reconocer las distintas clases de miedo. Otra de las pequeñas experiencias que le debo al señor White.

—Ahora en qué estoy, ¿en la fase del miedo?

—¿De qué hablas? —dice Antonia, que no aparta los ojos de la carretera.

—De la doctora Kubrick esa. Las fases del duelo. Negación, miedo, todo ese rollo.

—Kübler-Ross. Para tu información, esa teoría está bastante en entredicho.

Jon contiene una carcajada de asombro.

No me lo puedo creer. Una broma doble, aunque sea involuntaria. Ni puta gracia ninguna de las dos, pero aun así, demos gracias al cielo por las pequeñas victorias.

—A lo mejor vivo suficiente para que me hagas reír, cari.

Aunque, visto lo visto, piensa, cuando el coche pasa a tan sólo unos milímetros de un Golf que parece clavado al asfalto, lo dudo mucho.

Nueve minutos antes

La felicidad está en las cosas pequeñas.

Eso es, al menos, lo que proclama la taza, regalo de una compañera de trabajo por su cumpleaños, hace un par de semanas. Aura reflexiona sobre ello, mientras le da un sorbo a su infusión. Es la sexta que le regala. Según ella, irónicamente.

Esa taza —obstinarse en acabarla— va a salvarle la vida a Aura esta noche, aunque ella aún no lo sepa.

Aura tiende a dejarse las tazas olvidadas junto al microondas, en una esquina de la mesa del salón, y en varios puntos estratégicos por la casa. Por las mañanas suele dedicar unos minutos a ir en busca y captura de esos testimonios de su despiste, en varios estados de abandono. Tres cuartos, mitad, y, muy a menudo, para su vergüenza, completamente llenas.

La idea es recogerlas y vaciarlas antes de que llegue la asistenta y se lo recrimine con una sonrisa despiadada y un «Ay, señora», que a Aura le genera una profunda incomodidad.

Tras la búsqueda suele formarse un pequeño campo de concentración junto al fregadero. Las tazas —con sus mensajes motivadores en colores pastel, parcialmente tapados por el hilo del que cuelga el papel con la marca y el tipo de infusión— le recuerdan a una rueda de identificación de esas que salen en las películas, en las que el prisionero sostiene un cartel con numeritos.

La felicidad está en las cosas pequeñas.

Esa noche, la felicidad está en la novela, que la mantiene despierta hasta muy tarde —necesita llegar al clímax— y en un rooibos que se está empeñando en tomar, a pesar de que se ha quedado frío. Al contrario que ella. Como siempre, antes de que le baje la regla, el cuerpo le reclama necesidades perentorias. Jaume no ha sido de mucha ayuda hoy. Ha llegado muy cansado de la oficina, y después de cenar se ha quedado grogui en el sofá. A duras penas ha logrado reunir fuerzas para alcanzar la cama y ponerse el pijama antes de desplomarse.

Los ocho años de diferencia —ella cuarenta y tres, él cincuenta y uno— ya se empiezan a notar. Aún le funciona todo en los sitios adecuados, pero ya empieza a notarse cierta desgana, una incipiente blandura.

Aura se pregunta cuánto tiempo queda antes de que empiecen a dormir en camas separadas. Se siguen queriendo —la masa crítica de dieciséis años de matrimonio, una hipoteca, dos preciosas niñas— y son razonablemente felices. A ratos, bastante. Aura no es capaz de identificar ni un solo motivo por el que no permanecer al lado de ese hombre que ronca a su lado, tapado con el edredón, durante el resto de su vida. Su matrimonio no es perfecto —¿cuál lo es?—, pero las amenazas suelen ser externas. Rachas malas en el trabajo, en la familia extendida, o porque el mundo se pone del revés, simplemente. Pero ellos se quieren, y eso es más de lo que tienen muchos.

Lo cual, sin embargo, no soluciona el problema inmediato de Aura, y es que está —por citar a su amiga Mónica— cachonda como una perra. Mónica tiene tres hijos, cero maridos, y una libido de lo más saludable. Fue ella precisamente la que le regaló el juguete que ahora mismo necesita.

—Soluciona todos tus problemas. Treinta segundos. Pim, pam, y a otra cosa.

Al principio, a Aura le había dado una cierta vergüenza. Nunca ha sido demasiado pacata con respecto al sexo. Lo normal en una familia tirando a conservadora, pero con ínfulas de modernidad. De colegio privado, pero conversaciones en los cuartos de baño. De ahí a que te regalen un Satisfyer por tu cumpleaños, en mitad de un rodizio —¡barra libre de caipiriñas, 45,95!—, pues hay una cierta distancia.

Al abrir el paquete, y ver lo que era, volvió a taparlo enseguida, con un leve rubor en las mejillas. Pero las otras cinco invitadas —dos compañeras de trabajo, una prima, la hermana de Aura— enseguida lo reconocieron y se pusieron a glosar las bondades del aparato con una alegría y una naturalidad desconcertantes. Aura sintió por un momento, con un ramalazo de frustración, que se había quedado un poco antigua. Así que ahora se podía hablar de eso. Para defenderse, dijo que, por la descripción, parecía una aspiradora.

Aun así, lo metió en la bolsa y se olvidó de él. Hasta que, un par de días después, en una mañana de sábado —las niñas en clase de tenis, Jaume jugando al golf— el regalo volvió a su cabeza. Ella se dio una ducha, y al aparato una oportunidad. Lo aplicó en el lugar apropiado, con cierta desilusión durante los primeros veinte segundos. Y, de pronto, oooh, fuegos artificiales.

No es que el invento la volviese loca —en su mente se estableció al instante la comparativa entre una paella de bogavante y un arroz instantáneo—, pero Aura es gestora de fondos de inversión en banca privada, con una rentabilidad media interanual para sus clientes del 8,32 por ciento. Sabe muy bien reconocer el valor añadido cuando lo tiene delante.

Lo que nos lleva al siguiente problema. Y es que el dichoso cacharro no está, precisamente, a mano. Lo había guardado en su bolsa de gimnasio, en el baño de la planta baja, a salvo de miradas indiscretas. Por desgracia, también a un paseo.

Por un momento, Aura se plantea dejarlo correr —jajá, se ríe ella sola, por dentro—. Por no desvelarse. Porque se está a gustito en la cama, bajo el hechizo de Dan Brown. Si es su autor favorito es porque lleva dos décadas publicando una y otra vez la misma novela. Aura gana cada año un bonus de seis cifras precisamente porque sabe reconocer el valor añadido en lo predecible.

Pero la urgencia acaba imponiéndose.

La felicidad está en las cosas pequeñas, con batería de litio, se dice para animarse.

La mejor decisión que tomará en su vida, cortesía de Mr. Wonderful. Chúpate ésa, realidad.

Aura desliza un pie fuera de la cama, con cuidado de no despertar a su marido. Nota un escalofrío cuando su pulgar desnudo busca a tientas las zapatillas. El suelo radiante está programado para bajar el consumo energético de noche. No consigue encontrarlas, y le da pereza agacharse debajo de la cama, así que decide ir descalza.

La segunda mejor decisión que tomará en su vida, cortesía de la vaguería. Chúpate ésa, voluntarismo.

Aura sale de la habitación, pasa por delante de las de las niñas, y alcanza la escalera. Es el orgullo de la casa. Preciosos escalones volados de cebrano, una madera muy llamativa y cara de importar, algo menos si se usa algún truqui, le había dicho el carpintero. El truqui consistía en pagar en efectivo, sin molestas facturas. Aura y Jaume, gracias al truqui, se pudieron permitir una preciosa escalera, muy firme, con una madera noble muy hermosa. Y no cruje nada, añadió el carpintero.

La tercera mejor decisión de su vida, cortesía de la evasión fiscal. Chúpate ésa, responsabilidad.

Aura está a mitad de la escalera cuando se da cuenta de que algo sucede.

Algo malo.

Hay una diferencia importante entre las personas que viven en un piso y los que viven en una casa. Los primeros desarrollan un sentimiento de cercanía, de familiaridad. Tienen gente arriba, abajo y a los lados. Probablemente, también enfrente. Sus rutinas, sus movimientos, tienen eso en cuenta. También sus percepciones.

Aura ha vivido siempre en una casa. La de sus padres, primero; ésta, después. Dieciséis años viviendo en un lugar te habilitan una serie de certezas. De sentido del espacio. La temperatura, la luz, la distancia a las paredes. Son una extensión de ella.

No llega a oír nada. En las películas, siempre hay un chirrido, un golpe en el piso de arriba, el teléfono que suena y te pregunta si sabes cómo están los niños —¡desde dentro de la casa!

Aura sabe que hay algo que no va bien. Nota en los tobillos desnudos una suave corriente de aire que no debería estar ahí. Porque viene de la puerta del jardín, una puerta que ella se ha asegurado de cerrar personalmente. Como cada noche, desde hace dieciséis años. De lo contrario, no puede dormir.

Retrocede, despacio, por las escaleras. Poco a poco. Sin arrancar ni un solo crujido de la madera (¡truqui!) en su camino de vuelta al dormitorio principal.

Parte de ella (la parte racional, civilizada, la parte seria) le dice que no sea histérica, que seguramente se haya olvidado de cerrar la puerta, que no ha saltado la alarma del jardín ni la de las puertas, que está sugestionada por tantas novelas de misterio, que se vuelva a la cama.

La otra parte es la que aporrea el hombro de Jaume hasta que éste se despierta, sobresaltado.

—Que pa…

Aura le pone la mano en la boca, mientras se lleva un dedo a los labios. Durante unos instantes, Jaume piensa que Aura le ha despertado para pedirle sexo —puede verlo en sus ojos, la lujuria, a través del sueño—. Aura está demasiado asustada como para colocar eso demasiado arriba en su bandeja de entrada mental. Es vagamente consciente de que han entrado un par de archivos, pero se quedan sepultados bajo el que pone, en letras rojas y en mayúsculas HAY UN INTRUSO EN NUESTRA CASA.

Aura forma una versión de ese mensaje con los labios y con los gestos, hasta que Jaume parpadea, y reacciona enseguida apartando el edredón y bajándose de la cama. Se dirige al vestidor y rebusca hasta encontrar un viejo palo de golf, que lleva ahí una década, por si acaso. Para un momento como éste.

En pijama, con su barriga algo más que incipiente, y unas entradas pronunciadas, con el palo de golf en la mano, desde fuera podría parecer ridículo. Aura tiene una opinión propia. Siente un ardor muy concreto, fruto del miedo, de la adrenalina y de su estado hormonal. Y se dice a sí misma que en cuanto pase esta falsa alarma piensa follarse a su marido como si lo fueran a prohibir.

Jaume avanza por el pasillo con el palo en ristre, seguido de Aura, que, en un claro reflejo del siglo XXI, ha agarrado su teléfono móvil. Piensa llamar a Emergencias a la mínima señal de peligro. No antes. Aura sigue temiendo, por encima de todo, hacer el ridículo. Un miedo que viene de muy atrás, de su educación conservadora, de ser la hermana de en medio. Poco importa.

Quizás si hubiese llamado inmediatamente al 112 el resultado hubiese sido diferente.

Es difícil saberlo. Y eso es lo jodido.

El intruso aparece en lo alto de la escalera, una sombra vestida de negro. No le han escuchado llegar. Es lo malo de la madera que no hace ruido, que no discrimina a los hombres armados que invaden tu hogar.

Jaume reacciona por puro instinto, dando un grito y lanzando un golpe con el palo de golf que alcanza al intruso en el hombro. Una vez, dos. El intruso suelta un grito de dolor y de sorpresa y alza el brazo para protegerse del tercer golpe, justo cuando Jaume lo está descargando. El palo de golf se parte en dos cerca del cabezal, que cae rodando y desaparece en un hueco entre los peldaños de la escalera.