Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Se suponían tantas cosas, claro. Pero el mundo no es una fábrica de conceder deseos. Todos sus planes, todas sus antiguas aspiraciones han quedado obsoletos por ese tirón que nota en el cuello cada vez que mueve la cabeza unos centímetros. Todos sus anhelos le parecen ahora cosa de necios, de críos, de blandengues. Quizás en eso consiste crecer: en darte cuenta de lo gilipollas que eras.

Y hablando de crecer, Antonia Scott, 12 points, piensa Jon, fan impenitente de Eurovisión. La manera en la que se ha enfrentado a Mentor ha sido espectacular. Por sus baremos, al menos.

Le gustaría hablarle de ello. Darle la enhorabuena, de alguna forma. Aunque duda que ella le dejara acercarse ahora. Después del exabrupto habrá alzado de nuevo el puente levadizo y soltado las pirañas.

Está eso, y que hay algo mucho más urgente.

—Antonia —dice él, con voz suave.

Ella levanta la cabeza de la tablet. No llega a mirarle, mira la carretera, pero aun así Jon ve cómo tiene los ojos rojos y algo hinchados.

—Dime —sorbiendo por la nariz.

—Investigar un caso frío es igual que comer sopa con un machete.

—¿Es una de tus metáforas?

—Aparatoso, frustrante, y con puntos de sutura garantizados.

—Eso lo sé.

—Requiere muchos recursos, gente, tiempo.

—También lo sé.

—Hacerlo en seis horas es imposible.

—¿Vas a seguir diciendo obviedades?

—Sólo quería asegurarme de que estamos los dos en la misma página.

—No tenemos alternativa, mientras sigas teniendo eso en el cuello.

—A lo mejor no es real. A lo mejor sólo es un trozo de metal que me ha metido debajo de la piel para asustarnos y poder controlarnos.

Antonia hace una de sus famosas pausas valorativas de treinta segundos exactos. Jon espera una larga explicación sobre las características técnicas de la bomba. Pero Antonia Scott no deja de sorprenderle nunca.

—¿Estás familiarizado con las etapas del duelo de la doctora Kübler-Ross?

—Las etapas de… ¿quién?

—Ira, negación, miedo, negociación, aceptación.

A la mente de Jon viene un recuerdo de un doctor dibujado en negro hablando con un hombre de piel amarilla en ropa interior. El hombre pasa por las cinco fases a velocidad de vértigo. Casi tanto como él, que ha pasado de destrozar la ducha a negar que lo que lleva en el cuello sea real.

—Lo he visto en Los Simpson —admite.

—¿En dónde?

Jon levanta el pie del acelerador, de pura incredulidad.

—No me puedo creer que no hayas puesto Antena 3 a mediodía en lo que va de siglo.

Ella hace una pausa. Jon no mira. No quiere pasarse el desvío. Pero casi puede escucharla sonreír.

—Te estoy tomando el pelo.

—Tienes muchísima gracia —dice Jon, mientras le da al intermitente para tomar la salida. El tono es sarcástico, pero se siente mejor, de pronto. De forma inexplicable.

O quizás no tanto.

10
Otro mostrador

Ya es muy tarde cuando llega al aparcamiento de la Clínica Psiquiátrica López Ibor.

Mentor tiene ciertos conocimientos de la historia de Madrid. No al nivel íntimo y desconcertante de Antonia Scott, por supuesto. Ella lee la ciudad como un traumatólogo estudia un cuerpo humano. Como una serie de capas superpuestas, en las que los huesos, los músculos, los órganos y la piel son simplemente partes de un todo que respira y se mueve.

En comparación con Antonia, Mentor es sólo un aficionado, pero algo sabe.

Lo suficiente para conocer cómo se pagó ese edificio. Levantado con el dinero que el buen doctor ganó curando a homosexuales durante el franquismo. Las curas incluían lobotomías y tratamientos de electroshock. Realizados sin el consentimiento de los pacientes. Bastante lucrativos.

Mentor no es precisamente rojo. El traje de luces que cubre sus ideas políticas permite ver con claridad hacia qué lado carga. Lo cual no le impide distinguir el bien del mal, o reconocer con claridad cuando un edificio tiene los cimientos repletos de fantasmas.

Aunque uno no crea en ellos.

Aunque uno haya contribuido a engrosar su número.

Estamos construidos a base de incoherencias, y es nuestra capacidad para convivir con ese material inestable lo que nos permite prosperar. A Mentor, sin duda, esas contradicciones le han permitido ser quien es, hoy en día.

Mientras cierra la puerta del coche, se pregunta si no será éste el momento en el que tendrá que pagar el precio por ellas. De facturas, él sabe un rato largo.

Aprieta el paso hacia la entrada. Ha comenzado a llover, de repente, como ocurre a veces en Madrid. Una gota gruesa, que elige para caer el lugar cercano más resonante posible —el capó de un coche, un canalón, una señal de tráfico—. O, en su defecto, el minúsculo hueco entre tu nuca y el cuello de la camisa, con certera, diabólica precisión.

La primera gota es una de estas últimas. Y luego, siguiendo el guion, todas las demás.

Mentor llega a la entrada, que promete refugio, luz y calefacción central, pero que incumple esa promesa con una puerta deslizante de cristal que decide no abrirse. Golpea la mampara hasta que la mujer de recepción alza la vista y le pasa por el lomo la mano a un animal invisible. La señal universal de «hemoscerradovuelvaustedmañana».

Mentor saca del bolsillo su placa de inspector de la Policía Nacional. Siempre lleva una encima, por si acaso. Por si se salta un semáforo. Es indistinguible de una de verdad, porque es de verdad, con la salvedad de ser falsa.

A la mujer, sin embargo, parece impresionarle lo suficiente como para abrir la puerta a toda prisa.

—No hemos avisado a la policía —dice, cuando él se acerca al mostrador. Es una mujer de mediana edad, con el pelo prematuramente blanco. El hecho de que haya decidido no teñirse agrada a Mentor, que le dedica una sonrisa sincera, a pesar de su ansiedad.

—A veces venimos sin avisar.

—Ya ha concluido el horario de visitas.

—Lo sé, pero este asunto no puede esperar, señorita.

Ella cierra el libro que está leyendo. Guerra y Paz.

—Si es algo que tiene que ver con los pacientes, tendrá que esperar a mañana, cuando esté aquí el personal de administración.

—Me encanta ese libro —dice Mentor, señalando el tomo.

Ella le mira, suspicaz.

—¿Lo ha leído?

—Varias veces.

—A ver… ¿De qué va?

—De casi todo, en realidad.

Si hubiese dicho «de una guerra» o «una historia de amor», ella quizás hubiera reaccionado de otra forma. Pero esa respuesta parece gustarle. Destensa un poco los hombros, y las arrugas de su rostro se suavizan.

—Me lo regaló mi padre. Es mi favorito.

—Tiene suerte. Mi padre desconfiaba de los libros. Decía que hay demasiado conocimiento en el mundo, y muy poco sitio donde guardarlo.

—¿Qué significa?

—No tengo ni idea —dice Mentor.

En realidad, tiene una idea bastante aproximada. Su padre, al fin y al cabo, pertenecía una de esas familias. Una de esas con calle, como el hombre en cuyo edificio están ahora mismo.

Ella se encoge de hombros.

—Usted dirá en qué puedo ayudarle.

—He venido a ver a una paciente.

Le dice el nombre. La mujer ladea la cabeza, extrañada.

—No me suena.

—¿Le importaría comprobarlo en la base de datos?

—¿Es usted un familiar?

Mentor saca su DNI. El auténtico. Está al fondo de la cartera, semienterrado por muchos otros documentos de mayor utilidad. Probablemente caducado. No recuerda cuándo fue la última vez que tuvo que usarlo.

—Soy la persona de contacto.

Ella comprueba ambos nombres en la base de datos.

—Aquí figura como dada de alta, señor.

Si esto fuera una secuencia de cine negro, en este momento el director hubiera elegido el tenso silencio que siguió a la frase de la recepcionista para introducir el ominoso sonido de un trueno. La vida real, por desgracia, no suele llevar ritmos tan precisos. El trueno sonó un poco después, coincidiendo con la respuesta tartamudeante de Mentor.

—¿Alta…? Pero… ¿Cuándo fue eso?

—Hace más de cuatro años.

—Eso no es posible —dice él, estirando el cuello, intentando ver el monitor. Ella lo retira de su vista.

—Lo siento, pero está muy claro en su ficha.

—¿Y por qué yo sigo pagando cada mes tres mil ochocientos cuarenta y cinco euros por sus gastos? —dice Mentor, llevándose la mano al bolsillo, para sacar el móvil. Está dispuesto a mostrarle la cuenta del banco, donde cada mes se siguen cobrando los recibos, con absoluta regularidad. O su cuenta de correo electrónico personal —de Hotmail, para su vergüenza— donde le envían evaluaciones psicológicas trimestrales en PDF donde «estable» y «sin cambios» aparecen subrayadas.

—Lo siento, señor. Si se trata de un problema de recibos, los de administración vienen a las nueve.

La mujer se ha echado hacia atrás en la silla, ha vuelto a ponerse en guardia. Han regresado la tensión en los hombros, las arrugas en la frente.

Mentor comprende que es inútil continuar haciendo preguntas. Sin embargo, lo intenta, con poco éxito.

La flexibilidad no es una cualidad imprescindible cuando eres la recepcionista de un manicomio.

Cuando se cansa, Mentor regresa por donde ha venido. Once pasos hasta la puerta, que se cierra a su espalda. Otros treinta hasta el coche, que aguarda a su dueño bajo la tormenta. O eso espera Mentor. La lluvia es tan densa que apenas puede ver lo que tiene enfrente. Se tropieza con el parachoques de otro vehículo antes de alcanzar el Audi.

Cuando se dirige a la puerta del conductor, frena en seco.

Bajo el parabrisas alguien ha colocado algo. No es uno de esos folletos anunciando prostitutas, tan habituales en su barrio. No, ésos siempre van estampados en cuatricomía y en papel satinado. Que se note que hay poderío.

Éste es un humilde folio, impreso por una cara, la que está en contacto con el cristal.

Mentor se aproxima, despacio. Levanta el parabrisas con una mano, y con la otra despega el papel del parabrisas chorreante.

Cuando le da la vuelta, no sin dificultades, y lee la primera línea, una bola de hielo se le forma en el estómago.

Es de ella.

El resultado de su PCL-R. La escala de evaluación clínica de la psicopatía de Hare.

El papel, empapado de lluvia, se le deshace entre los dedos. Poco importa.

Mentor conoce su contenido de memoria, tan bien como un reo de muerte conoce su propia sentencia. Puede recitarlo, casi, hasta la última coma.

Egoísta descarnada, centrada exclusivamente en sus intereses. Actúa con deliberación y sin escrúpulos ante cualquier perjuicio que pueda ocasionar a sus víctimas. Sin temor ni aprensión alguna ante las posibles consecuencias.

Faceta interpersonal: explotadora, manipuladora, falsa, egocéntrica y dominante.

Terreno afectivo: muestra emociones cambiantes y superficiales. Es incapaz de vincularse con personas o principios compartidos. Carencia absoluta de sentimiento de culpa, remordimiento o temor genuinos. Capaz de fingirlos en cierto grado, cuando está en calma. No reacciona bien bajo presión.

Faceta conductual: impulsiva, necesitada de sensaciones fuertes, inestable. Propensa a saltarse las normas y a incumplir responsabilidades y obligaciones.

SE RECOMIENDA INGRESO INMEDIATO.

Mentor deja caer el testimonio de su ceguera, ahora casi ilegible, al suelo. Lo aplasta con la puntera del zapato, hundiéndolo en el charco. Mira a su alrededor mientras lo hace, intentando ver más allá de la cortina de lluvia.

No ve a nadie, y sin embargo siente que no está solo en el parking. Escucha moverse algo a su espalda, un roce en el asfalto, quizás una pisada en el agua que desborda ya los sumideros. Se da la vuelta deprisa, pero no encuentra nada. Falsa alarma. Si esto fuera una película, un gato se colaría maullando en un callejón, pero en la vida real los gatos callejeros no se pasean cuando caen chuzos de punta.

Mentor siente un escalofrío, y no es sólo por la lluvia. Busca dentro del bolsillo, las llaves se le caen al suelo. Tiene que agacharse y tantear el reguero cenagoso, en busca del llavero. Cuando se incorpora, casi siente unos brazos rodeando su cuello, la hoja de un puñal hundiéndose en su espalda.

Casi.

Sus amenazas no están hechas de carne, ni de metal, tan sólo de miedo. Consigue abrir el coche, cierra la puerta y echa mano de la Remington 870 que había dejado en el asiento del copiloto horas atrás. Completamente empapado, aterido de frío, al borde del infarto de miocardio, atrincherado en el coche y abrazado a su escopeta, Mentor reflexiona sobre los errores que ha cometido en la vida, sobre barrer bajo la alfombra.