Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Antonia traga saliva, con cierta dificultad. Cuando habla, le cuesta hablar sin dejar de apretar los dientes.

—A lo mejor no tendrías que haberme inyectado lo que me inyectaste, cuando yo no estaba segura, para empezar. A lo mejor no tenías que haberme vuelto adicta a esa basura, para empezar.

Y luego, recordando cierta sabiduría ancestral que le transmitió Jon, no hace mucho, decide que va a comunicarle a Mentor por completo sus sentimientos de forma inequívoca. Toma aire, bien hondo.

—A lo mejor tendrías que dejar de tocarme el coño.

8
Un coche eléctrico

Mentor cuelga, sintiendo la irritación, la culpa y la vergüenza invadirle el rostro y las manos como una corriente eléctrica, pesada y débil. Cuando termina de hacer unas llamadas para allanarle el camino a Antonia y Jon, el cansancio le cae encima como una tonelada de ladrillos.

Se vuelve a la doctora Aguado, que sigue con la nariz enterrada en el ordenador, los ojos rojos y secos, y el pelo echado a perder. Tampoco es que él esté mucho mejor. Lleva la camisa pegada a la piel, y apesta a sudor y humo de tabaco. Se mantiene en pie a base de buena voluntad, Marlboro Light y bolsas de Conguitos de la máquina que hay en recepción. El chocolate relleno de cacahuete le repugna, pero es eso, o uno de los sándwiches que siempre salen mojados.

—Vaya a descansar un poco —le dice a Aguado, confiando en aprovechar para echar él una cabezada también. Que Mentor será muchas cosas, pero como jefe es el primero en llegar y el último en irse, costumbre que adquirió fuera de nuestras fronteras.

—Ahora no. Estoy a punto de dar con algo —le responde la forense.

—Vaya —dice él, metiendo la mano en el bolsillo, en busca de monedas sueltas—. ¿Quiere algo de la máquina?

Ignorando su ofrecimiento, Aguado le hace gestos para que se acerque.

—Tengo algo.

Mentor se asoma por encima del hombro de Aguado y reconoce la interfaz de usuario de Heimdal, el software espía del proyecto Reina Roja. Aguado está usándolo para entrar en un sistema ajeno.

—¿Qué es lo que estoy viendo?

—Las cámaras de seguridad del centro comercial. Observe —dice la forense.

Mentor no observa nada, porque la pantalla está en negro. Tan sólo se ve el marcador de tiempo, avanzando sobre la nada.

—Es como si hubiera habido un apagón.

—Y lo ha habido —afirma Aguado—. Salvo que es uno intencionado. Alguien ha hackeado las cámaras para que estuviesen apagadas desde una hora antes y hasta una hora después de que Scott se fuese del centro comercial.

—Ni un pequeño respiro vamos a tener, ¿eh? —dice Mentor, pasándose la mano por la cara, intentando espabilarse. El estómago le ruge. Está considerando seriamente salir a comer algo al kebab situado a dos manzanas, hasta ahí llega su desesperación.

—Espere… Hay algo con lo que no han contado.

Cuando la señal de las cámaras regresa, Aguado señala una plaza de aparcamiento algo separada de las demás. Hay un coche aparcado, conectado a la pared por un grueso cable.

Es uno de esos eléctricos tan carísimos que sólo se pueden permitir los ricos. Y que además te convierten en mejor persona en cuanto los compras, piensa Mentor, que ha visto cómo más de uno de esos salvadores del planeta le miraba por encima del hombro cuando coincidían en un semáforo.

—¿A qué se refiere?

—Estos coches… mientras están cargándose, son muy vulnerables. Un choque en mal momento podría arruinar por completo sus baterías, que son el componente más caro.

—¿Y? —dice Mentor, bastante incómodo, porque su estómago sigue rugiendo, esta vez a menos de quince centímetros de la oreja de Aguado. Pero la forense no da muestras de haberse percatado, porque sigue tecleando, furibunda.

—Un instante… —pide ella, sin dejar de abrir ventanas en el sistema. Subrutinas, se llaman, o eso cree recordar Mentor, de la charla que les dieron sobre Heimdal a los jefes de equipo.

Finalmente, el logo de la conocida marca de coches eléctricos aparece en pantalla. Y junto a él, una serie de comandos escritos en coreano. Lo cual es un problema, porque los genios que diseñaron los terminales Heimdal se olvidaron de incluir un traductor automático.

Un software de medio billón, con be, de euros, y acabamos preguntándole a Google, piensa Mentor.

—Ojalá estuviera aquí Scott —dice Aguado, que tiene que recurrir a su móvil para ir traduciendo los caracteres hangeul.

—Scott no sabe coreano.

—No está entre sus habilidades registradas, no. Pero ha aprendido lo suficiente.

—¿Cuándo?

—Hace tres semanas. Hicimos una apuesta.

—¿Y quién ganó?

—¿Usted que cree?

Uno de los efectos secundarios de pasar tanto tiempo junto a alguien extraordinariamente inteligente es que uno toma conciencia de sus verdaderas capacidades.

El mundo es mucho más fácil cuando eres idiota, porque una de las bendiciones de serlo es que no sabes que lo eres.

Mentor menea la cabeza, intentando fingir aplomo.

—Si nos ponemos, nosotros somos tan capaces como ella.

—No, en realidad no —dice Aguado, volviendo a dejar el móvil sobre la mesa y señalando a la pantalla—. Esto de aquí es el sistema de administración del coche. Y este botón de aquí activa…

Ante ellos aparece un archivo de vídeo.

—Las cámaras del coche.

—No lo comprendo. ¿Esto es en tiempo real?

—El coche es muy vulnerable durante la carga. Así que, lo que hace es activar todas sus cámaras por si algún coche se acerca demasiado a gran velocidad. Lo que estamos viendo es la grabación de esta mañana, mientras el coche estaba cargando.

—Dios bendiga a los pijoprogres. ¿Y el coche guarda ese archivo de vídeo?

—Oficialmente, no. Extraoficialmente, es información valiosa. Y ya sabe el principio básico de cualquier programador. Lo que el usuario no sabe, al usuario no le hace daño.

No lo conocía, aunque es el mismo principio básico de los gobiernos, piensa Mentor, inclinándose sobre la pantalla para intentar descifrar lo que tiene enfrente.

Unos minutos después decide que, después de una de Tarkovski, ésta es la película más aburrida que ha visto nunca.

Tan sólo cuatro cuadrantes, a los lados y al frontal del coche. En dos de ellos sólo se ve las carrocerías de los coches aparcados cerca. En el tercero, sin embargo, puede verse algo de movimiento, cuando ocasionalmente alguien sale de una puerta semioculta en una pared cercana. A juzgar por la vestimenta de las personas que la atraviesan, Mentor deduce que es el acceso del personal del centro.

Aguado va adelantando la imagen, cada vez más deprisa, hasta la hora a la que comenzó el encuentro entre Antonia y White. Ahí los dos observan atentos, pero la puerta está quieta. Nadie la cruza. El código de tiempo sobrepasa la hora a la que concluyó el encuentro.

Nada.

—Esto es inútil… —dice Mentor.

—Valía la pena inten… Espere…

La puerta se abre, pero en ese momento una masa negra tapa la pantalla fugazmente y se coloca frente a la puerta.

—No me lo puedo creer. Algo ha tapado el plano.

Mentor, poco dado al exabrupto fácil o la mala educación en general, se explaya bien a gusto esta vez en particular.

—Es… parece una furgoneta —dice Aguado, señalando uno de los extremos de la imagen.

Cuando la furgoneta desaparece, no queda nada detrás. Tan sólo una puerta, del mismo color que la pared de cemento, pintada con la misma raya roja.

—Rebobine. Justo antes de que llegue la furgoneta.

Aguado retrocede once segundos.

—Vaya ahora fotograma a fotograma.

La forense ensancha la línea de tiempo hasta que cada una de las imágenes aparece como una diminuta fotografía en la barra inferior del monitor. Comienza a apretar, despacio, la tecla derecha. Un fotograma, dos, tres.

Nada.

—¿Qué es eso?

Mentor señala una zona más clara en el marco de la puerta.

—Espere…

Aguado amplía la zona, y comienza a avanzar de nuevo. La zona está más iluminada durante unos pocos fotogramas, y algo se percibe en el hueco.

—¿Puede hacerlo más nítido, o eso es en las películas malas?

Aguado esboza una sonrisa desgastada ante la broma aún más desgastada de su jefe. Puede que sea la décima vez que se la escucha. Fue el propio Mentor el que le dio el presupuesto para el software FRBDYC —usa un filtro de realce de bordes por desplazamiento y convolución, no se estrujaron mucho los sesos con el nombre—. Pero a él aún le sigue haciendo gracia que a principios de siglo, cuando la tecnología estaba a lustros de ser viable, en CSI: Las Vegas la usaran casi cada semana.

A medida que el filtro comienza a trabajar sobre la zona clara, el rostro que hay debajo comienza a desvelarse.

Primero se identifican los ojos y la boca.

Sólo unas manchas colocadas en el sitio correcto.

Después los rasgos comienzan a aflorar, cada vez con más precisión, pasada tras pasada del filtro. Una media sonrisa insinuada, o quizás un gesto de apremio. Una mirada algo desviada. Unas cejas ligeramente curvadas hacia arriba, encuadrando un rostro femenino que alguien, a primera vista, podría calificar de amable.

Mentor no aparta la vista de la imagen, hasta que el filtro termina de procesar. El resultado se muestra en negativo —la mejor forma de resaltar los bordes de un rostro—, pero aun así, la reacción que provoca en él es tan extraña como radical.

Adelanta el brazo, aprieta en el teclado la combinación que despliega el monitor de actividad del software, y borra toda la actividad del terminal durante la última hora. El archivo de vídeo grabado por el coche desaparece.

La forense le mira sin comprender. Mentor se aproxima a ella, tanto como lo haría alguien que quisiera sacarle una pestaña de un ojo. Aguado, incómoda, intenta retroceder en la silla, pero la postura de su jefe no le deja espacio.

—Usted no ha visto esa cara. ¿Me ha comprendido, doctora?

Su tono, al igual que su actitud, no dejan lugar a dudas.

—Pero…

Ella se da la vuelta, pero Mentor ya no está ahí, sino dirigiéndose a la puerta, cogiendo la chaqueta arrugada de la silla donde la había dejado, sin detenerse. Antes de cruzarla, se vuelve hacia ella y le dice, inexpresivo

—Ni una sola palabra a Scott.

9
Una etapa

Jon es un tipo con mundo, es un tipo con cierto don de gentes, un tipo con mucha mano izquierda. Mano derecha no le falta tampoco, tiene manos como para parar un funicular. Pero vamos, que el tipo es diplomático y sutil. Por eso, cuando Antonia termina la conversación, no dice:

—Voy a reventarle los putos dientes contra la acera.

No, Jon, tiene cierta experiencia ya en el trato con su compañera, así que se limita a apretar el volante de forma que se queden los dedos marcados, y a darle al play en el reproductor de CDs. Está puesto Física y química, pista nueve, y Jon sube el volumen para no escuchar llorar a Antonia. Para que ella no le oiga a él maldecir por lo bajo. Porque lo que las palabras lastiman, a veces sólo el silencio arregla.

Deja pasar el tiempo, y los kilómetros, mientras ella mete la cabeza en el iPad, en el expediente. Un par de lágrimas caen sobre la pantalla, tornasolando el blanco deslumbrante en un arcoíris pixelado, pero ella se limita a apartarlas con el pulgar, porque obstruyen su trabajo.

Jon deja pasar el tiempo, porque ha escuchado la conversación completa. Sí, también la parte de Mentor, gracias a las bondades de un habitáculo insonorizado y un volumen bastante alto. Antonia sabe algo que no quiso decirle cuando él se deshizo de sus pastillas, invitándola cordialmente a una desintoxicación forzosa mientras ella gritaba «no, no, no» a lo Amy Winehouse.

Se suponía que, tras aquella misión, ella podría descansar. Se suponía que podría recuperarse, dejar atrás esa necesidad, en lugar de verse lanzada a una carrera contra el reloj al son que toca un psicópata malnacido.

Se suponía que él estaría en el sofá de la amatxo, en Bilbao, haciendo la digestión de un bacalao al pil pil, en lugar de conduciendo hacia un penal haciendo infructuosos intentos para que el puñetero kebab no se le repita demasiado.