Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Cuando cruza las puertas del centro comercial, once segundos más tarde, llega casi un minuto tarde. Las escaleras mecánicas que conducen a la segunda planta están llenas de gente de la peor clase, de esa que olvida que la escalera es una ayuda, no una excusa para rendirse y desplomarse sobre el pasamanos hasta que su cuerpo exánime emerja al otro lado. Antonia se abre paso entre las masas de carne, usando codos y rodillas.

El Moran Cafe está al final de un largo pasillo, en un lugar algo más solitario. Muchas de las franquicias de la segunda planta, poseídas por particulares, tuvieron que cerrar tras la crisis del año anterior. Los esqueletos abandonados de hamburgueserías y pizzerías con nombre extranjero yacen inertes, como los hielos sucios en el fondo de un vaso que un día contuvo un refresco. Los clientes comen en las más baratas del primer piso, cerca de las tiendas de ropa y de los infectos parques de bolas.

El Moran Cafe, sin embargo, está lleno. Seis mesas, con la clientela habitual en este tipo de establecimientos. Antonia la cataloga en décimas de segundo, mientras intenta recuperar algo de aliento antes de entrar.

Tres parejas que fingen prestarse atención mientras miran su Instagram, dos hipsters haciendo como que escriben una novela en sus MacBooks, un asesino psicópata. Al último es más fácil reconocerle, es el único que, en lugar de un dispositivo electrónico, tiene un libro de papel en la mano.

Cuando alza la cabeza y sus miradas se cruzan, el estómago de Antonia se encoge. Alguien como ella ha visto mucha muerte, muchos cadáveres. En la escena del crimen o en la mesa de acero de la sala de autopsias. En todos y cada uno esos ojos apagados había más vida que en las dos piedras azules, frías y brillantes que la acechan desde el fondo del local.

Es una trampa, por supuesto. Pero no tiene elección. Y lo público del lugar ofrece cierta protección, deduce Antonia, dando un paso hacia el interior del café, en dirección al hombre más peligroso que ha existido nunca.

Éste se levanta cuando Antonia se acerca, pero no hace ademán de estrecharle la mano. En lugar de ello, señala con una elegante floritura la silla vacía frente a él.

—Por favor, tome asiento, señora Scott —le dice, en inglés—. Espero que no le haya costado demasiado encontrar el sitio.

Antonia se sienta, despacio. Ambos se dedican unos instantes a estudiarse mutuamente en silencio.

El hombre contará unos cuatro años más que ella. Tiene el pelo rubio y ondulado, y la piel blanca y suave. Los rasgos de su cara parecen cincelados en mármol, y sobre su mandíbula podrían partirse nueces. Lleva un traje azul marino de tres piezas, camisa blanca, sin corbata, en el que parece tan cómodo como si pudiera usarlo como pijama. Por cómo le cae en los hombros parece hecho a medida, y debe de haberle costado lo que un coche pequeño.

—Tenía las coordenadas. El margen de tiempo ha complicado un poco las cosas.

—Ah, sí. El inevitable reloj en contra. Me temo que era una medida imprescindible. Ahora mismo, mientras hablamos, sus colegas están preparando un operativo para capturarme.

—He dado instrucciones de que no lo hicieran —dice Antonia, enarcando una ceja.

—Instrucciones que su empleador, su Mentor, ha ignorado por completo. Calculo que tenemos unos…

Dobla el brazo para consultar su muñeca. Cuando Antonia ve encogerse la tela y escucha el suave murmullo de la camisa, cambia de opinión sobre el precio. Hay todoterrenos más baratos que ese traje. Contrasta con la fealdad del reloj, una correa de plástico transparente.

—… diecisiete minutos antes de que consigan organizarse de manera efectiva para rodear un lugar de dimensiones tan considerables como éste.

El acento de colegio inglés y su gramática son inmutables. Antonia apenas puede creer que este hombre sea el mismo que le disparó a ella, que dejó en coma a Marcos, que ha secuestrado a Jon. El hombre al que ella lleva buscando desde hace años, y que de repente se ha materializado frente a ella.

Ha ensayado mentalmente qué le diría, y qué le haría, cuando llegara este momento. Lo ha ensayado una y otra vez, durante noches interminables. Decenas de líneas de diálogo, centenares de variantes.

Y, ¿ahora que ha llegado el momento?

Se ha quedado en blanco.

Está confusa, pero también furiosa. Siente el impulso irresistible de tocarse la cicatriz del hombro izquierdo. Una estrella irregular de cinco brazos, retorcidos, en el lugar donde la bala de White abandonó su cuerpo.

No lo hace, para no mostrar debilidad.

Aprieta los puños con fuerza bajo la mesa.

—Me he tomado la libertad de pedir por usted —dice el hombre, cuando el camarero se acerca con las infusiones. Aparta el libro para hacer sitio a un té verde. Es un ejemplar antiguo, del siglo XIX, encuadernado en piel. El título, repujado en oro, es Dinámica de un asteroide. El autor, ilegible.

Una taza de café aparece frente a Antonia.

Ella la observa con suspicacia durante un instante, pero deduce enseguida de que el riesgo de que esté envenenada es inexistente. Le da un sorbo al café, intentando ordenar sus pensamientos, calmar a los monos, impedir que la rabia la desborde, decidir una estrategia.

—Largo de leche, corto de café, como a usted le gusta —dice el hombre.

—Parece saber muchas cosas de mí.

—Son ya años de estudiarnos en silencio, en la distancia, señora Scott.

—Con resultados desiguales.

—No sea modesta, señora. El hecho de que dedujera mi existencia es un logro considerable.

Por ahora, la única estrategia que a Antonia Scott le viene a la cabeza consiste en

a) estrellar el plato bajo su taza contra el borde de la mesa
b) coger uno de los trozos afilados de cerámica resultantes, y
c) rajarle la garganta a ese arrogante y condescendiente imbécil.

Según sus cálculos, la probabilidad de que Jon Gutiérrez sobreviviera a ese curso de acción es del cero por ciento. Así que se contiene.

—No parece un logro tan grande. Ni siquiera sé su nombre.

—Señor White está bien —zanja él, abanicando el aire con la mano.

—Apasionado del anonimato.

—Apasionado de la libertad.

—Han pasado trescientos once segundos desde que he entrado por esa puerta. Si quiere mantener esa libertad, será mejor que vaya al grano.

White arquea una ceja ante la precisión. Comprueba el dato en su reloj, y esboza una sonrisa extraña, de dientes blanquísimos y perfectos. No es una sonrisa real. No hay luz ni sentimiento en ella, tan sólo músculos cambiando de postura sobre la cara.

—Es cierto lo que dicen sobre usted. Realmente es extraordinaria.

De alguna forma, el halago de aquel monstruo le resulta a Antonia más terrorífico que cualquier otra cosa que haya dicho antes. Siente un escalofrío, y mira de reojo a su alrededor, instintivamente.

—Ah, tiene usted razón. Demasiada gente, ¿verdad? —aprecia White.

Alza la cucharilla, la agita brevemente en el aire, como un director de orquesta, y la golpea cuatro veces contra la taza. Despacio.

Clin.

Clin.

Clin.

Clin.

Antes de que el último de los sonidos se haya extinguido, todos los ocupantes del café se han puesto en pie y se dirigen hacia la puerta, dejando atrás hasta la última de sus pertenencias. Incluido el camarero. El movimiento es tan repentino, tan breve, tan fantasmagórico e irreal, que cuando todos se han ido es como si nunca hubieran estado ahí.

Mirando al local desierto, Antonia siente, al mismo tiempo, miedo y otra cosa.

Una punzada de admiración, por ponerle un nombre.

Surge desde la parte más racional de su cerebro, la parte más grande y presente. La parte que comprende la enorme energía y habilidad que ha desplegado un truco como el que acaba de presenciar. Y, por esa punzada de admiración, se cuela un resquicio de reconocimiento.

Es mejor que ese hombre crea que le tiene miedo. Dejar que la parte atávica de su cerebro, la más pequeña y escondida, pase a un primer plano, se asome a sus ojos y tiña su voz del ocre desvaído de la angustia.

No le cuesta demasiado.

—De acuerdo, White. Lo ha dejado muy claro. Usted tiene el control.

La sonrisa de White se hace un diente más ancha, un diente más cruel. Es una sonrisa mucho más fea, pero infinitamente más real que la anterior.

—Al fin se ha dado cuenta.

Antonia intenta rehacerse, ganar tiempo.

—No voy a matar para usted.

—¿Le he pedido yo eso?

—Entonces, ¿que es lo que quiere?

—Muy sencillo. Quiero que haga lo que mejor sabe hacer. Quiero que resuelva tres crímenes y que haga justicia.

10
Un encargo

Antonia se queda paralizada. Aquella petición era lo último que habría podido esperarse.

—¿Por qué quiere que resuelva crímenes?

—¿No es eso lo que usted hace?

—Exacto. Y lo contrario de lo que hace usted.

White parece reflexionar durante unos segundos, mirándose las uñas de perfecta manicura, al extremo de unos dedos largos y delicados.

No puede evitar pensar en las manos de Marcos, que sostuvo entre las suyas por última vez no hace muchas horas. Dedos nudosos, palmas cuadradas. Manos de hombre, manos de escultor. Manos que habían perdido la fuerza y la vitalidad por culpa de esas otras.

Si hubiera unas manos más opuestas en el mundo a las de Marcos, serían éstas, piensa Antonia, asqueada.

—Me temo que se ha formado una opinión muy equivocada de mí, señora Scott.

—Usted es un asesino a sueldo que chantajea a inocentes para que le hagan el trabajo sucio.

White menea la cabeza y chasquea los labios, como si el apelativo le resultara ofensivo.

—Confunde los medios con el fin.

—Pues sáqueme de mi error.

—Saldrá usted sola, muy pronto. Ahora me temo que nuestro tiempo está acabándose —dice, consultando de nuevo su reloj—. Esta misma noche recibirá un mensaje con las instrucciones sobre su primer encargo.

—Supongo que lo siguiente que me dirá es que si hago todo lo que me pide, me devolverá intacto a mi compañero.

—Suena a que no confía en mí.

—¿Lo haría usted?

White se queda mirando a Antonia, muy fijamente. Sus pupilas minúsculas, como dos cabezas de alfiler, ejercen un efecto hipnótico. Antonia experimenta en sus propias carnes lo que debe sentir un ratón frente a una víbora.

No intuye el peligro que se le aproxima por detrás hasta que es demasiado tarde.

Hasta que siente el cañón de la pistola entre los omoplatos, y un aliento cálido y seco en el cuello. Escucha una aspiración lenta, prolongada.

—Hueles distinto cuando duermes —susurra Sandra junto a su oreja.

Antonia siente un peso en las tripas, una bola gélida compuesta de asco y odio. Lo que siente por White palidece frente a la reacción primaria que le provoca la mujer que secuestró a su hijo. Permanece muy quieta, recta, mientras Sandra rodea la mesa con elegancia y se coloca junto a White, que ya se ha puesto en pie.

De cerca, y a la luz de los focos del café, el rostro de Sandra no le parece tan amable.

Lleva el pelo oscuro salpicado de gris aquí y allá, recogido hacia atrás con tanta presión como los grilletes de un asesino.

El cañón de la pistola sigue apuntándola.

—Es la hora —le dice a White.

El otro le dedica una mirada exasperada, y se vuelve hacia Antonia.

—Mi querida señora, pronto recibirá el mensaje con mi encargo. Debo avisarle, naturalmente, de que no debe intentar seguirnos, ni hacer una llamada advirtiendo de nuestra posición. Dentro de diez minutos podrá usted abandonar el local. Ni un segundo antes.

White hace ademán de marcharse, pero luego añade, como si se le acabase de ocurrir.

—Una cosa más. Para asegurarme de que afronta mi encargo en las mejores condiciones, me gustaría hacerle un regalo de despedida.

Antonia se gira, en la dirección en la que señala el dedo de White.

Y no puede creer lo que ve.

Desmadejada sobre una silla de ruedas hay una figura que reconoce enseguida. A pesar de que lleva la cabeza tapada por una capucha de tela, el volumen torácico de su dueño es inconfundible. No es que esté gordo.

Su sorpresa es tan grande que apenas presta atención a la última frase de White, antes de que su dueño desaparezca en la trastienda.

—Porque… ¿Qué sería Antonia Scott sin Jon Gutiérrez?