Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Le sería más fácil apuntar si no tuviera que estar sujetando a Antonia.

—¿Quieres estarte quieta? —dice, apretándola con todas sus fuerzas contra la pared del ascensor.

Antonia aspira, traga sangre y consigue hacerse entender a través del dolor, de la adrenalina y del miedo.

—El móvil —dice.

Jon mira al suelo y se le hiela la sangre. Comprende ahora por qué su compañera intenta revolverse y escapar.

Con la primera ráfaga, Antonia ha dejado caer al suelo el móvil de Raquel Planas.

Toda la esperanza que tienen de resolver el caso antes de que concluya el tiempo —que Jon intuye que tiene que ser muy poco— yace ahora en un revoltijo de cristales y esquirlas de metal, a un metro de sus pies.

¿Por qué nunca, nunca puede ser fácil?, se pregunta Jon.

—Estate quieta —ordena de nuevo.

—Tengo que cogerlo.

Jon dispara, una vez. Su disparo es seguido por una respuesta casi inmediata del tirador.

Cuatro disparos, en rápida sucesión, justo cuando ella intentaba estirar el brazo por debajo del agarre de Jon. Una lluvia de chispas les cubre, cuando uno de los balazos destroza el sistema de luces del techo. Antonia suelta un grito de dolor, y encoge el brazo.

A lo lejos se escucha una sirena de policía, y Jon se da cuenta de que tienen un reloj en contra, pero también otro a favor. Al menos si consigue que Antonia se esté lo suficientemente quieta como para que él contenga al tirador.

—Puedo alcanzarlo. Sólo un poco más.

—Antonia… déjalo —dice Jon.

Ella le mira, y ve en sus ojos algo que no había visto nunca antes. O quizás sí, pero que no había sabido reconocer. Una demanda de confianza, de la misma moneda que él ha ido depositando en su cuenta durante tantos meses juntos.

Antonia cierra los ojos y deja de pelear.

Jon asiente, con una sonrisa perversa.

A lo mejor me muero, pero antes me llevo por delante a este cabrón, piensa.

Demasiado largo para un grito de guerra, así que no emite más que un sonido gutural, profundo y áspero, cuando asoma medio cuerpo por el borde del ascensor y vacía el cargador —las cinco balas que le quedan— contra la posición del tirador, justo en el momento en el que éste asomaba a su vez. El otro encoge el cuerpo y devuelve el fuego sin mirar, pero las sirenas están cada vez más cerca.

Jon, que se ha retirado para recargar la pistola y tomar aire, espera pacientemente una respuesta del tirador, pero no hay ninguna. No escucha nada, tampoco. Tan sólo las voces de los policías, al otro lado del patio de luces del edificio.

Duda por un instante si asomarse para ver qué ocurre, pero no tiene tiempo de decidirse, porque justo en ese momento suceden tres cosas al mismo tiempo.

Uno, el tono de llamada de Antonia comienza a sonar, pero Antonia no atiende porque Dos, está agachada, en el suelo, intentando alcanzar el móvil de Raquel Planas, cubierto de fragmentos de cristal. Cuando lo alza, vuelve a Jon una mirada de desesperación. Un balazo ha alcanzado el teléfono de lleno, de forma que una de las mitades del móvil se le queda entre los dedos, y la otra cuelga, unida tan sólo por un cable medio desgarrado. Pero lo más aterrador no es eso, sino que Tres, Jon comienza a escuchar unos pitidos muy cerca de su oreja, y una desagradable vibración bajo la piel, que reverbera en las vértebras y hace que le castañeteen los dientes.

El tiempo se ha acabado.

White acaba de activar la bomba que Jon lleva en el cuello.

21
Un pitido

No. No. No.

Antonia mira a Jon, aún de rodillas, sosteniendo todavía los restos del móvil de Raquel Planas entre los dedos cubiertos de sangre. La mitad que cuelga acaba de caerse con un chasquido, arrancando un crujido de los cristales rotos.

En el techo, la luz del ascensor va y viene, arrancando espectrales destellos de la piel sudorosa del inspector Gutiérrez, que está pálido como vampiro en cuarentena.

—Antonia…

Ella le mira, intentando pensar. Lo cual no es sencillo, entre el teléfono, que no para de sonar, y los pitidos, cuya frecuencia ha ido aumentando de intensidad.

—Cálmate. Lo único que tengo que hacer es…

No llega a acabar la frase, porque la interrumpen los gritos.

—¡Manos arriba, Policía Nacional!

Antonia aún está de rodillas, cuando un agente de uniforme asoma por el pasillo, pisoteando los casquillos que ha dejado el tirador antes de huir.

Jon está de pie, con la pistola en la mano, de espaldas al policía.

Congelado.

—¡No voy a repetirlo! —grita el policía, antes de repetir— ¡Manos arriba!

—Jon —dice Antonia, levantando las manos.

Jon no responde. El miedo le agarrota los músculos, a medida que el ritmo de los pitidos en el cuello se incrementa. Su cara está tensa, tiene la mandíbula apretada. Lo único que se mueve es el miedo en sus ojos, titilando como diamantes bajo un foco.

Antonia se vuelve hacia el policía. Lo que ve no le gusta.

Novato. Miedoso. Con el dedo en el gatillo. Malísima combinación.

—Agente, somos los inspectores Scott y Gutiérrez, de la Policía Nacional. Números de placa 27451 y 19323 —dice Antonia.

—Primero tire el arma y luego me enseña la placa —responde el agente, sin dejar de apuntar.

—Puedo enseñarle yo…

—¡No baje las manos!

—Agente, estamos en una situación con explosivos. Retroceda ahora mismo tres metros, y establezca un perímetro.

—¡Que tire el arma!

—Agente —dice Antonia. Duda de cómo dotar a su voz de autoridad, y finalmente decide seguir los consejos del mejor—, me está usted tocando el coño. Como no obedezca ahora mismo, mañana va a estar haciendo controles en Albacete. ¿Estamos?

Antonia debe haber acertado con la frecuencia correcta, porque el policía parece reaccionar. Apunta el arma hacia el techo y retrocede un poco, al tiempo que se pone a hablar por la radio.

El teléfono vuelve a sonar.

Antonia se lleva la mano al bolsillo.

Descuelga.

—Los plazos son para cumplirlos —dice White. Su voz, metálica y desagradable, está llena de ira.

—Hubiese sido más fácil si no hubiese enviado un sicario a matarnos.

Hay un silencio tenso al otro lado de la línea. Con una nota de desconcierto.

—Me temo que no la sigo, señora Scott.

—Caucásico, alto, pasamontañas. Vestido con vaqueros y chaqueta de cuero negra. Llevaba un fusil de asalto Colt Canadian. El modelo C7 o C8 Carbine, no he podido verlo bien, estaba oscuro y nos estaba disparando. Antes de que concluyese el plazo, por cierto. ¿Tiene usted a alguien así entre su personal?

Un nuevo silencio. Más largo y más tenso.

—No. En este momento no. Aunque debo decir que no descartaba su aparición.

—¿Un antiguo empleado descontento?

—Nada de eso. Pero me temo que no juega en nuestro equipo.

—Usted y yo no estamos en el mismo equipo, señor White.

—Eso piensa, ¿eh? Bueno, ya irá cambiando de opinión. Sigo necesitando una respuesta a su primer encargo.

—A Raquel Planas no la mató su novio.

—Fácil. Eso lo averiguó hace horas. Probablemente desde que vio el informe de la policía, ¿verdad?

—Tenía mis sospechas —admite Antonia Nota que White está apelando a su ego, y nota también cómo está reaccionando, a su pesar. Pero no puede permitirse errores. Puede oler la trampa, así que sigue hablando.

—La víctima tenía una relación con una tercera persona, alguien a quien conoció durante el final de su relación con Víctor Blázquez.

—El nombre.

—Alguien de quien se había enamorado y que la apuñaló por un motivo desconocido —continúa Antonia cada vez más deprisa—. Convenció a su madre para que la ayudara a encubrir al autor del ataque.

—El nombre —repite White.

—Pero todo salió mal, la herida era más grave de lo que pensaba…

—Deduzco que no ha averiguado el nombre.

Los pitidos en el cuello de Jon incrementan la velocidad, aún más, hasta formar uno solo, continuo y mortal.

—¡No es justo, maldito cabrón! —grita ella.

—No. No lo es.

Antonia hace un esfuerzo por no sucumbir —a las lágrimas o a la rabia—, y agarra la mano izquierda de Jon. La izquierda. La que no sostiene el arma a la que el inspector Gutiérrez decide aferrarse, en un último gesto de dignidad ante lo inevitable. El esfuerzo de Antonia, sin embargo, no es suficiente.

—¿Es eso llanto? —dice White, tras un silencio.

—Bien sabe que sí —contesta ella.

—¿Tan importante es para usted el inspector Gutiérrez? ¿O es sólo que llora porque ha fracasado? Piense muy bien antes de responder.

Antonia se pregunta cuál de las dos opciones es correcta. Sabe bien cómo debería sentirse, qué sería lo correcto. Pero no es eso lo que contesta. No sabe muy bien cómo debe sentirse, así que busca dentro de su prodigioso palacio de la memoria, hasta encontrar la palabra correcta.

Faʻatanmaile.

En samoano, la mirada del perro en el espejo. El sentimiento que tienes cuando peleas contra la percepción de ti misma, porque no eres capaz de reconocerla como propia.

Respira hondo, y contesta.

—Ambas.

White parece ponderar la verdad de sus palabras durante segundos interminables.

—La creo —dice al fin—. Así que he decidido que voy a pausar el castigo.

Antonia se pregunta, por un instante, si ha escuchado bien.

—¿Por qué?

Más silencio. Y luego:

—Mis razones sólo son mías. Ahora vayan a descansar. Recibirán el siguiente encargo muy pronto.

—Se lo agradezco —dice ella.

Estúpidamente, se da cuenta nada más pronunciarlo. Es un reflejo de educación, un vestigio de modales civilizados —o de síndrome de Estocolmo— que no tiene cabida en una situación a vida o muerte como ésa.

White suelta una carcajada, breve, seca, sin pizca de humor.

—No lo haga. Sigue teniendo que pagar el precio del fracaso. Pero ahora lo hará a plazos. Y con intereses.

Cuelga.

El pitido se interrumpe, de golpe.

Antonia y Jon se miran. Los dos tienen lágrimas en los ojos.

Ambos se dan la vuelta, para no verlas.

TERCERA PARTE
SANDRA

Concebir un pensamiento,
un solo y único pensamiento,
pero que hiciese pedazos el universo.

E. M. CIORAN

Tercera parte: Sandra

1
Un colchón

Son casi las tres de la mañana del día siguiente, y Jon sigue dando vueltas en la cama.

No está del todo despierto, tampoco dormido. Es vagamente consciente del calor y del peso de su cuerpo sobre el colchón, de ultimísima tecnología. Mucho mejor que el que tiene en su piso. En calzoncillos, con el edredón hecho un guiñapo a los pies, logra encontrar una postura una hora después de meterse en la cama, y se deja llevar por el sopor. Pero no logra dormirse del todo.

En parte, porque se despertó a las tres de la tarde, tras nueve horas de sueño. Levantarse a destiempo y volver a dormir enseguida no es lo suyo.

En parte, porque no paran de venir a su cabeza las imágenes de lo ocurrido en las últimas horas.

La cárcel.

La mujer.

El ascensor.

El pitido, que aún no ha acabado de extinguirse en sus oídos.

Y lo que sucedió después.

Había habido muchas explicaciones.

Demasiadas.

Primero, las que tuvieron que darle a la policía sobre el tiroteo. Las justas, pero bastante tensas. Las autoridades competentes se muestran extraordinariamente curiosas cuando se produce un intercambio de disparos con armas de alta potencia en un edificio repleto de militares. Incluso aunque nueve de cada diez estén retirados, y el resto recibiendo amenazantes folletos del IMSERSO, con títulos como «Tu tiempo se acaba», «Bienvenidos a la sala de espera de Dios». Bueno, quizás no con esos títulos, pero parecidos, piensa Jon, que teme a la vejez más que a los disparos.

Pero menos que a las bombas.

Haber pronunciado la palabra «explosivos» en un edificio lleno de militares tampoco ayudó a disminuir la curiosidad de la policía. Se habían presentado unos cuantos TEDAX, con menos imaginación que el señor White. Buscaron en todas partes menos debajo de la piel del inspector Gutiérrez, que, mientras tanto, esperaba envuelto en una manta y con un café razonablemente bueno en las manos. Mirando al infinito, o a su parte proporcional más cercana, que resultó ser un parterre en el patio central, cubierto de hortensias y glicinias. Estaban floreciendo, como suelen hacer a finales del invierno.