Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Jon se quedó allí, en una esquina, sin hablar, mientras a su alrededor la noche deliraba como un pájaro en llamas.

Al guardia de seguridad de la entrada lo atendían los sanitarios por el golpe en la cabeza que le había dado el intruso, dejándolo fuera de juego. Una docena de técnicos corrían como pollos sin cabeza, varios inspectores cabreados revoloteaban. Y Jon, mientras, dejando que Antonia se ocupase de las relaciones públicas. Nunca una buena idea, en circunstancias normales.

O en ninguna circunstancia.

Jon prestó poca atención a la conversación. O más bien es que le llegaba a través de un velo, como cuando estás sumergido en la bañera y alguien grita desde la habitación contigua. Asistió a los retazos que le llegaban con desapego, con esa indiferencia que te regala el universo cuando has sentido la muerte. No llamando a la puerta de tu casa, sino okupándola, empadronándose, cambiando las cerraduras y tirándote besos desde la ventana.

Hubo alguna palabra más alta que otra, miradas de extrañeza, y también algún comentario en voz baja —pero no lo suficiente— de «quién es esta gilipollas».

Luego llegó Mentor —y con él las llamadas de teléfono de gente importante—, y las preguntas desaparecieron. Con más reticencia que de costumbre, dado el lugar, la situación, y la cantidad de jubilados acostumbrados a mandar regimientos que daban instrucciones contradictorias asomados en pijama a las terrazas.

Finalmente, Mentor se acercó a él. Torció un poco el gesto al ver el estado en el que Jon se hallaba, y probablemente también al encontrarse lo bastante cerca como para olerle. Al inspector Gutiérrez le rodeaba una nube de sudor y adrenalina quemada. Dos olores nada agradables.

Al menos, Antonia nunca se quejaría de eso, pensó Jon, dándose cuenta de que su trabajo no estaba exento de ventajas.

Hubo más explicaciones. Más breves, más auténticas. Antonia y Jon le acompañaron en el coche al cuartel de Reina Roja, se metieron bajo la ducha y se retiraron cada uno a una habitación. Hay un módulo especial con cuartos minúsculos donde poder dormir. No es que pudieras agitar a un gato sosteniéndole por la cola dentro de ellos, pero le había servido a Jon para descansar —con la ayuda de una inyección suministrada muy atentamente por la doctora Aguado, además de los antibióticos.

Se despertaron pasada la hora de comer.

Hubo una reunión.

Se intercambiaron algunas palabras.

Se dieron cuenta de lo jodidos que estaban.

—Resumiendo —dijo Mentor, tras un largo y hosco silencio—. No tenemos la identidad del asesino de Raquel Planas, porque el teléfono estaba destrozado. ¿Algo en la nube?

Aguado negó con la cabeza.

—No tenemos tampoco ni la más remota pista de por qué White os mandó a esclarecer este crimen —siguió Mentor.

Antonia negó con la cabeza.

—Hemos descartado por completo la posibilidad de que White esté relacionado con Víctor Blázquez —dijo Mentor—. Que es, por ahora, el único beneficiario de nuestros esfuerzos.

Jon negó con la cabeza.

Y fue al que más le costó.

Después de la confesión de la señora de Planas, ellos estaban obligados a actuar para cambiar la situación de Blázquez. Probablemente con una llamada a los inspectores que se encargaron del caso, en su día. Esto tendría un doble efecto. El primero, recordarles que habían llevado la investigación mal, basándose en prejuicios, y colocando a un inocente en la cárcel. El segundo, darles la oportunidad de enmendar su error, ya que serían ellos mismos quienes presentaran ante la Fiscalía sus nuevas «conclusiones». Lo cual causará vergüenza a muchos, agitación a muchos más, y, casi seguro, una condena de cárcel para la señora de Planas. De dos años justos, para que no pasase ni un día en prisión. Ya que cualquier condena de dos años o menos, en España no se cumple.

Cierto, se habían enfrentado a un caso frío, de casi cuatro años de antigüedad. Algo que, en el mejor de los casos requería meses, un equipo enorme, recursos. Y que, en el peor, era imposible.

Ellos dos lo habían resuelto en seis horas.

Aun así…

No se sentía como una victoria en absoluto.

La justicia es verdad en movimiento, pensó Jon. Y también el único juego donde todo el mundo pierde.

—Y, no sólo eso —añadió Mentor—, sino que, además, ha aparecido una tercera parte en esta historia. Un tirador misterioso, con experiencia en armas de fuego, y que lleva un rifle de asalto pesado. Del que no conocemos ni su identidad, ni sus motivaciones, ni su relación con White, ni por qué quería borraros del mapa. Y del que sólo tenemos una descripción genérica.

—También tenemos las imágenes grabadas con los móviles desde las terrazas —apuntó Jon, siempre deseoso de ayudar.

—Cierto, cierto. Seis vídeos grabados por septuagenarios, que, dada la calidad de los teléfonos, las condiciones lumínicas y el pulso de los abuelos, nos han dado como resultado un maravilloso borrón —dijo Mentor, señalando a la pantalla de la sala de reuniones, donde se veía, efectivamente, un borrón.

—¿Tienen ustedes alguna novedad por aquí? —pregunta Jon.

—Absolutamente ninguna —responde Mentor, muy alto y muy deprisa, mirando a la doctora Aguado, que no abre la boca—. Seguimos sin tener ningún hilo del que tirar. Lo que nos deja, de nuevo, a merced de lo que White quiera ordenarnos. Y, como única estrategia, esperar.

—Once de cada doce veces es lo mejor que puede hacerse —dice Antonia, intentando que suene creíble una estadística que se ha sacado, evidentemente, del culo.

—Entonces, sospechosos cero, identificaciones cero, pistas cero. Está bien el resumen, ¿o me he perdido algo?

Antonia, Jon y la forense asintieron con la cabeza.

—Resumiendo aún más, que estamos bastante jodidos —concluyó Mentor.

Jon le había dado la razón entonces, y se la da ahora.

En el cuartel han procurado que las habitaciones, aunque escuetas —más bien camarotes, en ese lago de cemento que es la nave—, estén bien acondicionadas. El colchón, por ejemplo. Látex y viscoelástico, de los caros, igual que la almohada que le sostiene el cuello. De esas que se adaptan perfectamente a la forma de tu anatomía, reaccionando a tu peso y a tu calor corporal. Ajustándose a cada recoveco y a cada curva. Jon se pregunta si la almohada también registrará la zona de su cuello donde la bomba forma un pequeño saliente. El viscoelástico tiene efecto memoria, la impresión dejada permanece durante un rato antes de regresar a su forma original.

Jon se pregunta cuánto tiempo durará la memoria. Si ahora, por ejemplo, estallase la bomba. Si su cuello reventase, de dentro a fuera, y la fuerza de la explosión enviase trozos de metal y hueso a través de su bulbo raquídeo, matándole instantáneamente. ¿Dejaría antes de latir su corazón, de lo que durase el efecto memoria de la almohada? ¿Seguiría ahí su silueta cuando Antonia entrase en la habitación?

Jon imagina a dos sanitarios cargando su cuerpo en una camilla. Luego, un poco más realista, se imagina a tres. Cómo le levantan, arrastran el cadáver y lo llevan hasta el laboratorio de la doctora Aguado. El viaje es corto, apenas veinte metros. Allí, la forense examinará los restos de la explosión, hurgando en su cerebro, buscando desesperadamente una pista entre los fragmentos. Apartando los trozos de lo que, tan sólo unos minutos antes, era Jon Gutiérrez. Conservando aún el calor al tacto.

Antonia lloraría, por supuesto. Y luego se remangaría, y se pondría a buscar venganza, sin solución de continuidad. O quizás le diese uno de esos chungos suyos, y se encerrase otros tres años en su ático.

Uno nunca sabe, con Antonia Scott.

Te puede salir por donde menos te lo esperas.

Como por ejemplo, aporreando la puerta de tu dormitorio, a las 03.26 de la madrugada.

Cuando abre, Antonia está delante de él, en bragas y sujetador, con la ropa colgando de una mano, las deportivas en la otra, y el móvil en la boca.

Jon se lo arrebata, al ver que trata de hablar.

—Ha llegado un mensaje —dice ella, cuando le libera los labios—. Hace medio minuto.

Jon mira la pantalla, mientras Antonia se viste a toda prisa en el pasillo.

CALLE DEL CISNE, 21.

—¿Dónde está esto?

—No lo sé —dice ella, peleando para abotonarse la camisa.

Jon procura dotar a la primera palabra que pronuncia a continuación de toda la malicia de la que es capaz, a esas horas y aún adormilado. Que es bastante.

—¿ no sabes una calle de Madrid, cari?

—Madrid tiene 9.187 calles, Jon. No puedo sabérmelas todas.

Antonia parpadea —tiene aún la marca de la almohada en la cara, el pelo revuelto, y el rostro caliente—, y hace una pausa valorativa, mientras mete las piernas en las perneras del pantalón.

—Quiero decir, podría. Pero no es el caso. ¡Búscala en Google!

Jon teclea en la aplicación.

—¿Se lo has dicho a Mentor?

—Le he reenviado el mensaje.

El mapa de la aplicación se abre, mientras la señal, en décimas de segundo se conecta al sistema de localización por satélite, ubica la posición del teléfono de Antonia y muestra el mapa de las cercanías del aeropuerto para, a continuación, marcar la distancia hasta la calle del Cisne, 21; y todo ello en menos tiempo del que se tarda en leer, por ejemplo, sesenta y ocho palabras.

—Enséñame —dice ella, abrochándose el cinturón.

Jon le da la vuelta al teléfono, mostrándole la localización. Ella lo mira, atenta, durante un segundo y medio.

Entonces, Jon comprende por qué Antonia ha hecho algo tan extraño como salir semidesnuda al pasillo y darle a él el teléfono para que busque la dirección. Lo comprende en el momento exacto en el que ella dice:

—Vístete, te espero en el coche.

Mientras corre, descalza, pero con suficiente ventaja.

Será hija de

Lo que hicieron entonces

—No está lista para comenzar, doctor Nuno.

Al otro lado del cristal, la mujer, ajena a su futuro que consistirá en causar inmensas cantidades de dolor a muchas personas, pone todo su empeño en ordenar una serie de números en secuencias lógicas. Tiene unos electrodos colocados en el cráneo, está vestida sólo con una bata de hospital.

—¿Cuánto tiempo lleva con el entrenamiento? —dice el médico, aunque lo sabe demasiado bien.

—Tanto ella como Scott han superado el tiempo recomendado. Pero no consigo que controle sus emociones. Es muy frustrante.

—¿Cómo ha reaccionado al compuesto?

El doctor Nuno alarga una mano sembrada de venas varicosas que parecen una tormenta de rayos púrpura y recoge el papel que le pasa Mentor.

—Los datos están muy bien. Son mejores aún que los de Scott.

—Y sin embargo no consigo estabilizarla. Las pastillas se han probado inútiles.

Nuno carraspea, respira hondo, y entonces Mentor intuye que viene discurso. No es la primera vez que siente una fuerte tentación de mandar a los de seguridad que le reduzcan, le lleven a un callejón oscuro y le hagan desaparecer discretamente. Podría hacerlo. Y nadie protestaría.

Sin embargo, Nuno se queda callado. Como si hubiera perdido el hilo de lo que iba a decir. O algo dentro de él le hubiera obligado a dejarlo dentro antes de que fuera demasiado tarde.

Cuando lo recupera, algo ha cambiado en su voz. Ya no navega sobre un río de sarcasmo. Es una octava más baja. Hay más verdad en sus palabras. En contra de lo que cabría esperar, eso aún preocupa más a Mentor

—Hace años participé en un experimento que cambió mi manera de ver el mundo. Lo que voy a contarle es del dominio público, puede encontrar el experimento con facilidad. Mis conclusiones personales… no.

Nuno se recuesta contra la pared, como si llevara encima el peso del mundo.

—Eran cincuenta sujetos del experimento, veintiocho hombres y veintidós mujeres. Les fijamos a la silla. No una atadura demasiado restrictiva, simplemente teníamos que obligarles a mirar la pantalla. Después les empezamos a reproducir un carrusel de imágenes. Tartas, bebés regordetes, cachorros lanudos. Debajo poníamos música feliz, perfecta. Louis Armstrong, una tal Katy Perry, cosas así, de los jóvenes. ¿Tiene uno de ésos?