Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

—Tenemos que pedirte un favor. Necesitamos dos unidades de municipales estacionadas frente a una dirección.

—Esa petición tiene que ir por central, compañeros —dice Ruano, perplejo.

La mujer le mira, con unos ojos verdes extraños. Afilados, es la palabra que viene a la mente de Ruano, pero claro, no puede ser.

—Tiene que ver con Osorio, agente. Supongo que me comprende.

Ruano es millenial, pero tirando a los treinta, así que pertenece a esa generación que exprimió los últimos flipar en colores antes de que WTF se acabara imponiendo. Éste es un momento en el que las dos expresiones se quedan cortas en su cabeza.

—¿Qué… qué es lo que necesitan?

—Tenemos a dos sospechosos localizados. Uno de ellos es un hombre de unos cuarenta años, pelo rubio ondulado, traje elegante. Le acompaña una mujer de pelo rubio y gabardina, de unos treinta años. Creemos que van a estar dentro de dos horas y media en esta dirección —dice, alargándole una hoja de papel, a través de la ventanilla.

Ruano coge la hoja de papel, la lee, y mira a la mujer a los ojos, que asiente despacio con la cabeza.

—Necesitaremos dos unidades en la puerta. Es un lugar estrecho, no tiene pérdida. Si los ven entrar, no intervengan, ¿de acuerdo? Ambos son extremadamente peligrosos. Háganlo sólo a la salida.

—Compañera, yo esto tengo que avisarlo por radio. Tenemos que hablar con central, llamar a…

—No. Si hace eso, no se presentarán. La única posibilidad que tenemos de cogerles es si hace usted exactamente lo que le he pedido.

Ruano piensa en Osorio. Piensa en las pesadillas, que vienen incluso cuando está despierto. Piensa en el hijo de Osorio, aún por nacer.

—Haré lo que me ha pedido, compañera.

—Discretamente —remarca ella.

—Discretamente.

Ruano contempla las luces traseras del Audi, que se adentra en la rotonda para enfilar hacia el norte, y empieza a hacer una lista. No tiene tiempo que perder.

La vida es algo demasiado valioso como para dejarlo en manos del destino, piensa Antonia, mirando por el retrovisor cómo el agente Ruano se va haciendo cada vez más pequeño.

Aunque dejarlo en manos de una nota de setenta y ocho palabras escritas a lápiz, no es mucho mejor.

16
Una torre

Claro, tenía que acabar todo en una polla gigante, piensa Jon, alzando la mirada.

—Esto no va a ser como en Rascafría. Nada de fuegos artificiales —dice Antonia, mirando arriba a su vez.

—No hace falta que sean en plural. Basta con uno —dice Jon, acariciándose el cuello. Los puntos de la cicatriz están más tirantes que nunca. De repente, a Jon le apetecería tener la crema hidratante de amatxo a mano.

Frente a ellos se alza la Torre Espacio. Una de las cuatro torres de la Castellana. Doscientos veinticuatro metros de altura. Cincuenta y seis plantas. El cuarto rascacielos más alto de España. Una monstruosidad de acero, cristal y hormigón, que se alza al lado de los otros tres edificios más altos del país. Un monumento a una época anterior, un mausoleo, una aberración, depende de a quién le preguntes.

A Jon le parece, simplemente, una polla gigante.

No exenta de ciertas ventajas. Para empezar, un único punto de entrada. Con una seguridad extraordinaria. Sin accesos laterales, sin aparcamiento. Una auténtica ratonera.

—¿Estás segura de que White vendrá?

—Estoy segura. Éste es su gran triunfo. Todo por lo que ha trabajado desde hace años. Doblegarme a mí también, demostrar que su teoría es infalible.

Jon vuelve a mirar la entrada del edificio, a la calle repleta de coches oficiales. Mercedes, BMW, Audis, todos negros o grises, algunos con banderas. Casi todos con matrícula con fondo rojo y caracteres en blanco.

—Deberíamos llenar este sitio de policías —dice, más para sí mismo que para ella.

—No puedo arriesgarme —responde Antonia, meneando la cabeza.

La siguiente pregunta de Jon podría haber sido sarcástica un par de días atrás. Podría haber estado llena de reproches, de drama, de mala leche. Ahora, después de todo lo que han pasado en los últimos días, tiene un tono distinto. Tierno, incluso.

—¿A perder el juego?

—No, Jon. A perderte a ti.

Jon frunce los labios, con sorpresa. No se esperaba esa respuesta. Ni siquiera está seguro de que Antonia hubiese considerado la posibilidad de perder, antes de hoy. O de no sacrificar todo lo que hiciese falta, con tal de ganar, que es casi lo mismo.

En eso estamos completamente de acuerdo, cari.

Aun así, el cronómetro sigue contando hacia atrás, y el plan de Antonia no acaba de convencerle.

—Repíteme que es lo que vamos a hacer.

—Vamos a subir. Vamos a hablar con él. Y vamos a hacerle confesar.

—Y con eso será suficiente. Con eso White considerará que has cumplido con tu tarea.

Dicho así, parece sencillo. Una minucia.

Jon mira a Antonia, preguntándose qué estará pasando ahora mismo por su cabeza. Qué decisiones, qué dilemas. Qué enorme valentía la de afrontar una verdad que va a cambiar por completo todo aquello que creía saber de sí misma.

No quién es, por supuesto. Porque eso, Jon lo sabe bien, no lo cambia lo que hagan los demás.

Le gustaría decirle todo eso, poder consolarla de alguna forma, pero nunca ha tenido un don especial para las palabras. Poder elegir las correctas, poder curar a través de ellas, suministrar la fuerza necesaria con unas cuantas sílabas. No es ése el estilo de Jon Gutiérrez. Tampoco lo que ha aprendido, en los años que lleva de vida.

—Gracias por estar aquí, Jon —le dice Antonia, mirándole a los ojos.

Y Jon sonríe, porque eso es, al fin y al cabo, lo más importante en la vida. El noventa por ciento del trabajo es estar junto a quien tienes que estar. El otro diez por ciento, se improvisa sobre la marcha.

—Hoy no echaban nada en la tele. ¿Nos movemos?

Antonia se quita la bandolera, y la arroja al maletero abierto del Audi. También se quita el reloj y el teléfono.

Jon hace lo mismo. Se vacía los bolsillos. Sólo lleva consigo la identificación y el arma. Pero cuando va a dejar el teléfono, Antonia hace un gesto y le pide que se lo quede.

Jon no lo comprende. Ese aparato sigue siendo los oídos de White. Dejar el teléfono en el coche sería la manera de dejarle sordo, en el último movimiento de la partida. Pero no va a discutir con Antonia. Entiende que debe tener un motivo.

Ya que no puede hacer otra cosa, al menos intenta protegerla. Saca el chaleco antibalas y se lo ofrece a su compañera.

—Ponte esto, cari.

—Si nos ponemos eso, no nos dejarán pasar.

Jon mira a Antonia, mira al chaleco, mira a la puerta de la torre. Se muerde el labio inferior. Repite el proceso un par de veces más. Concluye que tiene razón. Suelta el chaleco.

—No te preocupes, de ésta no vamos a salir a tiros —añade ella—. Ésta es otra clase de historia.

No sé yo si creerte, cari, piensa Jon, cerrando el maletero de un portazo.

17
Un sarao

Al otro lado del enorme vestíbulo, solado de mármol travertino, está la recepción. Un mostrador límpido, cristalino, de diez metros de ancho y formas futuristas. Tras él, media docena de —casualmente— jóvenes y atractivos recepcionistas de ambos sexos (hay un chico).

Justo hacia él es al que —casualmente— se dirige el inspector Gutiérrez.

—Necesitamos acceder a la planta diecisiete —dice, enseñando su identificación.

—¿Están en la lista?

—Es un asunto policial.

El joven atractivo aletea sus larguísimas pestañas.

—No va a ser posible sin autorización, señor. Como sabrá, hoy hay un evento importante —dice, apuntando con el bolígrafo hacia la entrada, donde un grupo de rezagados en trajes de cóctel van pasando sus tarjetas identificativas por el lector.

—Compruebe mi nombre —dice Antonia, mostrando su identificación.

El joven atractivo está situado en una silla alta que —casualmente— permite a los visitantes ver las piernas de los recepcionistas. También le concede al recepcionista una altura privilegiada. Suficiente para hacer un escaneo ocular de arriba abajo que ríete tú del portero del Urban.

Jon es dolorosamente consciente del lamentable aspecto de ambos. Él, con su traje verde terrorífico arrugado. Antonia, con la chaqueta casual en la que aún son apreciables unas manchas de vómito, por mucho que la haya frotado bajo el grifo en el baño de la gasolinera. No son la imagen del glamour.

—Como les digo, es un evento privado —dice el joven.

—Estoy en la lista permanente —insiste Antonia.

Las largas pestañas se entrecierran con incredulidad, pero aun así el recepcionista le sigue el juego, deseando poner en su sitio a esa pareja de zarrapastrosos.

Jon y Antonia no pueden ver el resultado que arroja la pantalla, ni falta que hace. Las largas pestañas se separan, con asombro autoexplicativo.

—Lo lamento mucho, señora Scott. Aquí tiene su tarjeta —dice el recepcionista, alargándole un rectángulo de plástico.

—Y una para mi compañero —pide Antonia.

Cuando se separan del mostrador y se dirigen a los tornos, Jon aún está saboreando el instante ustednosabequiénsoyyo.

—A veces la vida te da momentitos —le dice a su compañera, mientras se ponen a la cola de trajeados.

—No es que nos queden muchos —responde Antonia, mirando al reloj situado al otro lado del torno.

A pesar de que el ascensor va atestado, disponen de mucho espacio. El resto de ocupantes se han apelotonado delante de la puerta, intentando mantenerse lo más lejos de ambos, y concretamente de ella. Sobre todo, por el olor a vómito.

El viaje hasta la planta diecisiete es breve, veloz y les provoca una leve sensación de vacío en el estómago cuando el ascensor termina el recorrido y se detiene suavemente en su parada.

—Que disfruten la velada —dice Jon, disfrutando a su vez de las miradas reprobatorias de los ocupantes, que compiten por ver quién se aleja antes de ellos.

Ambos salen del ascensor y esperan a que el resto de ocupantes se alejen por el ascensor y pasen su identificación por el segundo torno de acceso. Una oleada de música intermitente surge del otro lado de las puertas interiores. Jon reconoce los versos

(They will not force us
They will stop degrading us
They will not control us)

del Uprising, de Muse, que brotan junto a destellos de luces de colores y el rumor de un centenar de conversaciones en voz alta.

—De todas las noches, tenía que elegir ésta —dice Jon, mirando las puertas automáticas, custodiadas por dos mujeres con sonrisas agarrotadas.

—No ha sido casualidad. Con White, nada lo es.

Jon se encoge de hombros, con estoicismo. No es como si pudiera pararse a quejarse.

—Ya sabes lo que dicen. Que el fin del mundo te pille bailando.

—¿Quién lo dice?

—Un vecino tuyo que canta mucho mejor que éstos que suenan. Anda, tira.

Y, sin más ceremonia, se dirigen hacia los tornos, hacia las mujeres de sonrisas agarrotadas, y hacia la puerta que custodian. Una puerta coronada por una banda de tela en la que se lee, en dos idiomas:

64.ª CONMEMORACIÓN DEL DÍA DE LA COMMONWEALTH

Justo encima de las letras que, recortadas en acero, dan la bienvenida a la:

EMBAJADA BRITÁNICA

18
Un sarao

A Antonia Scott no le gustan las fiestas.

No es una cuestión de estética. Esta fiesta tiene lugar en la recepción de la embajada, un espacio abierto y moderno (reformado hace cinco años por el único interiorista inglés sin mal gusto). Para la ocasión lo han llenado de banderas de todos los países de la Commonwealth en general y de Inglaterra en particular. Pero no es cuestión de ponerse exquisitos.

Hay poca luz, y los led rojos y azules que han colocado por todas partes sólo sirven para convertir a todos los invitados en fantasmas de formas indefinidas y de rostros uniformes. Lo cual conviene a la gran mayoría de ellos, que se encuentran en esa edad dorada entre la madurez y la licuefacción. Al fin y al cabo, estamos en una embajada, es una recepción anual y se trata de invitar a los invitados más selectos, que en inglés es sinónimo de ricos y esnobs.

Nada de todo esto molesta a Antonia Scott de las fiestas, porque está acostumbrada a lidiar con peces gordos (es la hija del embajador de Inglaterra), personas cercanas a la licuefacción (llama mucho a su abuela) y patrioterismo exacerbado (es funcionaria).

Lo que a Antonia Scott le jode de las fiestas es la cantidad de gente que hay.

El cerebro de Antonia está habituado a trazar líneas invisibles —y casi inconscientes para ella— en el espacio que dista entre su posición y el lugar al que se dirige. Estas líneas invisibles suelen esquivar los obstáculos que suponen mayor amenaza para sus preferencias personales. Objetos sucios, dañinos, peligrosos. Esa lista incluye farolas meadas por perros, contenedores de basura y al cien por cien de la raza humana.