Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

La operación para quitarle los dos artefactos explosivos de la columna era más sencilla ahora que habían desactivado algunas de las defensas de White, pero aun así Antonia hizo venir a un neurocirujano desde Estados Unidos para asistir en la intervención. En el quirófano había siete personas, y otros nueve expertos ayudaron conectados en línea desde diversos puntos del planeta. Cuando el último de los tornillos cayó en la cubeta de acero con un satisfactorio chasquido metálico, hubo un suspiro de alivio generalizado del que Jon no fue nunca consciente.

Tampoco se enteró de gran cosa en la conversación posterior con el cirujano. Entre los restos de la anestesia y que el hombre hablaba en extranjero, Jon apenas captó unas pocas frases. Algo como que había estado en la cárcel, y que ahora estaba terminando de escribir un libro que se publicaría pronto. Jon supuso que el tipo le estaba tomando el pelo, pero le dio las gracias con mucha amabilidad, en su mejor inglés de Santutxu. Aparte del zenkiu, zenkiu very much, dudó que el médico captase gran cosa tampoco.

Aún permaneció unos días más en el hospital. Esta vez con visita inesperada. La mismísima amatxo, que había roto su promesa de no cruzar nunca la frontera invisible del Duero. Y allí se presentó, mirando de reojo a Antonia al entrar, como con desconfianza. Mandándola a su casita, que estarás cansada, hija, ya me ocupo yo, cúrate ese brazo. Sacando de la bolsa una tartera de kokotxas, y una bolla de pan de la panadería del Gorka, ya sabes, el primo segundo de Maider. Un chaval majísimo, creo que está soltero, ya sabes, por si te da por dejar tu importantísimo trabajo en la capital y volverte a tu tierra, con tu familia, que parece mentira. Y él, que si tienes una foto del Gorka, amatxo. Y ella, pues mira, casualmente. Y Jon miró —estalqueó— la página de Facebook de la panadería Gorria, al lado del metro de Basarrate. Y al panadero, sonriente a la cámara, con una baguette enorme en cada mano.

Y a Jon le entró una terrible morriña, que no había forma de calmar. Y agarró la mano de amatxo, tiró de ella hacia él, le dio un beso en la frente y le dijo algo.

Y amatxo se alegró mucho al escucharlo.

Y los dos se echaron a llorar.

Un principio

Antonia Scott sólo se permite pensar en el suicidio tres minutos al día.

Para otras personas, tres minutos pueden ser un período minúsculo.

No para Antonia.

Los tres minutos en los que Antonia piensa en maneras de morir son sus tres minutos.

Son sagrados.

Antes eran lo que la mantenía cuerda, ahora son su tecla de escape. Le ordenan la mente. Le recuerdan que, por mal que se ponga el juego, siempre podrá ponerle fin. Que siempre habrá una salida. Que puede intentarlo todo.

Ahora los vive casi con optimismo. Le han salvado la vida.

Especula con ellos como el poseedor de un décimo que se gasta mentalmente el premio gordo la noche antes del sorteo. Como un adolescente sediento con el momento misterioso del primer beso.

Son sagrados. Le recuerdan que, por doloroso que sea caer desde muy alto, primero hay que haber subido.

Por eso no le gusta nada, nada, cuando unos pasos que conoce muy bien, un piso más abajo, interrumpen el ritual.

Antonia está segura de que viene a despedirse.

Y eso le gusta aún menos.

A Jon Gutiérrez no le gustan las escaleras.

Por eso decide subir a casa de Antonia en ascensor.

Pero se baja un piso antes. Por mantener la tradición. Por hacer ejercicio. Por ir avisándola.

Los últimos cuatro escalones los sube al trantrán, debido al ajetreo de los últimos días, el agotamiento y la falta de costumbre. No es que esté gordo.

Cruza la puerta del piso —verde, descascarillada, antigua de narices—, abierta de par en par, y recorre el pasillo hasta el final.

Antonia Scott está sentada en el suelo, en mitad de la habitación, en la posición del loto. Mirándole con extrañeza.

—¿Has venido a despedirte?

—He venido a decirte que hace dos días recibí una llamada. Por un puesto de trabajo.

—Ah —dice Antonia.

Jon alarga el momento. Es agradable, por una vez, encontrarse al otro lado de la incomodidad de Antonia Scott.

—Me costó un poco entenderme con ellos. Hablaban en un español muy malo. Y yo, de francés, ni papa.

Ella le mira, aguardando. Sin acabar de atar cabos. Otra novedad, en un día lleno de maravillas.

—¿Te vas a Francia?

—Cari, por Dios. No es el único país donde se habla francés.

Nada. Ni un solo signo de reconocimiento. Sólo esa cara neutra, expectante. Que, con tiempo, esfuerzo y generosidad, uno podría aceptar como humana.

—Llamaban de Bruselas.

—Ajá —dice Antonia, aún sin comprender.

—Los jefes de equipo restantes están poniendo el proyecto de nuevo en marcha. Habrá menos recursos. Menos dinero. Menos países involucrados. Pero siguen considerando Reina Roja como un proyecto estratégico.

—Me alegro por ti. Bruselas es una ciudad preciosa.

Jon sonríe para sus adentros. Tanta inteligencia y aún no se ha dado cuenta de lo que está pasando.

Probablemente tardará.

—He aceptado el trabajo, por supuesto. A cambio, sólo he pedido que me permitan sugerir, al menos, un candidato para otro puesto que se ha quedado vacante.

—Jon, como no me expliques qué…

—No fue fácil —le interrumpe él—. Hacía falta una persona con experiencia en el proyecto, que hubiera pasado los vetos de seguridad, con capacidades de gestión. Y de pronto pensé, pero si yo conozco a alguien de confianza.

Jon se hace a un lado.

Detrás de él, en el pasillo, está Raúl Covas. Cincuentón, metro ochenta, pelo color caoba, ojos grises y hombros de rechupete. Con el traje se le marcan menos que con el uniforme, pero aun así.

—Scott —dice, inclinando la cabeza.

—Inspector Covas —pronuncia ella, como quien invoca al demonio.

—Ya no. Puedes llamarme Mentor.

En la cabeza de Antonia aparece, nítido, el punto clave, el más importante de todos los que había en el cuestionario de la revista Telva.

Punto 6: Nunca vuelvas con tu ex.

No importa lo que creas, hay un millón de cosas que saldrán mal.

Antonia se pone en pie, da un par de vueltas por la habitación, y acaba parándose al otro extremo del salón, debajo del ventanuco.

—¿Puedes venir un momento, Jon?

Jon se acerca, con andares inocentes.

—¿Sí, cielo?

—¿Te das cuenta de que es un imbécil?

—Dijiste que era muy listo.

—No es esa clase de imbécil.

—Bruselas lo aprueba.

—Ya, pero yo no.

—Ésa es otra, cari. En Bruselas aprueban tus resultados. Pero están un poco —mueve la mano derecha, en paralelo al suelo, con los dedos bien separados— así así con respecto a tu iniciativa, a tu exceso de ella, concretamente. Y a algo llamado bullé purle veicúl espesió.

—No es justo —se queja Antonia—. Vamos dos a uno. Y esta vez no hemos siniestrado ninguno.

Mentor saca un papel del bolsillo de la chaqueta y comienza a recitar.

—Dieciséis mil euros en daños en pintura, retrovisores, una valla de un centro comercial…

Antonia mira a Jon, y menea la cabeza, con resignación.

—Debo reconocerte una cosa. Necesitaban un lameculos y bienqueda profesional. Has escogido al mejor.

—Tengo un ojo tremendo, cari.

—¿Y qué pasa contigo?

—¿Conmigo?

—¿No has tenido suficiente sangre, suficientes escenas del crimen, suficiente violencia?

—Para toda una vida —afirma Jon.

—¿Quieres más?

—Por Dios, sí.

Antonia sonríe.

Su sonrisa de diez mil vatios, marca registrada.

Mentor les alarga una carpeta, con unos cuantos papeles. Un misterio, por supuesto.

—Pues ¿a qué estamos esperando?

Jon sonríe a su vez y extiende la mano. Antonia le ofrece la carpeta, pero Jon niega con la cabeza. Amatxo no crio ningún idiota, no señor.

—¿A qué va ser? A que me des las llaves del coche, cari.

Agradecimientos

Ha costado doce años llegar hasta aquí, y no lo he hecho solo. Por eso quiero dar las gracias.

El primer agradecimiento es para ti, que me lees. Por haber convertido mis obras en un éxito en cuarenta países, gracias de corazón. Es un orgullo y un honor compartir mis historias contigo. Te pido un último favor.

Seguro que ya te has dado cuenta que esta historia comenzó mucho antes de la publicación de Reina Roja. Si aún no lo has hecho, te invito a releer la pentalogía completa en orden cronológico El Paciente, Cicatriz, Reina Roja, Loba Negra y Rey Blanco. Verás cómo la historia cambia delante de tus ojos.

A Antonia Kerrigan y todo su equipo: Hilde Gersen, Claudia Calva, Tonya Gates y las demás; sois las mejores.

A Carmen Romero, Berta Noy y Juan Díaz, que creyeron en Antonia Scott y Jon Gutiérrez. A todo el equipo de comerciales de Penguin Random House, que se deja la piel y el aliento en la carretera. A Eva Armengol, Irene Pérez y Nuria Alonso, que me ayudan cada día a dar a conocer a Antonia y Jon. A Raffaella Coia y Bettina Meyer, que corrigieron y maquetaron el libro. A Clara Rasero, que tiene un cronómetro en la cabeza.

Al departamento de diseño de Penguin Random House, que hizo más de cincuenta versiones distintas de la portada de Reina Roja, hasta que dimos con la idónea. Sin quejarse ni un poquito.

A Juanjo Ginés, poeta que vive en la Cueva de los Locos y se recrea en el Jardín del Turco, que siempre está ahí, por muchos años que pasen.

A Manuel Soutiño, que siempre está ahí, leyendo manuscrito tras manuscrito, desde el principio.

A Alberto Chicote e Inmaculada Núñez, porque os queremos mucho y por las mejores albóndigas que jamás se han cocinado en la historia de la humanidad.

A Dani Rovira, Mónica Carrillo, Alex O’Dogherty, Agustín Jiménez, Berta Collado, Ángel Martín, María Gómez, Manel Loureiro, Clara Lago, Raquel Martos, Roberto Leal, Carme Chaparro, Luis Piedrahita, Miguel Lago, Goyo Jiménez y Berto Romero. Tenéis todos más talento, más gentileza y más compañerismo del que me merezco. Me enorgullezco de vuestra amistad.

A Gorka Rojo, que calcula mejor que nadie cuánto tarda la gente en caerse.

A Arturo González-Campos, mi amigo, mi socio. Es una pena que seas tan viejo y me quede tan poco tiempo de disfrutarte.

A Rodrigo Cortés, quien es tan insoportablemente listo como Antonia, en algunas ocasiones. Tan buen amigo como Jon, en el resto.

A Javier Cansado, que nunca cumpla su amenaza de jubilarse.

A Emil Cioran, Fernando Savater y Alberto Domínguez Torres, de quienes aprendí sobre el sueño y el insomnio.

A Joaquín Sabina y Pancho Varona, mi banda sonora.

A Bárbara Montes. Mi esposa, mi amante, mi amiga. Cada mañana es un privilegio despertar a tu lado y ver que no has salido corriendo, como sería sensato. Gracias infinitas por tus consejos, por tu sonrisa de diez mil vatios. Tú eres mi Antonia Scott. Te quiero.

Una aclaración final. Quizás quieras preguntarme qué va a suceder ahora que ha concluido la primera aventura de Jon Gutiérrez y Antonia Scott. ¿Les darás algún nuevo desafío? ¿Qué ocurre con esas aventuras nuevas que seguro tienes en la cabeza?

La respuesta corta es: no lo sé.

La respuesta larga es: depende de ti.

Me dijo una vez Michael Connelly —uno de los genios de este oficio— que una lectora motivada es capaz de generar al menos diez lectores nuevos. De convencerles de que vivan la misma historia que ha vivido ella, o él. Así que puedo decir, con inmensa alegría y agradecimiento, que Antonia y Jon ya no son míos, te pertenecen a ti.

Así que, respóndeme tú.

¿Antonia y Jon regresarán?

Un abrazo enorme

JUAN GÓMEZ-JURADO

Espero que no te hayas olvidado de mí. ¿Jugamos?

Cuando Antonia Scott recibe este mensaje, sabe muy bien quién se lo envía. También sabe que ese juego es casi imposible de ganar. Pero a Antonia no le gusta perder.

Después de todo este tiempo huyendo, la realidad ha acabado alcanzándola. Antonia es cinturón negro en mentirse a sí misma, pero ahora tiene claro que si pierde esta batalla, las habrá perdido todas.

-La reina es la figura más poderosa del tablero -dice el Rey Blanco-. Pero por poderosa que sea una pieza de ajedrez, nunca debe olvidar que hay una mano que la mueve.

-Eso ya lo veremos-, responde Antonia.

El final es solo el principio

Juan Gómez-Jurado (Madrid, 1977) es periodista y autor de varias novelas de gran éxito, traducidas a cuarenta lenguas. Reina Roja, Loba Negra y Rey Blanco (todas publicadas en Ediciones B) se han convertido en un gran fenómeno de ventas, con más de doscientos cincuenta mil ejemplares vendidos, y han consagrado a su autor como uno de los máximos exponentes del género a nivel internacional. Actualmente es colaborador en varios medios y cocreador de los podcast Todopoderosos y Aquí hay dragones.