Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

—Esperemos —le susurra a Antonia.

Antonia le hace un gesto afirmativo.

En esta circunstancia, perdido el elemento sorpresa, lo mejor es aguardar un minuto o dos y contar con el apoyo de los agentes. Lo dicen todos los manuales. Cambiar la sorpresa por la superioridad numérica.

Entonces mira al suelo. Y allí, junto al riel de la puerta, ve algo que le llama la atención. Se agacha a por ello.

Es un trozo de plástico inyectado, de color amarillo. En un costado tiene una pegatina medio arrancada. En la parte superior hay cuatro circunferencias. En cada una de ellas pone LEGO.

Hace unos meses, para Navidad, Jon había acompañado a Antonia a Sarasús, una juguetería cerca de su casa, para que le comprara un regalo de Navidad a su hijo Jorge. El dependiente les había explicado todo lo que tenían que saber sobre Lego y su serie Duplo. Con piezas el doble de grandes que las normales para evitar el atragantamiento. Edad recomendada, de uno a cinco años.

Nadie les había dicho que hubiese niños pequeños en la casa.

Antonia deja caer la pieza en el césped y se lanza de cabeza al interior.

A la mierda la sensatez, piensa Jon.

No queda sino seguirla. Camina muy despacio, intentando no tropezar con nada. Jon saca su linterna táctica del bolsillo de la chaqueta, y alumbra por delante de ambos.

Hay algo muy inquietante en entrar en una casa que no es tuya, en mitad de la noche, sabiendo que te enfrentas a un agresor potencial. Cada sombra se convierte en una amenaza, cada ángulo en un arma esgrimida contra ti, cada retrato en las paredes es un rostro que te observa con la codicia del ladrón, el deseo del violador o el apetito del monstruo. Jon contiene el aliento, sin darse cuenta. Pisa distinto, apoyando el exterior del pie en lugar del talón. También está atento a cada roce, a cada susurro.

Entonces suena un ruido en el piso de arriba.

Un golpe, unos cristales rotos.

Jon alcanza a Antonia y le obliga a situarse detrás de él, casi tirando de ella, antes de que suba corriendo por las escaleras. Que son, Jon se da cuenta, muy bonitas. Con mucho gusto. Y crujen muy poco, piensa, cuando apoya el pie en el primer escalón.

Hay diecisiete, en total.

La sangre comienza en el catorce, tiñéndolo casi por completo. Se escurre sobre el trece antes de salpicar ligeramente el doce, y gotear hacia el suelo del salón.

El inspector Gutiérrez no tiene más remedio que pisar la sangre. Es imposible evitarlo. Tiene que pasar por esos escalones, apoyarse en ellos para poder asomarse y comprobar que el pasillo está despejado.

No lo está. El cadáver de un hombre es lo que chorrea sangre sobre las escaleras. Un poco más allá, una mujer está desplomada en el suelo, con una herida en el vientre.

Entonces escucha el gorgoteo.

Antonia pasa a su lado como una exhalación, se acerca a la mujer y la tumba boca arriba, al tiempo que comienza a apretar sobre la herida.

—¿Está viva? —susurra Jon.

—Por poco.

Jon rebasa la posición de Antonia y sigue avanzando. Por el pasillo. Hay luz en el dormitorio, que recorta un triángulo difuso de luz, en el que se pueden ver unas huellas rojizas. Jon no necesita a una experta en salpicaduras de sangre como Antonia Scott para descifrar la dirección en la que ha huido el asesino.

Antonia le hace un gesto en esa dirección, pese a todo. Y luego intenta como buenamente puede taponar la herida de la mujer, que parece completamente ida. Sus ojos están vacíos, pero sigue respirando.

Jon regresa, al poco tiempo, con malas noticias.

—Ha roto uno de los cristales y ha saltado al jardín de atrás. Le diré a los agentes que…

Antonia sacude la cabeza, y le hace un gesto de que baje la voz.

—No vas a hacer nada de eso. Llama a Mentor y dile que ordene a los agentes que no entren. Bastante hemos contaminado la escena ya. Que suban sólo los sanitarios.

El sonido de la sirena de la policía ya les ha alcanzado y se ha detenido. Afuera se escuchan las voces de los agentes, la radio. Y más lejos, la sirena del SAMUR. Con su sonido más urgente, perentorio y quejicoso que las de sus compañeros.

—Aguanta —dice Antonia, en voz baja.

Jon, mientras, se encarga de cumplir las órdenes de Antonia. Cuando acaba, se cerciora de que las niñas estén bien. Se limita a abrir una rendija de ambas puertas. Las habitaciones están intactas, y las niñas parecen dormir con normalidad, ajenas a que, cuando despierten, lo harán a un mundo que no se parecerá en nada al suyo. Que despertarán a una pesadilla.

Son pequeñas, piensa Jon. Saldrán de ésta. Pero a qué precio.

Cuando aparecen los sanitarios, Antonia les deja espacio para que hagan su trabajo. Mientras intentan estabilizar a la mujer, ella se acerca a Jon. Tiene las manos empapadas de sangre, la camiseta, incluso el pantalón.

—Me dijo que lo iba a pagar. Con intereses —recita Antonia, con la voz fría y la mirada gélida.

Una mirada que da miedo.

—¿Cómo sabes que…?

—Me ha mandado un mensaje. Cuando entrábamos. Tenía el móvil en silencio, pero he visto la notificación en el reloj.

Se estira de la manga —qué más da, la chaqueta está arruinada— y le muestra la muñeca.

TIENES SEIS HORAS.

W.

4
Una frase

El resto de la noche es un caos, sucio y atolondrado.

Una psicóloga y un familiar se llevan a las niñas. La salida es un baile complejo. Más de diez personas, incluidos dos bomberos, colaboran en extraerlas de la casa a través de sus respectivas ventanas, para evitar que vean el pasillo, para evitar que se asomen ni por un instante al horror. Antonia no asiste a la operación, es Jon quien se encarga de que, al menos, en su mente no queden imágenes que les obliguen a recordar un suceso que, de todas formas, será angular y definitivo. No volverán a ver a su padre. Probablemente no regresen a esa casa, nunca.

Al menos podrán esquivar lo más duro, piensa Jon, mirando alrededor cuando vuelve a entrar. La cocina con muebles de alta gama —Neff, Gaggenau—, la piscina cubierta, la casa en general, todo en ese lugar habla el lenguaje del dinero. No son ricos, al menos no en sentido estricto. No como los Ortiz o los Trueba, gente para los que el dinero es un concepto, no una realidad contra la que pelear. Pero está claro que a esas niñas no les faltará de nada.

Luego piensa dos veces, y se da cuenta de que no está engañando a nadie. Y, teniendo en cuenta que es su único interlocutor, jodido la hemos.

Porque sí les faltará.

Les faltará todo.

Habrá un agujero que no serán capaces de llenar nunca. Los humanos somos historias, y la de esa mujer y sus hijas no puede ser contada de ninguna otra forma ya que no sea la de la tragedia. Crecerán, vivirán y serán razonablemente felices. Con suerte. Pero siempre habrá un vacío que absorberá todo, un pozo sin fondo que tragará toda la alegría y la luz.

El inspector Gutiérrez sabe de culpas, pero comparado con su compañera, es poco menos que un novato. Encuentra a Antonia al pie de la escalera, esperando con paciencia a que la doctora Aguado le dé permiso para subir. La Policía Científica y el juez de instrucción les han dado un par de horas de ventaja, gracias a la intervención de Mentor. Así que la casa es ahora un territorio vedado a todos menos a ellos tres.

—Ya están a salvo —dice Jon, señalando hacia la calle, donde las luces de los coches patrulla dan vueltas, muy despacio.

Antonia no dice nada. No hace ningún gesto. Sólo está allí, cruzada de brazos. Un manojo de culpabilidad y de rabia comprimidas en metro cincuenta y cinco.

—Sé lo que estás pensando. Y te equivocas —advierte Jon.

—Estaba aquí cuando llegamos. Si tan sólo…

—Hirió a la mujer y la dejó ahí al oír las sirenas. ¿Sabes por qué?

—Calculó que moriría antes de que llegaran.

—Y no fue así, porque nosotros estábamos ya en la puerta. Le has salvado la vida a esa mujer. Condujiste como una loca, entraste en la casa, taponaste la herida.

—¿Qué han dicho los sanitarios?

—No han dicho nada —miente Jon.

En realidad, los sanitarios lo que han dicho es que la cosa está muy chunga y que no dan un duro. Con esas mismas palabras. Pero no hay ninguna necesidad de alimentar una hoguera a cuyo hogar ya está echando Antonia suficientes leños.

—Un minuto. Si tan sólo hubiéramos llegado un minuto antes…

—Cari —dice Jon, un poco hasta las pelotas—. Si mi madre tuviera ruedas, sería una bicicleta.

Antonia baja la cabeza.

—Siempre es lo mismo. Da igual lo que hagamos, lo que consigamos. Al final, por las noches, de los que te acuerdas es de los que no podemos salvar.

Jon sabe que es verdad. Pero no quedan más narices que tirar.

Eso es lo que diría amatxo. Jon no para de pensar en ella. Se pregunta dónde estará. Se pregunta si se habrá acordado de llevarse la crema hidratante para las piernas, que se le secan mucho.

Se pregunta cómo puede animar a Antonia, pero no se le ocurre nada demasiado inteligente, ni demasiado profundo. Espabila y continúa no es exactamente una frase de esas que te puedes encontrar en internet en letras grandes al lado de una foto en blanco y negro. Pero es lo que tiene, y es lo que ofrece.

—No nos queda otra que espabilar, cielo.

Antonia consigue levantar la cabeza y esbozar una sonrisa tímida.

—Lo siento. Normalmente hablo estas cosas con la abuela Scott.

—Si quieres me pongo unos rulos, cari.

—La abuela Scott no usa rulos, y a ti no te quedarían bien.

Impermeable al humor. Impermeable, piensa Jon.

Lo que hicieron entonces

Cuando Nuno abandona la sala, Mentor se queda observando a la mujer. Tiene la bata de hospital abierta por detrás, debajo sólo lleva la ropa interior. Deportiva, de color negro. Su pelo es rubio pajizo, sus ojos de un color indefinido, más bien gris. Su piel tiene un tono extraño, oscuro, pero no saludable. Está tensa, fibrosa como una competidora en los veinte kilómetros marcha.

Mirándola, por primera vez, comprende algo. Su enorme inteligencia es de una naturaleza distinta a la de Antonia. Tiene la astucia del animal atrapado, del lobo que huele a la oveja más lenta. Pero eso no es lo que le aterroriza, paradójicamente. Lo que más miedo le da a Mentor es comprender que la radical diferencia entre Scott y ella está en un lugar más profundo.

Es una cuestión de voluntad.

Antonia Scott sigue, incluso cuando se acaba la carretera. Cuando ha caído por el risco, y está cayendo. E incluso cayendo, Antonia simplemente se niega a golpear contra el suelo.

Esta mujer, en cambio…

—Quiero hacerte una pregunta —dice Mentor, a través de los altavoces de la sala.

Ella no interrumpe su caminar en círculos, pero su cuello se vuelve, brusco hacia el cristal. Sigue moviéndose, pero sus ojos no lo hacen. Siguen fijos, como los de una mangosta.

—El día de tu primera prueba. Me diste una respuesta de lo más inusual. Me gustaría saber por qué llegaste a la conclusión de que tenías que tomar la decisión que tomaste.

—Hay más gente en una plataforma que en un petrolero. Es el resultado más lógico —dice ella, con la respiración entrecortada.

—Sí, eso me dijiste entonces —recuerda Mentor—. Ahora, dime la verdad.

Ella se detiene, de pronto. Su respiración no ha parado de acelerarse. No consigue meter suficiente aire en sus pulmones. Si no se hubiera arrancado los sistema de control, Mentor vería que su saturación de oxígeno en sangre ha caído peligrosamente. Pero tampoco le hace falta, porque ve claramente lo mucho que le cuesta mantenerse en pie.