Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Mentor menea la cabeza. Antonia ya sabe la respuesta a la pregunta. De haberla, estaría en la mesa frente a ella.

—Podemos hacer un retrato robot a raíz de tu descripción. Podría estar dentro de media hora en todos los telediarios. Pero…

—Pero —dice Antonia, golpeando la mesa con irritación.

Mientras Jon Gutiérrez esté en poder de Sandra, no pueden hacer ningún movimiento de ese tipo. No pueden hacer mucho.

—Tengo a todo el personal intentando seguir la pista de la furgoneta por Usera. Los seis novatos de apoyo flotante que nos dejan los nacionales, el equipo de informática…

—Incluso mi propia ayudante —tercia Aguado.

—Todos con sus coches particulares, preguntando si alguien ha visto la furgoneta.

—Es una posibilidad bastante remota.

—No tenemos ninguna otra, Scott. No hay fotos de Fajardo, no hay pistas, no tenemos nada. Sólo un municipal muerto y otro sedado en el hospital.

Los dos que intentaron detener la Mercedes antes de que cruzara el Manzanares. Se les avisó de que no intervinieran. Buscaban una medalla y se llevaron cien tiros de regalo.

—Ya ha visto el informe de balística —dice Aguado, señalando un folio frente a Antonia.

—Munición 5,56 3 45 OTAN —responde Antonia, sin mirar—. Extremadamente común. Prácticamente cualquier soldado de la Unión Europea la ha usado alguna vez en las últimas décadas. Y miles de policías.

Un ruido de fricción se revela en el silencio posterior. Aguado y Mentor observan cómo la mano izquierda de Antonia vuelve a agitarse, sacudiendo los papeles.

Aguado busca en el bolsillo de su bata la caja donde ha guardado la pastilla roja de Antonia. Mentor alza un poco las cejas y menea la cabeza muy despacio.

Antonia, por fin, parece darse cuenta del movimiento, y se sujeta la muñeca con la mano derecha. Sus labios dibujan una mentira inaudible.

—Estoy bien.

A una pregunta que nadie ha formulado.

Y luego, más alto:

—Estamos perdiendo el tiempo. No vamos a encontrar a Jon con nada de esto —dice, empujando los papeles delatores hacia el centro de la mesa, fuera del alcance de sus manos temblorosas.

—¿Alguna idea mejor? —dice Mentor.

—Tenemos que comprender qué está pasando. Tienes que contarme por qué fuiste a Bruselas.

Lo que pasó en Bruselas

Mentor se rinde a la petición de Antonia, y le hace un gesto a Aguado, que manda desde su portátil una señal a los monitores.

—Esto ocurrió hace nueve días. Cuando estabais viajando hacia Málaga, en busca de Lola Moreno.

Las imágenes muestran una habitación de hotel. Lujosa. Un hombre, desnudo, sobre una cama de dos metros. Las sábanas están revueltas. Tiene el cuerpo lleno de cuchilladas. En la foto se ven cuatro pies. Los que cuelgan de la cama, pertenecientes al acuchillado, y los que cuelgan a ochenta centímetros por encima de ella. La siguiente foto muestra al dueño del segundo par, ahorcado del ventilador. Sus ojos se salen de las órbitas, el rostro desencajado, la lengua atrapada entre los dientes.

—Es Inglaterra.

—¿Cómo le has reconocido? Dudo que su propia madre pudiera.

—No le he reconocido a él. La marca del ventilador —dice Antonia, señalando un minúsculo logotipo en la base del aparato—. Es un modelo que sólo se vende en el Reino Unido.

—Callum Davis, Reina Roja en Inglaterra —confirma Mentor, apuntando al ahorcado—. Y Rhys Byrne, su escudero.

—¿Amantes?

—Está prohibido, Scott.

—No has…

—Sí que he contestado, en realidad. Sí, lo eran. No abiertamente, pero hay pocos secretos dentro de nuestros equipos —dice Mentor, mirándola fijamente.

Antonia hace enormes e infructuosos esfuerzos por no mirar al bulto que forma la caja de píldoras rojas en la bata de Aguado.

—Callum y Byrne estaban en una misión bastante peligrosa. Unos contrabandistas de diamantes en Glasgow, gente peligrosa, con conexiones con la mafia. Creíamos que habían sido ellos.

—El equipo forense examinó la escena —interviene Aguado— y descubrió que la verdad era mucho peor.

Antonia se pone en pie y se acerca a la imagen de su homólogo inglés, entrecerrando los ojos. Hace un movimiento ascendente y repetitivo con el brazo, unos cálculos mentales, y luego vuelve a mirar.

—Le mató él, y luego se colgó.

—¿Cómo…?

—Las retrosalpicaduras de sangre en la camisa. Esta forma semiesférica casi perfecta, rodeando a otras más pequeñas. Sólo pueden producirse si el que empuñaba el cuchillo era Callum.

Aguado se aclara la garganta, incómoda, y mira a Mentor.

—Es cierto —corrobora éste—. Nos llevó un poco más que a ti, Scott. El cuchillo no estaba en la escena del crimen. Apareció horas más tarde, en el jardín del hotel. Pero para entonces la cosa había enloquecido.

Nuevas fotos aparecen en los monitores. Muestran un Audi A8 aparcado encima de una acera de un área residencial. Esta vez Antonia no tiene que adivinar. La cinta roja y blanca con la leyenda POLITIE, NIET BETREDEN le ahorra el esfuerzo.

En uno de los monitores comienza a reproducirse un vídeo, grabado con un teléfono móvil. En el asiento del copiloto del Audi ven el cadáver de una mujer vestida con chaqueta gris y falda de tubo a juego. El agujero de entrada de la bala es pequeño, del tamaño de una moneda. El contraste con el destrozo que ha hecho al salir es enorme. La ventanilla es un cuadro abstracto. Una composición en rojo con una hendidura en el centro, el lugar donde la cabeza agrietó el cristal sin llegar a romperlo.

—Lotte Janssen, Reina Roja de Holanda. Encontraron el coche frente a su casa de Rotterdam. A su escudero lo detuvieron a menos de doscientos metros. Iba vagando sin rumbo por la calle, con la pistola en la mano, en estado catatónico.

—Fue entonces cuando comprendisteis que algo no iba bien.

—Una reina que mata a un escudero, un escudero que mata a una reina. Todo en pocas horas. Sí, incluso los simples mortales fuimos capaces de sumar dos y dos, Scott.

—No lo hagas.

—¿El qué?

—El papel de Jon. No te queda bien.

Mentor saca un cigarro del bolsillo, y se lo enciende.

—Yo también le echo de menos, Scott. Pero tenemos que estar listos para lo peor.

Antonia medita durante unos segundos esas palabras. Después da la única respuesta posible.

—No.

—Las posibilidades… —comienza Aguado.

—¿Qué pasó cuando descubristeis lo de Holanda? —la interrumpe Antonia.

—Los jefes de equipo nos reunimos en Bruselas. Sabíamos que pasaba algo, pero no teníamos ninguna información. Hubo gritos, mucha tensión. Estábamos viviendo nuestro propio 11S. Nadie sabía qué hacer. Teníamos en custodia al escudero de Holanda, pero no había dicho ni una sola palabra. Entonces…

Mentor se calla, baja la cabeza. Aguado desvía la mirada.

—Y entonces hubo otro —susurra Antonia.

En la pantalla aparece una foto. Entre el humo y los escombros, Antonia alcanza a distinguir una sillería elaborada, imágenes de santos esculpidos en piedra, y una puerta repujada en bronce. Tarda un poco en reconocerla. El arte no es lo suyo, y el gótico menos. Pero acaba encajando lo que ve con un viejo recuerdo del instituto. Una lección aburrida de viernes por la tarde, las persianas de la clase echadas, el sopor y el calor de finales de la primavera en Barcelona. Y, en el retroproyector de la clase, la imagen de una catedral alemana de siete siglos de antigüedad.

—Colonia.

—Hubo una explosión —dice Mentor—. Seis heridos graves. Dos muertos.

Hay un silencio, que rompe la forense.

—Los muertos eran…

—Ya sé quienes eran, doctora.

Antonia parece a punto de echarse a llorar. O quizás de liarse a puñetazos con alguien. No hay forma de reconocer la diferencia.

—Nos está cazando —dice, con la voz sobrecogida por la rabia—. Uno por uno. Todos los miembros del proyecto Reina Roja. Cinco muertos en tan sólo dos días. Inglaterra, Holanda, Alemania. ¿Qué hay de los demás?

—El escudero de Holanda sigue bajo arresto. Isabelle Bourdeau, en Francia, ha desaparecido, junto con su reina. Paola Dicanti estaba junto con su reina, camino de una localización segura en Florencia, pero perdimos el contacto ayer por la noche, creemos que por voluntad propia.

Hace una pausa. Más bien larga. Se masajea la frente con las yemas de los dedos, como si quisiera invocar el conocimiento, o quizás ahuyentar la desesperanza. No parece que sirva de mucho.

—Eso es todo lo que sé —concluye.

—No, no es verdad.

Mentor se incorpora un poco, extrañado.

—Te he dicho todo lo que…

Antonia levanta un dedo para hacerle callar.

—Anoche, cuando me llamaste, me dijiste que sabías lo que había sucedido en Inglaterra y Holanda. Que mi fantasma era muy real.

Mentor le sostiene la mirada, sin parpadear.

—Con estas pruebas que me has enseñado —continúa Antonia— no puedes llegar a esa conclusión.

—No sé si me gusta tu tono, Scott.

—Cuatro años. Cuatro años desde que ese monstruo irrumpió en mi casa, cuatro años he estado hablándote de él. Cuatro años en los que lo único que he recibido por tu parte han sido sonrisas indulgentes, cuando no la insinuación de que había perdido la cabeza.

—Después de lo de Marcos…

—«Tráeme una prueba. Una prueba y creeré que ese asesino tuyo existe.» ¿Cuantas veces habré escuchado eso?

—No tenías más que rumores, habladurías, Scott.

—¿Y qué tienes tú esta vez?

—El modus operandi

—No hay modus operandi en esas fotos. Sólo violencia y muerte aleatorias.

No es cierto que en un duelo de miradas pierda el primero que la aparte. Quien pierde es el que, ante la inmediatez de su derrota, aparta la vista para impedir que su adversario la vea reflejada en sus ojos.

—Doctora, ¿le importaría darnos unos minutos? —pide Mentor.

Antonia hace un leve gesto de asentimiento a la forense cuando ésta pasa por detrás de su silla. Espera hasta que oye la puerta cerrarse tras ella.

—Y ahora… ¿vas a decirme lo que de verdad pasó en Bruselas?

Lo que de verdad pasó en Bruselas

Mentor se afloja la corbata, alarga la mano para coger su portátil, se enciende otro cigarro, despacio, intentando ganar tiempo. Cuando exhala el humo de la primera calada, se queda sin excusas para seguir en silencio.

—El escudero de Holanda… habló.

—Dijiste que estaba catatónico.

—Durante unas horas. Acabó saliendo del shock. Pero seguía sin querer hablar.

Mentor aprieta una tecla en su portátil y una imagen sustituye a las del atentado en Alemania. Un hombre de piel oscura y rasgos marcados. En la cincuentena, pero conservando su fuerza.

—Michael Seedorf. Nacido en Surinam. Ex policía militar, en la reserva. Lo reclutamos en un momento particularmente bajo de su vida.

—El procedimiento habitual.

—Acababa de perder a su hija. La chica era genetista, con un expediente brillante y un futuro increíble. La atropelló un coche.

—Y ahí entrasteis vosotros.

—Yo no tuve nada que ver. Pero mi colega holandés hizo un excelente trabajo. Modeló una relación perfecta entre Seedorf y su reina. La quería como a una hija. Llevaban trabajando juntos desde el principio. Resolvieron algunos casos muy jodidos.

—He oído que era muy buena.

—No tanto como tú, pero sí. Lo era.

Antonia aguarda, mordiéndose el labio inferior, a que Mentor continúe. Éste aprieta un botón, dejando la pantalla de los monitores en negro.

—Tienes que comprender que necesitábamos que hablase, Scott.

Antonia respira hondo y cierra los ojos.

—¿Qué hicisteis?

—Hubo grandes discusiones entre todos los jefes de equipo. La decisión tenía que ser unánime.

—¿Qué hicisteis?

—La decisión…

Antonia formula la pregunta una tercera vez.

Mentor se pone en pie, se frota las manos, se recuesta en la pared de cemento.

—Interrogatorio extremo —dice, finalmente.

Antonia abre los ojos.

Lo que hay en ellos es exactamente lo que Mentor estaba temiendo encontrar. Se ha parapetado detrás del eufemismo, pero de poco sirve eso con una filóloga que ama, por encima de todo, la precisión en el lenguaje.

—Torturaste a uno de los nuestros —dice Antonia, incrédula.

—Hicimos lo que debíamos, Scott. Estamos siendo atacados.

—Lo que debíamos —repite Antonia, con una carcajada seca, sin rastro de humor.

Hace una pausa, de esas suyas.

—Justo antes de volver de Málaga, Jon me dijo algo que me hizo pensar. Acerca de nuestro trabajo. Acerca de lo que hacemos. Sobre los desvíos que habíamos tomado, intentando hacer lo que debíamos. ¿Adivinas lo que le dije yo?