Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

—No soy una experta en artefactos explosivos. Pero soy capaz de reconocer, o intuir, varias cosas. Esto de aquí podría ser una antena GPS —dice, señalando el cable visible, que conduce hasta un cuadrado en la cara exterior—. El extremo es muy característico. Además, ha dejado a la vista el modelo —les muestra unos números impresos.

—Es decir, que White tiene acceso al dispositivo desde cualquier parte —dice Mentor.

—Y quería que lo tuviéramos claro —dice Antonia, señalando los números—. O hubiera tapado esto.

—¿Podemos sacar algo en claro del modelo?

—Cuesta ochenta céntimos en Aliexpress —dice Antonia, que lo acaba de comprobar en su iPad—. Y hay cientos de proveedores.

—No me puedo creer que…

—Antes de que continúes —le interrumpe ella—, debes saber que esta pieza es exactamente la misma que hay en los modelos de móviles de alta gama. Tan sólo la están vendiendo a su precio, sin pegarle una manzana.

Mentor se calla. Aguado corrobora lo que ha dicho Antonia, muy seria, y continúa con la explicación.

—Esta parte de aquí, más opaca y densa, es sin duda la carga explosiva. Está conectada a algo que no puedo ver, que hará las veces de detonador.

—¿Qué hay de la… potencia?

Mentor no lo dice, pero no hace falta. Se mantiene a una distancia prudencial de Jon. Bastante prudencial.

—No mucha, con ese tamaño. Quienquiera que diseñase esto, lo ha hecho para que, si explota, haya una sola víctima.

Antonia no lo dice, pero piensa en cómo los sistemas complejos se reajustan. La escalada. La policía compra semiautomáticas, los criminales compran automáticas. Se ponen chalecos antibalas, ellos usan balas perforadoras. Pones a toda tu familia y tus seres queridos a salvo, y ellos les taladran bombas a los huesos.

—¿Podemos desactivarla?

La forense mira al inspector, que no ha dicho ni una sola palabra desde que los demás han entrado en la sala. Se limita a mirar la pantalla con rostro inexpresivo.

—Quizás sería mejor que…

—Hable —dice él.

Aguado se vuelve hacia Mentor, y entonces Jon la agarra del brazo.

—Quiero saber cuáles son mis opciones.

Mentor le da permiso a la forense con un gesto. Ella les muestra la imagen del segundo dispositivo, el que tiene Jon en la parte baja de la espalda.

—Parecen casi idénticos, pero hay diferencias. Estoy segura de que esto es un sensor fotoeléctrico —dice Aguado, señalando una de las piezas visibles—. Y esto otro un módulo Bluetooth.

—En cristiano, doctora —pide Mentor.

—Lo que está diciendo —interviene Antonia, incapaz de resistirse— es que, si intenta operarle para extraer cualquiera de los dos dispositivos, el sensor fotoeléctrico podría activarse. Y el Bluetooth funciona emitiendo una señal de radio por proximidad. Con un alcance de unos quince metros.

—Creo que están emparejadas —aventura Aguado—. Si intentamos tocar una, la otra, o las dos, se activarán.

En ese momento, Jon se pone en pie. Sus pies descalzos hacen un ruido seco contra el suelo de cemento. Sin decir una palabra, sale de la habitación.

Antonia va a ir tras él, pero Mentor se interpone en su camino.

—Dale unos minutos, Scott.

Ella le mira sin entender. Está claro que Jon se encuentra angustiado, y ella sólo quiere ofrecerle su apoyo. Intenta rodear a Mentor, pero éste sigue taponándole el paso.

—Lo que tiene que hacer ahora, debe hacerlo solo.

3
Una ducha

Lo que tiene que hacer Jon Gutiérrez es llorar.

Puede que Jon sea sensible y dulce por dentro, con el interior relleno con un suave acolchado con estampado de caballitos poni, pero por fuera sigue siendo un policía vasco. Y los policías vascos no lloran delante de extraños. Ni de propios, si nos ponemos. Que hay cosas que son como son y no son de otra manera, hostias.

Así que Jon se mete en el módulo de vestuarios, que está vacío, y va derecho a las duchas del fondo. El proceso de desnudarse consiste en dejar caer al suelo la bata de hospital que le ha prestado Aguado. Dejar caer la amenaza debajo de la piel es más difícil, así que Jon se conforma con dejar salir el agua hirviendo, al máximo, apoyar las manos contra la pared, y dejar salir las lágrimas después. El llanto es un perro inmenso, que va mordiendo por dentro mientras no sale, y deja vacíos detrás, abismos de llenado incierto.

Pasan varios meses, o quizás media hora, mientras el chorro cae sobre su cuello y su espalda, golpeando contra los puntos de sutura, en los lugares donde alguien le ha insertado la muerte. Jon comprende que ya no le quedan lágrimas cuando a éstas las sustituye la rabia, y comprende que esto pasa porque cuando quiere darse cuenta está aporreando el lateral del cubículo con todas sus fuerzas. Por suerte para sus nudillos, los herrajes que sostienen el fenólico no resisten más que tres embates antes de que los puñetazos los arranquen de la pared.

Pasa la rabia, o quizás sólo el ímpetu que ayuda a que se manifieste, y queda el estupor. Jon se descubre a sí mismo desnudo, empapado, con sangre en las manos y la nariz llena de mocos. Frota las zonas críticas bajo el chorro, intentando arreglar el estropicio.

Cuando cierra el grifo y se da la vuelta, ve a Antonia.

Está sentada en el banco del vestuario, de lado, con la vista clavada en las taquillas. Con la actitud del sacristán cuando pasa la cesta en misa, o del camarero cuando te pide que pongas el número secreto de tu tarjeta de crédito. Esa actitud que uno tiene cuando quiere dejar claro que no está mirando.

Jon se envuelve en una toalla y se acerca a ella.

Pasan unos minutos, en los que ninguno de los dos dice nada. El foco del vestuario se refleja en los hombros de Jon, blancos y recubiertos de pecas anaranjadas, como el pelirrojo cabal que es. Antonia mira por encima de ellos, reprimiendo el deseo de arrancar del cuerpo de su compañero aquellos dos bultos que le sobresalen de la espalda.

—Aguado me ha dado esto para ti —le dice, enseñándole un móvil—. Y yo he ido a buscar esto a tu casa.

Jon ahoga un suspiro de agradecimiento y luego —con algo más de esfuerzo— uno de frustración, cuando saca el traje. Lo alza a la luz.

—Mi Dolce Gabbana verde petróleo —entona, con la voz más neutra de la que es capaz.

—No te lo había visto nunca.

—Porque no es un traje para trabajar, cari.

Antonia le mira, extrañada.

—¿Para qué tienes un traje que no es para trabajar?

Jon pone los ojos en blanco, recordando lo importante que es tener paciencia con Antonia, que viste como si hiciera la compra en un contenedor. Luego se pelea con la ropa. Cuando llega a la camisa, logra pasar un brazo por la manga antes de encontrarse en problemas. La maniobra para introducir el otro es complicada. Los puntos le tiran, y el dolor que le producen es poca cosa en comparación con el miedo.

Antonia, que sigue observando con su actitud de no hacerlo, comprende la situación enseguida. Se pone en pie, y se sube al banco.

—Ten cuidado. Te vas a escoñar, y para qué queremos más.

Sin hacerle caso, ella le sostiene la manga para que pueda vestirse. Repiten la operación con el chaleco, ven que no hay forma de colocar la corbata con el bulto en el cuello, terminan con la chaqueta. Antonia, pensando en la última vez que hizo algo así. Con su hijo, hace unas semanas. Jon, en algo muy distinto.

—Menudo escudero estoy hecho.

—No querría otro —responde ella, mientras acaba de ajustarle la solapa de la chaqueta.

—Tampoco es que estén haciendo cola en tu puerta, cari.

—Es algo incomprensible.

—A lo mejor es por la compañía.

—Tampoco estoy tan mal —dice ella. Y no es una afirmación.

Jon piensa, muy muy despacio, que el problema no es ella, que el problema es lo que hace. Y el caos que genera a su alrededor. Dicen los científicos que en la Tierra un hombre es alcanzado por un rayo cada diecinueve minutos. Jon sospecha que ese hombre es cualquiera que esté a menos de diez metros de Antonia Scott.

Piensa todo eso, pero en realidad dice:

—No, no estás tan mal.

Y eso zanja todo el agradecimiento o el consuelo que él es capaz de ofrecer, al menos por el momento. Por el rescate, y por esto. Que viene a ser lo mismo.

—¿Cómo te sientes?

El inspector Gutiérrez hace inventario: náuseas fuertes; un dolor sordo y persistente en la espalda a pesar del cóctel de antiinflamatorios y analgésicos que le ha metido la doctora; las piernas endebles como un mueble de Ikea.

—No estoy muy católico —resume.

—Es por tu nivel de azúcar en sangre. ¿Cuándo fue la última vez que comiste?

Jon se acuerda perfectamente. Salía de casa, en dirección al wok de la calle del Olivar. La que iba a ser su última cena en Madrid.

Y al final, no.

4
Un kebab

Si el mundo se hubiese convertido en un desierto postapocalíptico en el que se hubiesen extinguido todas las vacas, y los cocineros del Etxebarri hubiesen convertido sus parrillas en espadas, incluso entonces Jon Gutiérrez se lo hubiese pensado dos veces antes de entrar en el local frente al que Antonia aparca el Audi A8.

—¿Kebab? Una polla me voy a comer yo un kebab.

—Es el sitio más cercano. Baja del coche, es una orden.

—No eres mi jefa. He dimitido.

—Que te bajes.

A Jon no le quedan fuerzas. Ni para discutir, ni de ningún otro tipo. Así que entra, jurándose que no va a probar bocado. Desde que era poco más que un adolescente y abrieron el Turkistan II —del I nunca hubo noticias— en Santutxu, Jon ha sentido un tremendo repelús ante aquella masa informe de carne semicocinada y giratoria. Solía hacer bromas con su cuadrilla sobre ello. Era agradable tener algo sobre lo que hacer bromas, ya que por lo general el objeto de broma era él. El marica fornido. Sin embargo, no le duró demasiado. En cuanto sus amigos tuvieron edad para emborracharse, el kebab pasó a ser el oasis salvador de la madrugada. O te mantenía todo dentro, o te ayudaba a sacarlo.

Para Jon, por tanto, el kebab era algo que se veía desde fuera o que potabas entre dos contenedores. Hasta que Antonia pone sobre la mesa —una de esas de color plateado a cuadraditos que siempre están cojas— dos platos de cartón y dos cocacolas. La lata ni la roza, para todo hay límites. Pero el rollo de carne con lechuga y salsa de color indeterminado desprende un olor que desmiente su aspecto, y Jon se descubre pegándole un primer y desconfiado mordisco. Treinta segundos después, el kebab ha desaparecido en el interior del inspector Gutiérrez.

—Tenías hambre —celebra Antonia, que sigue dándole pequeños mordiscos de pájaro al suyo.

—¿Qué era esta maravilla?

—Una mezcla de cordero, pollo y salsa de yogur, creo.

Jon agria el gesto, aunque sólo un poco.

—Tenemos que hablar sobre tu alimentación.

—Comida es comida.

—Si te oyera la amatxo, te ibas a enterar, cari. Madre mía, tengo que llamarla y explicarle…

Algo. No mucho. Lo suficiente. O mejor, nada, piensa Jon.

—No puedes hablar con ella.

—Tienes razón. Se pondría hecha un manojo de nervios, la pobre.

Antonia le da un sorbo a su refresco.

—No, digo que no puedes hablar con ella, literalmente. La hemos puesto a salvo.

—¿Qué dices?

—Un contacto de Mentor la ha recogido hace unos minutos. Se han subido a un coche y estarán unos días fuera de circulación, hasta que las cosas se aclaren.

Jon se pone en pie, alterado —y aún bastante torpe— y echa mano del flamante móvil que le ha dado Aguado. Por supuesto, al otro lado de la línea no responde nadie, aunque Antonia tiene dudas sobre si los gritos que pega no se oirán en la margen izquierda del Nervión sin necesidad de teléfono.