Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Puta empatía de los cojones, piensa Jon, un poco por zanjar.

—Señora, no podemos retrasarnos más. Hay una vida en juego, y nuestro tiempo se acaba —dice Antonia. Su voz se ha vuelto de acero—. Necesitamos que nos dé el nombre. Ya.

—No lo sé —repite la mujer, sacudiendo la cabeza—. No lo sé.

Antonia comprueba el reloj.

Ocho minutos.

Empieza a dar muestras de nerviosismo —parecidas a las de los humanos—, y da vueltas alrededor del salón, con los brazos en jarras. Repasando en su mente qué es lo que tienen.

De pronto, se detiene a mitad de vuelta.

Ha recordado algo importante.

Algo que no tienen.

—El móvil. Nunca encontraron el móvil de Raquel. La policía creyó que se lo había llevado Víctor. Pero no fue él, ¿verdad? Ella se lo dio a usted, y fue usted quien le pidió que subiera. Quien escribió el WhatsApp.

—Quiero que se vayan de mi casa —dice la mujer, soltándose de las manos de Jon, y poniéndose en pie—. Voy a llamar a mi abogado.

—Buena idea, señora —dice Jon.

Y luego, en una muestra de astucia callejera, añade:

—Puede usar el móvil de su hija.

Que es el truco más viejo del mundo, mencionar lo escondido para luego aguardar a que los ojos del sospechoso graviten, inevitablemente, hacia ello. No hay camello que no se lo sepa, así que Jon optaba por ir hacia el lugar en donde no miraban.

Para desgracia de la señora de Planas, ella nunca ha pasado drogas. Ni tiene el culo pelado y con moscas de cualquier camello con sede en el parque de doña Casilda.

Sólo desvía su mirada de odio durante un instante de los ojos de Antonia.

No hace falta más.

Antonia sigue la dirección del error (la bisectriz entre su cuerpo y el de Jon) hasta el mueble que está justo a su espalda.

El bargueño.

Si hay un elemento que caracterice a las clases pudientes de Madrid —o a los que pretendían aparentar serlo— de los últimos cuatro siglos, ése es el bargueño. Un mueble de madera, repleto de cajones, y apoyado sobre cuatro patas independientes. Su propósito original era el de almacenar legajos, archivos y toda clase de papeles que documentaban la hacienda de la familia. Se fabricaban en materiales nobles. Ébano, caoba, limoncillo. Engastados en carey, en hueso, en marfil. Los más antiguos pueden alcanzar cifras millonarias en las subastas, para desgracia de los sobrinos que heredan. Ignorantes, tiran a la basura «aquel espanto» para poner en su lugar una práctica estantería de Ikea, serie Kallax, 69 euros, puertas aparte.

Antonia no tiene ni idea si el bargueño es original del XVII o una réplica barata, propia de los trepas de principios del XX. Ni tiene ojo para reconocer la diferencia, ni le importa gran cosa.

Lo que a ella le interesa es el propósito oculto del bargueño. Uno que se ha perdido en la era en la que el dinero se almacena en pequeños bits de información, pero que era relevante cuando se acuñaba en piezas de metales preciosos.

Comienza a sacar los cajones del mueble, uno a uno, y a depositarlos en el suelo. Ignora su contenido: viejos sobres de cerillas, pequeños álbumes de fotos, una colección de postales. Una carpeta con la declaración de la renta de 1998.

—Oiga, ¡¿qué hace?! —dice la señora, alzando la voz.

Demasiado tarde. Antonia encuentra lo que buscaba al sacar el cajón inferior de la derecha. Los laterales del interior del mueble parecen, desde fuera, tener la misma profundidad. Pero una inspección cuidadosa revela que es unos centímetros más corta en el lado izquierdo.

Antonia introduce los dedos en ese espacio, y palpa una protuberancia, hecha de cuerda. Al tirar de ella, se desliza hacia fuera un cajón de unos cuatro centímetros de fondo por veinte de largo. Un espacio ideal para guardar en él cosas valiosas. Un saco de monedas de oro, un fajo de billetes…

Un móvil con funda de Hello Kitty.

Antonia sostiene el teléfono en alto. Un Samsung Galaxy, modelo de hace varios años. No hay demasiadas dudas de a quién pertenece.

Ha sido cuidadosamente limpiado con un paño, pero aun así aún tiene una mancha cobriza y reseca en el botón frontal.

—Sin batería —dice Antonia, presionando el botón de encendido.

—Hay cables en el coche —dice Jon—. Vámonos rápido.

—No puede llevárselo —dice la señora, con la voz ahogada por la súplica. Se ha puesto entre ellos y la puerta—. Ahí están todas sus fotos.

Jon contiene un ramalazo de lástima. Piensa en cuántas veces habrá abierto la mujer el teléfono —a altas horas de la madrugada, con todas las persianas bajadas y doble vuelta de llave en la puerta—, para contemplar esas imágenes. Probablemente sin saber cómo extraerlas del teléfono, ni nadie a quien pedírselo.

—Se lo devolveremos pronto, señora.

Antonia la esquiva y se dirige a la puerta, pero Jon no la sigue inmediatamente. Piensa en amatxo, vete a saber dónde está, y en cómo esa mujer la representa a ella, como un aciago fantasma de las Navidades futuras. Decide emplear unos valiosos segundos en detenerse junto a la mujer, y abrazarla. Al hacerlo, nota lo cerca que están los huesos bajo la carne escasa y fofa. Ella no le devuelve el abrazo —una vida de orgullo no permite frivolidades en su recta final—, pero Jon siente cómo su cuerpo absorbe el abrazo, lo recibe y lo acepta.

Le susurra algo al oído, unas palabras de consuelo, que sólo ella escucha.

Y luego trota, detrás de Antonia.

20
Un móvil

—Seis minutos —dice Jon, mirando el reloj.

—Tranquilízate. No ganamos nada poniéndonos nerviosos —responde Antonia, apretando el botón de la planta baja unas quince veces.

El ascensor es rápido. Pero la cabeza de Antonia lo es más. Ya ha planificado cómo va a acceder a la información del teléfono, en el caso de que esté protegido por contraseña.

—Lo cargamos con el cable del coche. Hacemos una conexión puente con mi iPad, y usamos Heimdal para saltar la protección. Podremos ver los últimos mensajes de Raquel.

—Te das cuenta de que estás hablando en plural, ¿no?

—Claro, cuando me refiero al equipo, siempre hablo en segunda persona del plural.

Completamente a prueba de sarcasmo, piensa Jon. Aprieta también el botón del bajo, a ver si consigue que el ascensor vaya más rápido.

—¿Tienes idea de cómo vamos a contarle a White que hemos resuelto el crimen?

—Llamará —dice Antonia.

El supongo, lo omite. Es una palabra tan tabú en el vocabulario de Antonia Scott como esfera para un terraplanista.

—Todo saldrá bien —añade, con una sonrisa.

Es una de las buenas. De las que hacen que un hoyuelo se le forme en cada lado de la boca, dibujando un triángulo perfecto con el que le parte la barbilla. De las que últimamente regala pocas.

Jon se la pierde, por desgracia. Y mira que le gustan las sonrisas de Antonia, con sus diez mil vatios de potencia, su capacidad de iluminar por completo la estancia.

Jon se la pierde, por que está muy ocupado salvándole la vida.

Esto es lo que ocurre en un segundo y once centésimas:

A 900 m/s, la primera ráfaga de balas no encuentra rival en la puerta del ascensor, y la destroza antes de que llegue a tocar el suelo. La cabina de cristal y la puerta exterior forman un escudo capaz de ralentizar o de desviar las balas, y eso el tirador lo sabe muy bien. Por eso, la primera andanada es muy corta, una leve presión sobre el gatillo del rifle de asalto, que envía un total de cinco proyectiles.

Los dos primeros destrozan la puerta mientras se abre, convirtiéndola en añicos. Los dos siguientes se estrellan en el marco. Al impactar contra el acero, ambos se aplastan y la fuerza del impacto los desvía, casi sin potencia de penetración, hacia el lateral del hueco del ascensor.

El quinto abre un hueco en la puerta por el que cabría holgado un velador de cafetería, antes de pasar por encima de la cabeza de Antonia Scott y hundirse, formando una enorme telaraña, en el cristal del otro lado.

La distancia que ha impedido que la persona más inteligente del planeta pierda el órgano que la convierte en eso, ha sido de tan sólo tres centímetros.

Esos tres centímetros, Antonia no se los debe a la fuerza de la casualidad, sino a la fuerza de Jon Gutiérrez. Que, décimas de segundo antes de que el ascensor alcanzase la planta baja, ha visto una figura oscura reflejada en el espejo del pasillo, sosteniendo un arma de gran calibre.

Instintivamente, Jon ha tirado de la chaqueta de su compañera sin contemplaciones, para ponerla detrás de él y protegerla con su cuerpo. El ángulo no era el más apropiado, con lo que Antonia esquiva la bala, que pasa por encima de ella, pero se da directamente de morros contra el apoyamanos del ascensor. El golpe no llega a romperle la nariz (por poco) ni los incisivos superiores (por menos aún), pero es suficiente como para que un surtidor de sangre le inunde la boca.

Para entonces, el estampido de la primera detonación les alcanza, pero no le prestan demasiada atención. Antonia porque está retorciéndose de dolor (cualquiera que alguna vez haya recibido un golpe en la zona del bigote entenderá por qué), y Jon porque está atareado sacando de la funda su pistola reglamentaria con una mano, mientras intenta meter a Antonia detrás de él con la otra.

Y así concluye el segundo y once centésimas, y empieza la pesadilla.

—¡Detrás de mí! —grita Jon, cuando ve que Antonia se revuelve.

Jon intenta aplastarse contra la pared del ascensor, lo cual no es nada sencillo. Apenas hay medio metro de cabina tras el que refugiarse, y el ángulo con respecto al tirador no es el idóneo.

Cuando no tengas con qué parapetarte, hazlo detrás de una bala, recuerda Jon, de su etapa en la academia. Un consejo estupendo cuando estás sentado en clase razonando sobre una exposición táctica. No tan bueno cuando estás cagado de miedo, y encogiendo el estómago para que no asome por el borde de tu cobertura.

Jon estira un poco el brazo y dispara, a tontas y a locas, por el hueco de la puerta. Tres balas que no sirven más que para que el tirador identifique mejor su posición y el ángulo de disparo.

El pasillo no es recto, antes de llegar al portal hace un pequeño recoveco, detrás del que se ha colocado su atacante. En la pared contraria están los espejos, que son lo que ha salvado la vida de Antonia, al menos hasta ahora.

Hay que recalcar el hasta ahora, porque Antonia parece decidida a morir. Al menos, por todo lo que se revuelve.

—Suéltame —grita, aunque con el charco de sangre que tiene en la boca suena más bien fuezameh.

Una nueva ráfaga entra por el agujero. Jon no ha escuchado el clic, pero sabe que su agresor ha cambiado del modo automático al manual. Los balazos —tres, esta vez— son consecutivos, pero hay una pausa entre ellos. Una premeditación.

Esta clase de finuras, claro, Jon no las piensa. Las siente en la piel, sin pasar por caja. Es el resultado de dos décadas de entrenamiento, que no han concluido al entrar a formar parte del proyecto Reina Roja. Una vez por semana, el cuádruple que antes. Pero hay aún márgenes que el entrenamiento no cubre, y es cuando uno tiene que confiar en sus instintos.

Las balas impactan en la esquina del ascensor, a corta distancia, cubriendo a Antonia y a él de fragmentos de cristal. Tan pronto se extingue el eco de la tercera, Jon se asoma —sólo un poco— y devuelve los disparos. Otros tres. Esta vez, apuntando, y dando en la esquina tras la que se esconde el tirador. Arranca pedazos enormes del revoco, sin llegar a hacer demasiado destrozo en el hormigón, pero ganando unos preciosos segundos.