Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Ella ignora la voz que surge desde la oscuridad.

Ahora sólo existe ella.

Sólo existe el relato.

La incontrovertible verdad, de todas las pruebas, los indicios, los hilos que se han ido desenmarañando en los últimos días.

—¿Qué es lo que tenía Soler que fuera tan valioso? ¿Y cómo sabía de la existencia de Reina Roja? La respuesta a ambas cosas es muy sencilla. Él fue uno de los programadores de Heimdal.

Sacude la cabeza, despacio. Incluso ahora, Antonia sigue construyendo la historia.

—No el principal, le faltaba talento para ello. Pero estaba lo bastante introducido como para poder conseguir una copia del código fuente. Porque ésa es la genialidad del programa. Sin el código fuente, aunque cualquier agente enemigo se haga con un terminal que tenga instalado el programa, no le servirá de nada. Sin la conexión al ordenador central, es como tener un ladrillo.

El embajador retira la silla de su escritorio y se sienta, despacio, con las piernas temblorosas. Antonia no se inmuta, sigue adelante con la narración.

—Es muy fácil ver la mano del MI6 en todo esto. ¿Quién más tendría el dinero para pagar la exorbitante tarifa de White? ¿Quién más necesitaría de un contratista externo para que ninguno de sus agentes se viera involucrado en una operación en suelo extranjero, y contra sus propios aliados?

—No queda tiempo, Antonia —le insta Jon.

Ella mira el enorme reloj de pared —un Bennet que aún conserva sus manecillas originales—, y se resigna a avanzar.

—El Servicio Secreto de Su Majestad pagó la operación. Pero nunca consiguieron lo que querían. Alguien se aseguró de ello.

—Lo creas o no, todos queremos lo mejor —dice sir Peter, con la voz llena de amargura—. La raíz de los males del mundo es que nadie se pone de acuerdo en qué es eso.

—Por supuesto que no. Tú te encargaste de que lo que quería tu gobierno desapareciera. Pero ellos seguían queriéndolo. Continuaron pagando a Soler durante todo este tiempo, para obtener una copia limpia y viable de Heimdal.

—Ese programa puede abrir cualquier ordenador. Romper casi cualquier clave. Con él no existe ya la intimidad. Es demasiado poder para que esté únicamente en manos de unos pocos, Antonia —dice el embajador, que lucha por mantenerse erguido en la silla sin perder la dignidad.

—Lo que quiere decir es que es demasiado poder para que no esté únicamente en sus manos —apunta Jon.

—Querían su propia copia de Heimdal. Por lo que pudiera pasar. Y para sus propios fines. Sin que sus socios europeos, cada vez menos socios, se enterasen de lo que hacían con ello —dice Antonia, acercándose al escritorio.

Sir Peter se echa hacia atrás en la silla, cuando Antonia se inclina hacia él y apoya ambas manos en el escritorio.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—¿Lo que quiere White? Desde que estuvimos en casa de Soler.

Al otro lado del despacho se escucha un gruñido de disgusto y un taco en euskera que Antonia no comprende del todo.

—Lo que no he sabido hasta hoy era que tú estabas metido en todo esto.

—Tenía que cumplir las órdenes —dice sir Peter, bajando los ojos.

Antonia ha escuchado eso antes. Es muy cómodo tener un ático donde apilar todas las culpas.

—Existe la libertad individual. Tu guardaespaldas, por ejemplo. Cuando vio que nos acercábamos a Soler, intentó matarnos. No estaba cumpliendo tus órdenes, por supuesto. Era otra cosa. El deber, supongo. O las ganas de protegerse.

Nada dice el embajador ante esto. No mira a su subordinado, no explota de indignación al saber lo que hizo. Porque no es lo que hizo Chase de lo que está hablando Antonia, en realidad.

—Como no le sirvió de nada, decidió matar a Soler.

Su padre guarda silencio.

Antonia vuelve a mirar el reloj.

El tiempo casi se ha agotado.

—Hace cuatro años, Soler le dio el código fuente a White —continúa—. Chase lo interceptó, y te lo entregó a ti. Pero tú nunca lo entregaste al MI6. Esa orden no la cumpliste.

El embajador se incorpora un poco. Tiene los ojos húmedos y la voz temblorosa.

—Después de lo que sucedió con tu marido… no pude hacerlo.

—Lo que sucedió —repite Antonia, con voz inexpresiva.

—No sabía que iría a por ti, Antonia. Tienes que creerme.

Antonia vuelve a sonreír. No hay felicidad, ni alegría en su sonrisa. Es una sonrisa tan triste como la lágrima solitaria que está rodando por su mejilla izquierda.

—Metisteis a un asesino en nuestras vidas. Un hombre cruel y sin escrúpulos. Mató a mi marido. Cuando te hablé de él, en lugar de apoyarme, me hiciste creer que estaba loca. Me arrebataste la custodia de mi hijo.

—¡Tú no eras el objetivo! —se defiende el embajador, apretando los puños.

—Alguien lo era. Que fuera tu hija, en lugar de otra persona la que acabara sufriendo, no cambia lo que hiciste —dice Antonia, negando con la cabeza—. Sólo lo hace más doloroso. Pero lo más sangrante es que lo supieras todo. Que, para no admitir tus culpas, me hicieras pasar por loca. Que me arrebataras la custodia de mi hijo.

—Yo no podía saber…

—Dámelo.

Sir Peter alza los ojos al escuchar aquello.

—¿Qué?

—Ya lo sabes. No queda tiempo, padre. Dámelo. Él está a punto de llegar. Puedo sacarnos a todos de este lío, pero necesito que me lo des. Ya.

El embajador abre la boca para contestar, pero no llega a hacerlo. Porque en ese momento se abre la puerta del despacho.

Un hombre vestido de chaqueta y corbata aparece en la puerta.

Es un miembro del servicio de seguridad de la embajada. Antonia lo recuerda. Cabeza rapada, pinganillo en la oreja. Expresión indescifrable.

Ahora la expresión es otra.

—Muchas gracias por el tour —dice una voz de mujer, tras él.

El hombre da un paso adelante, medio trastabillado, medio empujado.

Antes de que pose el segundo pie en el suelo, suena un disparo.

El hombre se desploma en el suelo. En el lugar en el que antes había una vida, aparece Sandra. Con una sonrisa más ida que nunca, entra en el despacho.

Detrás, con paso elegante y tranquilo, aparece White.

—Ya ha escuchado a su hija, embajador —dice, apuntando con una pistola directamente a la cabeza de Antonia—. Le ruego encarecidamente que le haga caso y le entregue lo que le ha pedido.

21
Una palabra yagán

Durante un instante, todos se quedan mirando, congelados.

Mamihlapinatapai, piensa Antonia.

En yagán, idioma que habla una tribu nómada de Tierra del Fuego, el ojo encallado.

Una mirada entre personas que aguardan que las demás inicien una acción que todas desean, pero que ninguna se atreve a iniciar.

Entonces el hechizo se rompe.

22
Dos cuadros

—Aquí hay demasiada gente —dice Sandra.

Apunta el arma hacia Chase, y aprieta el gatillo de nuevo. La detonación resuena en las paredes de teca, y una flor roja se abre en el centro del pecho del guardaespaldas, que cae hacia atrás en la silla. Jon hace un intento de sacar su propia arma, pero se encuentra con el cañón de Sandra a dos palmos de los ojos.

—Inspector, por favor. Muy despacito y usando sólo la punta de los dedos.

Jon traga saliva, y obedece, con los dientes apretados. Se desabrocha la chaqueta y le entrega el arma a Sandra, que la hace desaparecer en el interior de su gabardina.

—¿Por dónde íbamos? —pregunta White, dando otro paso hacia Antonia—. Ah, sí. Embajador, cuando le sea más conveniente.

—No puedo —dice sir Peter.

Su tono de voz no es lo bastante convincente para White, que da otro paso hacia Antonia y le apoya el cañón del arma en la sien.

—Está usted en su derecho a negarse, por supuesto. Me temo que las consecuencias serán bastante obvias.

—No lo hagas, padre —dice Antonia.

El metal de la Glock no parece moverse, sólo hay un ligero siseo, y un choque sordo. La cabeza de Antonia se agita, y un rectángulo rojo aparece en su frente, ahí donde el arma de White le ha golpeado. Un hilo de sangre le desciende por la cara, acelera en la cuenca del ojo y acaba recorriendo el mismo surco empapado que había abierto la lágrima que había derramado Antonia antes.

—Yo le sugiero lo contrario —dice White, con la mirada gélida.

Sir Peter se pone en pie con dificultad.

—¿Qué es lo que va a hacer con ello?

—Nada de su incumbencia, embajador. Pero, en honor a nuestra antigua relación comercial, le comentaré que hay varios compradores interesados. Gente poco recomendable. Resumiendo, voy a ser extraordinariamente rico. Se acabó la consultoría para mí.

—Al final no es usted más que un vulgar ladrón —dice Antonia, volviéndose a mirarle.

White rodea a Antonia y se coloca al otro lado del escritorio, cerca del enorme ventanal, de forma que pueda apuntar al mismo tiempo

—Me duele, señora Scott. Me duele, lo reconozco. Me duele mucho que no imagine que tendré mi propia copia de ese juguetito. A una escala modesta, nada como lo que harán con él Pekín o Moscú. Pero suficiente para seguir trabajando en mi verdadera pasión.

White abre mucho sus ojos fríos y muertos, disfrutando por anticipado de su victoria.

—Y ahora, sir Peter, si es tan amable…

El embajador se gira hacia el cuadro situado detrás de su escritorio. De un metro de alto por setenta centímetros de ancho, muestra dos árboles muertos y resecos en primer plano, y una catarata brumosa al fondo. Una reproducción, por supuesto. La acuarela original está en la Tate Gallery, a menos de seis millas del lugar donde Turner la pintó en 1802.

Lo cual es una suerte, porque esta reproducción no es más que una puerta montada sobre dos bisagras ingeniosamente ocultas. Que, al girarse, muestran una caja fuerte.

—Un clásico imperecedero. Mucho cuidado al abrirla, embajador.

Sir Peter introduce la combinación y después su huella dactilar en un sensor rojizo en el lateral de la puerta. Ésta se abre con un chasquido metálico.

—Perdóname, hija —dice, introduciendo el brazo en el hueco.

En el siguiente segundo y medio suceden siete cosas.

Sir Peter comienza a darse la vuelta, sosteniendo en la mano la pistola que había en la caja fuerte. En su rostro tenso hay una suerte de calmada determinación.

Sandra, que tenía un mejor ángulo de visión de la caja, aparta el arma de Jon y la vuelve hacia el embajador. En su garganta comienza a brotar un grito fiero, gutural, de animal salvaje.

Jon Gutiérrez aprovecha el instante para echarse la mano a la espalda, donde aún conserva el arma que le ha arrebatado al guardaespaldas. En su mandíbula los dientes rechinan con furia.

Sandra intenta cambiar la trayectoria del arma y la vuelve hacia la cabeza de Jon, apretando el gatillo. En su brazo hay demasiada inercia, en su rostro incredulidad ante el error de no asegurarse de que el inspector estuviera desarmado.

El señor White dispara, alcanzando a sir Peter en el lateral del cráneo. En su mirada no hay ni un leve atisbo de emoción al hacerlo.

Jon Gutiérrez no llega a levantar el arma —no tiene tiempo—, pero aprieta el gatillo tres veces, a puro bulto. En su oído interno se produce un terremoto provocado por el disparo de Sandra, que le hace perder el equilibrio.

Antonia Scott grita y se lanza hacia delante intentando detener la caída de Jon, cuya cabeza golpea al caer con el velador. En su cerebro privilegiado, Antonia se alegra de haberlo dejado cojo hace ya una eternidad, porque gracias a ello el mármol se desploma acompañando el movimiento de Jon, en lugar de desnucarle.

23
Un problema final

Antonia mira alrededor y analiza el resultado del último segundo y medio. Tiene que gestionar tres emociones distintas al mismo tiempo:

– Una tristeza desgarradora, al ver a su padre con la cabeza destrozada, derrumbado entre el escritorio y la pared.

– Un júbilo insano, al ver a Sandra, con la gabardina empapada de sangre, agonizar con una mirada de incredulidad.

– Una preocupación inmensa, al ver a Jon tumbado en el suelo, con los pitidos amenazadores brotando de su cuello, los ojos cerrados.

—Nos hemos quedado solos, señora Scott —dice White.

Antonia le ignora, y se dedica a comprobar el pulso de su compañero. El inspector Gutiérrez está bastante inconsciente, pero su ritmo cardiaco es firme y regular.

—Le ruego que resista la tentación de hacerse con el arma del inspector, o con la que hay al otro lado del escritorio junto al cadáver de su padre —le avisa White—. Le recuerdo que no sólo estoy apuntándole con la pistola.

Antonia se vuelve hacia él.

White agita un pequeño dispositivo que tiene en la mano izquierda. Del tamaño y forma del mando de un garaje de los antiguos.

—Eso no le servirá de nada aquí. El despacho de mi padre está protegido con inhibidores de señal —dice Antonia.

—Qué suerte entonces que pensara en añadir una conexión Bluetooth. Que funciona en una banda diferente.

Aprieta uno de los botones del mando a distancia. Del cuello de Jon comienza a brotar un pitido constante.