Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Sandra adora la diversión, pero también la practicidad. Cuando tienes el terreno a tu favor y varios meses para planear un atentado contra las fuerzas del orden, una puede recrearse en los detalles, como hizo cuando preparó la doble explosión contra el equipo que fue a rescatar a Carla Ortiz.

En este caso, en terreno contrario y con poco preaviso, hay que ceder en los detalles y limitarse a hacer el trabajo.

Llamaré a la puerta, nos esconderemos, tiraremos piedras para no quedar bien —tararea, apoyada en la puerta.

Dentro escucha el primer grito de alarma.

Siente el antojo —físico, urgente, imperativo— de asomarse a la ventanilla de cristal para contemplar con sus propios ojos el resultado de sus esfuerzos, pero es un poco pronto aún. Alguno de los que están dentro podría ir armado, y no confía demasiado en la solidez de la ventanilla. Así que espera unos instantes más, dedicándose a imaginar la escena.

Los más cercanos a la rejilla del aire acondicionado no habrán sido los primeros en notar algo, ya que los síntomas comienzan por la lengua. Se hincha dentro de la boca, sientes que te abulta el doble de lo normal, la boca te sabe rara.

La extrañeza da paso al pánico cuando notas que respirar se va haciendo más difícil, a medida que el gas venenoso va constriñendo tus vías respiratorias en su camino a los pulmones. Para el momento en que comienzan a arderte los ojos y a descender la cantidad de oxígeno en tu cerebro, gritar es imposible.

Los que gritan son los que están más lejos, al ver que tu cara se ha vuelto de un extraño color rojizo y que intentas abrirte la camisa para intentar respirar. En los casos más agudos, el sistema nervioso toma el control y te hace desgarrarte la garganta con las uñas, mientras pierdes por completo la visión y te desplomas al suelo.

Para entonces, los que rodean a las primeras víctimas se han lanzado a ayudarles, a preguntar qué ocurre, agachándose junto a ellos. Dado que el gas es más pesado que el aire, es la peor decisión que podrían tomar. Son ellos los siguientes en caer, derrumbándose sobre los anteriores, aplastándoles con el peso de su cuerpo y sus retortijones, acelerando su muerte.

Los más alejados, los que estaban más cerca de la puerta, tienen aún unos preciosos segundos para reaccionar, sobre todo si estaban de pie.

De hecho, lo hacen.

Sandra nota cómo alguien empuja la puerta, primero con fuerza, después con desesperación. Un golpe, otro, tres. La cadena resiste, aunque Sandra ha calculado mal la distancia entre los eslabones, y el que empuja debe de ser un hombre bastante fuerte.

La puerta se abre unos milímetros.

Por la rendija no escapa una cantidad suficiente de veneno como para resultar peligrosa en ese espacio abierto de seis metros de alto. Aun así, Sandra percibe una brizna de olor.

Ácido, metálico, corrosivo.

Le recuerda al olor del líquido para limpiar armas. Cuando el nitrobenceno desciende por el cañón, disolviendo los restos de carbón, pólvora y cobre.

Sandra se aparta un par de metros, con disgusto. Los ojos le lloran un poco. Nada grave. Es peor su decepción al no poder disfrutar del espectáculo. Asomarse a mirar por la ventanilla queda descartado, así que pone un ojo en la puerta y otro en la lista de reproducción de su teléfono. Pone en bucle la canción que está escuchando —el corte 11 del disco—, ya que parece lo más apropiado.

En el interior de la sala de reuniones, los golpes a la puerta han cesado. Pero ahora ya estarán todos muertos o agonizantes, con una espuma rosada brotando a borbotones de sus labios hinchados y sanguinolentos. El contenido de esa espuma es el tejido mucoso de sus propios pulmones. Una imagen que quería contemplar en directo, pero ya no podrá ser, gracias al espontáneo de la puerta —y a su propio error de cálculo con la longitud de la cadena, pero no es el momento de la autocrítica.

Sandra regresa, al son del diálogo entre guitarra eléctrica y batería con el que arranca la canción, hasta las bombonas de gas. Cierra las espitas, y así se asegura que, al menos, podrá echar un vistazo rápido en su camino de regreso. Un pobre consuelo —no es lo mismo ver el balón dentro de la portería, que ver cómo entra—, pero es lo que hay.

Se incorpora justo a tiempo.

El disparo de escopeta revienta el mecanismo del aire acondicionado, en el lugar exacto donde estaba su cabeza hace sólo un segundo. En vez de atravesar su cráneo, destroza el faldón de su gabardina Burberry. Una edición especial, en cachemira y seda, más de cuatro mil euros y pico.

La rabia inunda a Sandra, más que si el disparo le hubiera volado la cabeza. Si así fuera, no se habría enterado del estropicio, al fin y al cabo. Reacciona de forma instantánea, arrojándose al suelo y devolviendo el fuego.

3
Unos pecados que vuelven

Mentor se esconde detrás del MobLab. La parte delantera de la furgoneta absorbe los disparos. Las balas de .9 mm destrozan el parabrisas, la rueda delantera derecha, y uno de los faros. Y Mentor sabe, entonces, que está jodido. Porque no tiene apenas entrenamiento en armas, ha perdido el factor sorpresa…

Y esa zorra loca hija de la gran puta sabe muy bien lo que está haciendo. Al fin y al cabo, le enseñé yo.

Encogido de miedo, se maldice en repetidas ocasiones por su estupidez.

Hace menos de dos minutos estaba saliendo de su despacho en dirección a la máquina de sándwiches cuando vio a Sandra junto a la puerta de la sala de reuniones. Vio la cadena, y enseguida ató cabos. Se deslizó pegado a la pared de la nave hasta su coche, y recobró la escopeta del asiento del copiloto.

En ese momento, sintió la tentación —física, urgente, imperativa— de correr hacia la puerta de salida y poner tierra de por medio. No había nada que se lo impidiese. Miró una vez en esa dirección, y luego, de vuelta hacia el interior de la nave. Allí, asesinando a casi todo su equipo, estaba el fruto de sus pecados. Lo que había barrido bajo la alfombra, y que había vuelto arrastrándose, más fuerte que nunca.

Amartilló el arma.

Al fin y al cabo, ya sabemos lo que dijo Chéjov sobre las escopetas, pensó, antes de dirigirse de cabeza hacia él.

Ahora mismo, parapetado tras la furgoneta, Mentor se arrepiente de no haber corrido hacia la salida. Se arrepiente de haber fallado el tiro —fácil y por la espalda—. Se arrepiente de muchas cosas, pero sobre todo de haberse dejado el tabaco en el abrigo. Tiene tan claro que va a morir en los próximos cincuenta segundos, que lo que más le jode es no poder darle una última calada.

Por otro lado, voy a dejar de fumar definitivamente, piensa, rodeando el MobLab, en el sentido contrario a las agujas del reloj.

Salir corriendo está descartado. Desde el lugar donde estaba Sandra, tiene más que cubierta la entrada y el camino hacia el coche. La única posibilidad que tiene es tenderle una trampa, rodearla.

Entre la furgoneta y el laboratorio de Aguado (espero que no esté dentro, espero que haya podido escapar) queda un hueco, suficiente para que un cuerpo pase de lado. El ancho del enorme espejo retrovisor, y un poco más. Si se mete por ahí, aún tendrá una oportunidad. Incluso si ella decide rodear la furgoneta por el mismo lado, se encontrará con el cañón de la escopeta apuntando en línea recta a su asqueroso rostro amable.

Ni siquiera yo puedo fallar eso, piensa.

Con el cañón por delante, Mentor se introduce en el hueco. Es una apuesta a vida o muerte, al cincuenta por ciento. Al menos si contamos sólo las opciones que se le han ocurrido a él. Que le disparen a los tobillos por debajo del bastidor de la furgoneta ni lo ha considerado. Le pasa vagamente por la cabeza cuando ya está metido en el estrecho callejón entre el metal de la carrocería y el cemento de la pared, pero ya es demasiado tarde. Sólo queda seguir adelante. Un metro. Dos metros.

Cuando está a mitad de camino, tan cerca del retrovisor que casi puede rozarlo con el cañón de la escopeta, escucha la risa.

Una risa aguda y filosa, como la hoja de un cuchillo.

Sandra aún continúa riéndose un poco más, como si no pudiera controlar esa risa. La clase de risa que viene de un lugar muy lejano, y que puede conducirte a la locura.

Mentor siente un puño de hielo hurgar en su interior, rascar sus tripas, atascarse en su esófago. Ella está justo detrás de él.

Y cuando piensen quién ha sido le diremos que no, no han sido tus amigos, allí nadie quedó —tararea, bajito.

—Por favor… —dice él, cerrando los ojos.

Una gota de sudor, o quizás una lágrima, le resbala por la mejilla y le alcanza la comisura de los labios. Un delicado sabor salado se insinúa en su lengua. Intenta tragar saliva, y lo logra con dificultad.

—Resuelve esto —dice Sandra, en una imitación bastante potable del tono de Mentor en las sesiones de entrenamiento—. Estás en un lugar muy estrecho, apuntando con un arma larga hacia delante. No tienes espacio para cambiarte el arma de mano, y tu enemigo está justo a tu espalda. ¿Qué haces?

Él no responde, por supuesto. Pero ella da un paso hacia él, y le apoya la pistola en su axila. Nota el frío del metal a través de la camisa empapada en sudor.

—No puedo hacer nada —responde él.

—Demasiado fácil y demasiado lento —sentencia Sandra.

Clava el cañón del arma en su nervio circunflejo. Una sacudida de dolor insoportable recorre el cuerpo de Mentor, hace que se contraigan los músculos de su brazo izquierdo. La escopeta cae del derecho. Una humedad y un calor le inundan la entrepierna. No enteramente por el daño reflejo.

—Dispara de una vez, hostias.

Sandra chasquea la lengua, con desaprobación. Como si la mera idea de que creyera que iba a librarse tan fácil le resultara ofensiva.

—¿Sabes qué? Yo lo único que necesitaba era que me quisieras. Pero nunca llegaste a verme. Nunca llegaste a descubrir quién soy.

—Eres un error. Eso es lo que eres. Un error del pasado.

Ella se ríe de nuevo.

Es una risa distinta a la anterior.

Más sencilla.

Casi infantil.

Se aproxima a él, hasta pegar su rostro al suyo, y baja la voz. Es una vieja amiga, contando un secreto al oído.

—Sí, tienes razón. Pero bastante anterior a lo que crees.

Antes de dispararle en la cabeza, le canta, suavecito, el estribillo de la canción.

Después de dispararle en la cabeza, le recoloca el pelo que le clarea en la frente.

—Habría hecho cualquier cosa por ti.

4
Siete instantáneas

Ni Jon ni Antonia recordarán con claridad las siguientes horas de su vida, más allá de una colección de instantáneas tridimensionales, momentos congelados en el tiempo, sin solución de continuidad entre ellos.

  1. Jon aprieta convulsivamente el botón de la llamada en el teléfono del coche. Antonia está conduciendo por el arcén en la salida de la M40. El retrovisor izquierdo se lleva por delante el de un coche que estaba demasiado cerca. Una lluvia de fragmentos de cristal, plástico y cables se queda suspendida en el aire.
  2. Jon conecta la radio policial —disimulada bajo el salpicadero del coche—, a tiempo de escuchar la llamada a las unidades cercanas. Sus manos forman un incrédulo triángulo equilátero en torno a sus sienes. Es el tipo de cosas en las que se fijaría Antonia, pero esta vez no lo hace.
  3. Dos furgonetas de la Policía Nacional y un coche de bomberos aguardan a la salida del cuartel camuflado. Esperan instrucciones que no llegan. Las luces azules de las sirenas arrojan destellos fantasmales sobre la nave anodina. Antonia camina hacia el interior, seguida de Jon, entre los gritos de los policías.
  4. Un bombero, la cara cubierta por la máscara de oxígeno, deja caer el hacha sobre la cadena que obstruye la puerta de la sala de reuniones. Los eslabones vuelan por el aire, y una nube anaranjada y tenue escapa de la puerta abierta. Los cuerpos del interior hace tiempo que han dejado de agitarse entre las convulsiones de la muerte, pero más de uno tiene la mirada vuelta hacia la puerta. Como si aún no hubieran perdido del todo la esperanza.
  5. Antonia se agacha para cerrar los ojos del cadáver de Mentor. Sus dedos están rozando los párpados. Los sanitarios del Samur le han dejado la camisa abierta después de certificar la muerte. Uno de ellos habla con Jon, a pocos metros. Jon tiene el rostro desencajado. El sanitario tiene los labios extendidos hacia delante —como si se preparara a dar un beso—. Están formando la cuarta letra de la palabra imposible.
  6. Antonia llora, un antebrazo apoyado en la carrocería del Audi, la mano izquierda aferrando el brazo de Jon que intenta consolarla, aunque sin mirarla. Jon acompaña con la vista a la camilla que se lleva el cuerpo de su jefe. La lluvia arrecia, y las ruedas de plástico de la camilla salpican diminutas gotas al hundirse en las rendijas de la acera.
  7. El teléfono suena. Antonia sorbe los mocos con ansia y se lo saca del bolsillo. Jon aún está mirando en otra dirección, así que tarda en darse la vuelta. Antonia se seca las lágrimas con el dorso de la mano, incrédula, al ver quién está llamando.